A primera vista, Guillermo Lasso –presidente electo de Ecuador– y Pedro Castillo –potencial primer candidato a la segunda vuelta electoral en Perú– no tienen mucho que ver. El primero, un banquero guayaquileño; el otro, un docente y dirigente sindical, oriundo de Cajamarca. Mientras Lasso es tributario del enfoque de libre comercio con una visión de un Estado mínimo y eficiente, destaca por sus pretensiones de refundación nacional –como vociferaran antes Fujimori y el primigenio Ollanta Humala–, lo que incluye deponer a los titulares del Poder Judicial para ser reemplazados por funcionarios electos y, sobre todo, el fin del desarrollismo en cualquiera de sus variantes. Más allá de las diferencias, hay cierto paralelismo que recuerda la obra clásica de Plutarco, al comparar a liderazgos griegos y romanos.
Lo primero es que el clima de crispación político social –que desembocó en las sendas rebeliones contra las élites del 3 de octubre de 2019 en Ecuador o “gasolinazo” y la ola de manifestaciones peruanas que culminaron con la renuncia a la presidencia de Manuel Merino el 15 de noviembre, luego que el Congreso destituyera a Martín Vizcarra por incapacidad moral cinco días antes– puede adoptar diferentes rutas.
La ira plebeya –ya sea indígena, sindicalista o de jóvenes– contra las élites tradicionales, puede incluso favorecer a sectores conservadores o a candidatos sin alto grado de visibilidad nacional previa. La campanada de asombro se extiende a Bolivia y su segunda vuelta para las gobernaciones de la Paz, Chuquisaca, Tarija y Pando. Dicho país también tuvo su ciclo de efervescencia después del golpe de Estado del 10 de noviembre de 2019, contra un Evo Morales que había hecho caso omiso al plebiscito que impedía su re-reelección. Pero, después de la reconquista del poder por parte del Movimiento al Socialismo (MAS), pocos pronósticos estimaron que las oposiciones triunfarían sobre el oficialismo en cada uno de los balotajes regionales. De esta manera la resurrección del MAS, que había arrasado en los últimos comicios presidenciales con la dupla Arce-Choquehuanca, conquistando las dos Cámaras del Congreso y que más tarde se había impuesto en 240 de las 336 alcaldías bolivianas (71% de los municipios), sufrió un traspié en las votaciones regionales, quedándose con apenas tres de nueve.
Se confirma la defenestración del diseño “evista”, con costos para el “masismo” superado en los flancos regionales. La Paz queda en poder de una nueva generación de líderes con arraigo indígena y popular, representados por el gobernador electo, Santos Quispe, y la alcaldesa de El Alto, Eva Copa. Mientras la tradicional oposición conservadora del oriente se blinda en Santa Cruz. De esta manera, la sorpresa y la volatilidad electoral se instalan como dato recurrente en un entorno de incertidumbre, potenciado por la pandemia del COVID-19.
En Ecuador y Perú, el factor andino –el mundo indígena– fue un elemento determinante de ambas elecciones. Si se observa el mapa de ambos Estados, las sierras centrales se volcaron a los vencedores de la noche del domingo (definitivo en Ecuador y de primera vuelta peruana). Las preferencias políticas en el corazón del mundo andino, a menudo percibido como periférico por las élites, decidieron emitir en clave de castigo electoral. En Ecuador cristalizó en un sufragio oculto a favor de Lasso, comprendido como escape a la reedición del correísmo; mientras que el sufragio punitivo de rechazo a la élite política peruana, se deslindó por con un candidato percibido como antisistema, Pedro Castillo, aunque hiperconservador en propuestas valórico-morales. Sin olvidar que el ambientalismo profundo abrazó a ambas candidaturas ganadoras: a Castillo por su oposición tanto al extractivismo neoliberal como al de la izquierda rosada del siglo XXI, y a Lasso, como “el menos dañino” para los ecosistemas nacionales del Ecuador.
En Ecuador, el eje izquierda-derecha se subordinó al clivaje en torno al anticorreísmo y la ira contra el gobierno de Correa, que aunque tenía en mente a las comunidades indígenas, no siempre gestionaba con estas y, a menudo, estigmatizaba a sus dirigentes. Por lo tanto, más que un Arauz centrado en destacar su pretérito dorado, el gran derrotado en los comicios del domingo fue el expresidente ecuatoriano domiciliado en Bélgica. Lasso, en cambio, ofreció una apuesta a tono con los tiempos de escasez, la creación de nada menos que 2 millones de empleos: una promesa que no será fácil de cumplir en medio de una pandemia de alta letalidad en Ecuador –por lo pronto, su aperturismo económico será aceleradamente implementado, de lo que se desprende mayor proximidad a la Alianza del Pacífico–.
También llaman la atención las coincidencias del conservadurismo valórico de Lasso y Castillo. Sin embargo, y a pesar de que el presidente electo en Ecuador ha manifestado sus convicciones tradicionalistas contrarias a la despenalización del aborto y de rechazo al matrimonio igualitario, durante su campaña propició un diálogo con colectivos LGTBI para explicar sus programas de formación ciudadana en la no discriminación de identidad u orientación sexual. En dichos puntos, incluso suele ser más dúctil que el candidato Castillo, sin interés en cualquier política de dicho ámbito.
Pedro Castillo, con una imagen que recuerda al líder de la rebelión de Huaraz (1885) –Atusparia–, es sobre todo la continuación de la eterna “búsqueda de un inca” (Flores Galindo, 1986), malograda por las precariedades arraigadas en un país que había tenido altas tasas de crecimiento económico y reducción de pobreza extrema en las últimas décadas, aunque con una magra distribución del ingreso, hoy comprendida como desigualdad estructural del sistema.
La pregunta de Vargas Llosa, «¿cuándo se jodió el Perú?» (Conversación en la Catedral, 1969) está más vigente que nunca, con una ciudadanía hastiada que apunta indisimuladamente a los políticos nacionales, de los cuales ya no se salva ni Vizcarra después del “vacunagate”. Así, el estallido del “resentimiento” ilustrado contra la élite (Pankaj, 2017), adquiere una nueva forma en el Perú profundo: la reivindicación étnica identitaria contra las oligarquías de Lima, pero también su rechazo a las agendas de género y de otras minorías –más allá de la etnicidad– de un progresismo que sienten no los representa. Y como la contendiente de Castillo en el balotaje del 6 de junio sería Keiko Fujimori, se articularán todos los tipos de alianzas coyunturales, que recurrirán al miedo al “senderismo serrano” del sigo pasado o al fantasma del “chavismo internacional”, por un lado, y al regreso al “Fujimorato” o el “reino de la corrupción”, por otro. Parafraseando a Borges: si no los une el amor, los unirá el espanto.
En cualquier caso, los gobiernos futuros de Ecuador y Perú tendrán la misma debilidad emanada de un presidencialismo con minoría legislativa. Al no contar con la mayoría en congresos atomizados en varias tiendas políticas, la tentación del obstruccionismo legislativo es grande, dificultando la implementación de los programas comprometidos. Lasso apenas cuenta con 12 congresistas de su movimiento en el unicameral de 137 escaños y, en el caso de Perú, habría cerca de 11 partidos representados –con las bancadas de los candidatos al balotaje ni siquiera alcanzando el cuarto del Congreso–. Sin pactos legislativos, la fragmentación de la representación puede terminar dañando la gobernabilidad de sociedades con ciudadanías demandantes de derechos.
La volatilidad electoral alcanza cotas impensadas en los últimos tiempos. Los ganadores en comicios de hace algunos meses ya no pueden estar seguros en las siguientes elecciones locales, así como candidaturas bien aspectadas en la demoscopia, en cuestión de semanas se desploman. Los escenarios líquidos son la reacción de electorados angustiados por la falta de respuestas para enfrentar sus carestías. De la fragmentación política a la polarización hay solo un paso. Así, después de una cadena de estallidos sociales en la región durante 2019 y 2020, con una pandemia con cerca de 13 meses, la vieja máxima “en política cualquier cosa puede pasar”, se hace ley en América Latina. El gran problema es que si no hay salidas a la crisis, la inestabilidad se hará más fuerte.
Gilberto Aranda
Doctor en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Chile
Profesor del Instituto de Relaciones Internacionales de la Universidad de Chile
Académico invitado por las coordinadoras del Departamento de América Latina y el Caribe
IRI – UNLP