Desde hace casi tres meses que la tensión entre Ucrania y Rusia acapara los titulares de prensa, generando una enorme cantidad de análisis, muchos de ellos con inocultables simpatías hacia uno u otro actor, comprometiendo así, no la objetividad sino la capacidad de comprensión de lo que está sucediendo.
Desde Argentina, la situación es a la vez lejana y cercana. Es lejana desde el punto de vista geográfico y a nadie escapa que en medio de una agenda política centrada en la crisis económica del país queda poco espacio para ocuparse de lo que ocurre en aquella región. Pero es cercana, o cercanísima diríamos, ya que como miembros plenos de la comunidad internacional no podemos menos que seguir con atención los desarrollos en la frontera ruso-ucraniana para tratar de vislumbrar las tendencias en los conflictos actuales, así como el impacto de los mismos en el sistema internacional.
La tensión ruso-ucraniana no solo nos compele a entender la historia y la identidad de los actores si uno quiere acercarse a la realidad, y no correr el riesgo de ver lo que sucede como si fuera una partida de TEG, simplista, y por ello equivocada. También nos recuerda algunos puntos esenciales del sistema internacional que creíamos olvidados, o por lo menos así se pensaba.
En primer lugar, el sistema internacional continúa siendo un ámbito donde los intereses de los Estados priman por sobre consideraciones de solidaridad global. Cada unidad política busca la obtención de sus propios objetivos. Esa es la regla, no la excepción.
A nadie escapa que el apoyo, en términos militares y diplomáticos, de Washington o Londres a Kiev tiene mucho que ver con consideraciones propias y sus respectivas posiciones frente a Moscú, que con consideraciones exclusivas referidas al futuro de Ucrania y el bienestar de los ucranianos.
El peligro que sobrevuela la política de los Estados que no son grandes potencias es caer en la trampa de pensar que los otros Estados tienen obligaciones, jurídicas o de otro tipo, para con ellos. Eso no es cierto, y es peligroso creer que es verdad. La seguridad de un Estado no puede ponerse en manos de otro actor.
Por otra parte, los objetivos políticos de Rusia y Ucrania no pueden obtenerse sin una dosis de capacidad militar. Es otro punto que las visiones liberales nos habían casi hecho olvidar. El instrumento militar es eso, es un instrumento del Estado, eso de la “guerra es la continuación de la política por otros medios” (parafraseando más o menos a Carl von Clausewitz), sigue teniendo pleno valor.
Rusia presiona a Ucrania posicionando más de 100.000 hombres en la frontera común y en Belarús y una considerable fuerza naval en el Mar Negro, mientras que Ucrania hace lo propio mientras que recibe material de Estados Unidos y Reino Unido. La diplomacia, otro de los instrumentos imprescindibles de un Estado, no puede actuar en el vacio o, mejor dicho, no puede prescindir de la consideración sobre las capacidades militares. Una buena diplomacia puede servir de multiplicador de la capacidad de poder de un Estado, pero si esa capacidad es cero, el multiplicador no existe.
El caso del gobierno alemán, que se ha opuesto al envío de material militar a Ucrania, ha recibido diversas críticas, las cuales soslayan el hecho de la gran vinculación energética entre Moscú y Berlín, cuya manifestación más clara es el gasoducto Nord Stream 2 cuya aprobación final interesa a ambos Estados y que ninguno quiere utilizar como eje de discusión, mucho menos tomando en cuenta que si existe un Nord Stream 2 es porque hay un Nord Stream 1 que provee de 55.000 millones de metros cúbicos anuales de gas ruso a Alemania.
Francia, por su parte, está intentando mediar entre Kiev y Moscú: el viaje del presidente Macron a los dos países lo señala claramente. A París, cuya matriz energética de un 75% en base a energía nuclear, le permite poder acercarse a Rusia sin el temor a un impacto en su economía o a la temperatura de su población. Francia además tiene credenciales para hacerlo en nombre de la Unión Europea: es el único país de la misma que tiene un asiento permanente en el Consejo de Seguridad, que tiene capacidad militar nuclear, que tiene capacidad de proyección militar global, entre otros elementos a considerar.
Otro actor a considerar es Turquía. La visita del presidente turco Recep Tayyip Erdoğan a Kiev y la profundización de las relaciones en el ámbito militar es otro elemento de interés en esta situación de tensión. Los drones turcos, Bayraktar TB2, probados en combate en Siria, Libia, Azerbaiyán, donde operaron contra sistemas de defensa antiaérea rusos, serán producidos en Ucrania. La guerra moderna es intensiva en tecnología y todos lo reconocen.
La política turca nos señala dos puntos de interés: Por un lado, que las relaciones entre los Estados no son unidimensionales, sino multidimensionales. Los actores pueden tener relaciones donde hay ámbitos de mutua irrelevancia, otros de cooperación, otros de competencia y otros de conflicto. Así, Rusia y Turquía pueden cooperar en sus vínculos energéticos (las exportaciones rusas de gas a Turquía son la columna vertebral de la matriz energética turca) y otros de competencia o conflicto, como el caso sirio o el ucraniano que mencionamos. Nada es simple, y mucho menos en política internacional.
China, por su parte, ha implementado una política nixoniana en Eurasia. A pesar de que, por su historia e intereses, Rusia y China estarían más cerca al conflicto que a la cooperación en temas de interés central, la tensión creciente entre Rusia y Estados Unidos y entre Estados Unidos y China, ha terminado por acercar a Moscú y a Pekín. Si el Presidente Richard Nixon en 1972 visitó Pekín, luego de la apertura iniciada por Henry Kissinger, dejando de lado consideraciones perimidas para centrarse en una visión realista, lo mismo está ensayando Pekín con Rusia. La paradoja para el sistema internacional, es que Estados Unidos ha generado incentivos para la cooperación ruso-china que los mismos actores no habían podido generar por si solos.
La política de Washington hacia Rusia desde el fin de la Unión Soviética ha pasado desde la realidad del momento unipolar de los años 90 que llevó a decisiones que fueron vistas como imposiciones por parte de Moscú, y también por algunos en Washington como George Kennan o el mismo Richard Nixon.
Pero pasados más de veinte años desde el inicio de la expansión de la OTAN hacia los países de Europa Oriental y Báltico, ya Rusia no es lo que era. La asertividad rusa, manifestada en Georgia (2008), Crimea (2014), Siria (2015), hoy no deja lugar para imposiciones unilaterales. Washington se enfrenta a un desafío estratégico múltiple: no es posible profundizar de manera paralela las tensiones con Rusia y con China. Mucho menos en un contexto de crisis global por el COVID, divisiones políticas internas, crisis de la confianza de la población hacia la clase política y hasta inflación, como no se veía desde hacía décadas. Se requiere una relectura del sistema internacional.
Desde aquí, tenemos mucho que analizar y mucho que aprender de las acciones de las potencias directamente involucradas. El riesgo de perdernos en los detalles del despliegue militar o las decenas de declaraciones oficiales, es dejar de ver las tendencias.
Desde nuestro punto de vista es esencial entender que el sistema internacional, las decisiones políticas no pueden obviar las capacidades militares, pero tampoco los condicionamientos económicos.
Para todo lo demás están la ideología y la retórica, que no suelen ser buenas consejeras a la hora de orientar el accionar de un estado.
Paulo Botta
Coordinador
Departamento de Eurasia
IRI – UNLP