Sudán es un país resquebrajado política, institucional y económicamente que tras 30 años sufrió un nuevo golpe de estado. Durante tres décadas el país fue gobernado con mano de hierro por el Omar Al-Bashir, un militar que llegó al poder derrocando al gobierno electo en 1989 y que gracias a los ingresos petroleros pudo mantenerse a la cabeza del gobierno en sucesivas elecciones a pesar de la guerra civil que culminó con la independencia de Sudán del Sur (2011), la profunda y extensa crisis humanitaria de Darfur y el deterioro de las condiciones de vida de la población.
Aunque Sudán es uno de los principales productores de petróleo africano –es el 22° productor mundial- y que gracias a ello en los últimos años ha mantenido un crecimiento del PBI a tasas promedio del 4%, la pobreza golpea fuertemente a su población : 46.5 % de sus 43 millones de habitantes es pobre y el país detenta el puesto 187 en el ranking mundial de Desarrollo Humano.
Fue justamente el reclamo ciudadano por los altos costos de vida y el aumento de los precios de los productos básicos el factor que impulsó las fuertes y masivas protestas que se sucedieron desde el mes de diciembre pasado. En febrero al-Bashir declaró el estado de sitio y se contabilizaron decenas de muertos y centenares de detenidos. Pero las manifestaciones continuaron y en este contexto el 11 de abril las Fuerzas Armadas depusieron al mandatario y tomaron el control del país.
Quien fuera hasta entonces ministro de Defensa y vice-presidente de al-Bashir, Awad Ibin Ouf, anunció que los militares prevén un «período de transición» de dos años donde la administración estará a cargo de un “consejo militar” bajo su égida. Entre las primeras medidas dispuestas por el consejo estuvieron la declaración del estado de emergencia por tres meses, la suspensión de la constitución nacional vigente desde 2005 y el cierre temporario del espacio aéreo y las fronteras. Asimismo, a propósito de la orden de captura internacional que pesa sobre al-Bashir tras ser condenado por la Corte Penal Internacional por el genocidio de Darfur, el consejo ya adelantó que no será extraditado y que será juzgado en territorio sudanés.
Ante estos anuncios, los festejos que en un primer momento se observaron en las calles de Jartum a causa del derrocamiento de al-Bashir se difuminaron. La instalación de un nuevo gobierno de facto compuesto por quienes acompañaron a al-Bashir en las últimas décadas, y sobre quienes también pesan acusaciones por crímenes de guerra, generó rechazos y enérgicas críticas por parte de la oposición partidaria y de las fuerzas de las sociedad civil que habían promovido el movimiento de protesta.
En la comunidad internacional la situación de inestabilidad también impulsó reacciones inmediatas. El secretario de Naciones Unidas, Antonio Gueterres, llamó a la calma y a la máxima contención de la situación, expresando el deseo que el pueblo sudanés pueda iniciar un proceso de transición democrático. Por su parte, Estados Unidos junto a Gran Bretaña, Francia, Alemania y otros aliados europeos solicitaron tratar el tema en el Consejo de Seguridad. A nivel regional, la Unión Africana, expresó su condena al golpe militar y exhortó al diálogo político para restablecer el orden institucional y garantizar la democracia y los derechos humanos.
La imposición de un gobierno militar en detrimento de la conformación de un gobierno civil de transición abre nuevos y grandes interrogantes para el futuro sudanés. La historia de violencia y autocracia que atraviesa al país y las grietas religiosas y socio-económicas que lo surcan presentan importantes obstáculos para las fuerzas democráticas, las cuales aún parecen estar lejos de dominar la escena política nacional.
Carla Morasso
Miembro
Departamento de África
IRI – UNLP