La pandemia de COVID-19 aceleró una serie de transformaciones geopolíticas que se venían gestando hace tiempo en la política mundial, como es el caso del ascenso de China a una posición más consolidada de actor global, superando su tradicional conceptualización como potencia regional o emergente. Este ajuste ha ido de la mano de una transición de poder que no ha estado carente de sobresaltos, tal como lo demuestra el desarrollo de la denominada Nueva Guerra Fría entre el gigante asiático y Estados Unidos.
A su vez, la pandemia está impactando fuertemente en el terreno de las organizaciones internacionales, escenario que igualmente se está configurando como un espacio de disputas por el poder global; no en vano cuatro de las quince agencias especializadas del sistema de Naciones Unidas están lideradas por China: la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), la Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial (UNIDO) y la Organización de la Aviación Civil Internacional (ICAO).
Sobre la base de lo anteriormente señalado, en esta columna pretendemos concentrarnos en la situación del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, tal vez el foro más relevante del multilateralismo global, dado que aborda una de los ejes claves del sistema, vinculado al mantenimiento de la a la paz y la seguridad internacionales, así como por el hecho de que sus resoluciones tienen un carácter vinculante, por cuanto, en último término, pueden involucrar el uso de la fuerza, en virtud del capítulo VII de la Carta de San Francisco.
Ya desde el fin de la Guerra Fría se había hecho evidente que la estructura del Consejo de Seguridad se había vuelto anacrónica, respondiendo a un esquema propio del fin de la segunda Guerra Mundial, pero bastante distinto al de un mundo presionado por el proceso de globalización y su secuela de interdependencia, que complejizó enormemente el escenario de la seguridad internacional. Ya en la década de los noventa, y desde entonces en adelante, se hizo evidente que la estructura multilateral más relevante de la comunidad internacional no estaba respondiendo a un mundo aquejado por una serie de conflictos tradicionales y no tradicionales, varios de los cuales tenían un carácter esencialmente intraestatal y asimétrico, tal cual lo demostraron múltiples escenarios conflictivos en África y los Balcanes.
En esta línea, el desarrollo de la pandemia vino a acentuar esta situación, poniendo al desnudo un órgano eminentemente rígido y oligárquico, que a duras penas respondió a los escenarios de conflicto durante el siglo XX, datando su última reforma en 1963 cuando se decidió ampliar en cuatro la membresía no permanente, la que se hizo efectiva dos años después. La crisis en el Medio Oriente ha vuelto a poner el tema sobre la mesa, donde la lentitud del Consejo se ha visto compensada por el rol mediador de Egipto, Jordania y Emiratos Árabes Unidos. Actualmente, la reforma del Consejo representa un imperativo en orden a corregir las inequidades e ineficacia que afectan actualmente su funcionamiento. El objetivo de este proceso debe ser una reforma integral que transforme al Consejo en un órgano más democrático, representativo y transparente.
Para lograr dicho propósito, es necesario acomodar los intereses y preocupaciones de todas las partes involucradas en la reforma, especialmente aquellas que actualmente se encuentran menos representadas, como es el caso de América Latina y África. Asimismo, cabe tener en cuenta que las posiciones de los principales grupos de interés no podrán ser plenamente satisfechas, pues avanzar en negociaciones intergubernamentales supone reconciliar las diferentes posturas por medio del compromiso, especialmente entre los miembros permanentes, cuestión que hasta ahora ha acarreado escasos resultados. Desde luego, es justo señalar que desde el mundo en desarrollo tampoco existen significativos consensos al respecto. En África no hay acuerdo en quién podría ser un eventual representante permanente de ese continente, aunque Sudáfrica y Nigeria parecen estar más cerca. En América Latina, por sus dimensiones y relevancia estratégica y geopolítica, Brasil parecería ser el actor con más opciones para alcanzar un asiento permanente, pero ello tampoco cuenta con la anuencia de la región en su conjunto, tal cual lo expresan las reticencias de Argentina, Colombia y México al respecto.
En el año 2008 se había intentado impulsar el urgente proceso de reforma del Consejo de Seguridad, a través de la Decisión 62/557 de la Asamblea General, que consideraba analizar la cuestión de la reforma del Consejo de Seguridad a través de negociaciones intergubernamentales. Esta Decisión indicaba cinco áreas claves como objeto de negociación: categoría de los miembros; cuestión del veto; representación regional; métodos de trabajo y la relación entre el Consejo de Seguridad y la Asamblea General. No obstante, tras más de una década, lo único que parece claro al respecto es el estancamiento en cuestiones tales como la transparencia e inclusión en la toma de decisiones del Consejo (muchas reuniones son cerradas, sin actas públicas ni transmisión vía WEB); la respuesta eficaz y a tiempo a los conflictos; la implementación concreta de las decisiones en el terreno; la adaptación a las nuevas amenazas y temas emergentes, particularmente al tener en cuenta los atroces efectos de la pandemia, el desarrollo exponencial de los ciberataques y la falta de desarrollo socio-económico como gatillador de conflictos internos. Junto a ello, la COVID-19 ha puesto sobre la mesa la importancia de evaluar el uso de las nuevas tecnologías, que permitan la conectividad global, de manera de dar continuidad a los trabajos del órgano.
Últimamente destaca un nuevo intento por atizar este proceso, que hasta ahora no se ha podido materializar. Se trata de la presentación en Nueva York del documento Elementos de Divergencias y Convergencias del proceso de negociaciones intergubernamentales (IGN), compilado por los cofacilitadores y Representantes Permanentes de Polonia y Qatar, en el marco de la discusión intergubernamental sobre la reforma del Consejo de Seguridad. El texto se constituye como una propuesta operativa y práctica, representando un genuino esfuerzo por establecer un diagnóstico del proceso en las cinco áreas de las negociaciones, como base para avanzar en el sentido esperado. Desde luego, el estado de la situación no parece promisorio. En el marco de los nuevos contextos geopolíticos de la membresía del Consejo, no existe consenso en el número que debería involucrar un eventual aumento en los miembros, ya sean permanentes o no permanentes; ni tampoco sobre cómo se realizaría ese ajuste en relación con los grupos regionales subrepresentados, (como es el caso de África y América Latina, tal cual señaláramos “ut supra”); o respecto a si debiesen crearse nuevas categorías de miembros –híbridos o semipermanentes- añadiéndose, además, la dificultad de llegar a mínimos comunes sobre la cuestión del uso del veto y su eventual (o no) extensión a nuevos miembros permanentes.
En suma, el proceso de reforma del Consejo de Seguridad no parece auspicioso. En un contexto global marcado por la crisis del multilateralismo, la democratización y modernización del Consejo de Seguridad debería estar en un lugar prominente de las discusiones de la comunidad de naciones, considerando los, cada vez más complejos, desafíos de seguridad que se debe enfrentar, tal cual lo demuestran la expansión de la pandemia y la situación en el Medio Oriente, o contextos de crisis cíclicas de inestabilidad como las que experimenta Haití y algunos países africanos. En base a la realidad crítica por la que atraviesa la integración en América Latina, tampoco se avizora un papel trascendente para la región en este proceso, donde la fragmentación y la falta de acuerdos está minando severamente su capacidad de acción, posicionamiento y relevancia estratégica en la toma de decisiones globales en materias claves para el sistema internacional.
Jorge Riquelme
Doctor en Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de La Plata
Juan Pedro Sepúlveda
Diplomático de carrera. Cientista Político, Pontificia Universidad Católica de Chile