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Europa en el laberinto del nuevo (des)orden mundial
A principios de noviembre de 2019, en una entrevista concedida al diario británico The Economist, el presidente Macron anunciaba la ‘muerte cerebral’ de la OTAN, alertando al resto de países europeos sobre la real capacidad y el liderazgo de Estados Unidos, bajo la presidencia de Trump en aquél entonces, para defender a los aliados y los intereses de los europeos. En esa entrevista el presidente galo señalaba que Europa se encontraba “al borde de un precipicio”, por lo que urgía que los países de la Comunidad se pensaran estratégicamente como una potencia geopolítica autónoma. De lo contrario, el mandatario francés sentenciaba: los europeos «ya no tendremos el control de nuestro destino»[2]. La consideración del presidente francés no pasó desapercibida y reflejó la opinión de un creciente tendencia en el seno de la comunidad europea, orientada a romper amarras con la histórica subordinación geopolítica y militar en relación a Estados Unidos, en busca de mayores cuotas de autonomía y de mayor poder de decisión, capaz de construir su propio destino, también en el campo de la seguridad.
La guerra en Ucrania, cuya génesis se enmarca en la voluntad del Kremlin de restaurar su rol de potencia hegemónica euroasiática, ha ido configurando un nuevo orden mundial, alimentado por una escalada de nuevos conflictos y tensiones. A más de 5 meses del inicio de las hostilidades, de aquellos atisbos de autonomía, que predicaba una Europa más fuerte y soberana en el plano geopolítico, no queda huella alguna. Estas intenciones se han diluido en el fragor del nuevo escenario belicista que se ha instalado a sus puertas, sepultados en una subordinación cada vez más mayor, de ningún modo obligada ni ventajosa, hacia los intereses geopolíticos y de seguridad fijados por Estados Unidos y Reino Unido, siendo arrastrada a la arena de la peligrosa dinámica de la confrontación de bloques rivales.
No es ninguna novedad corroborar que desde ese fatídico 24 de febrero, cuando las fuerzas de la Federación Rusa invadieron Ucrania, en el marco de la política expansionista puesta en acto por el Kremlin y del incremento de las pulsiones nacionalistas en ambas naciones, el entorno de seguridad en el mundo se ha modificado sustancialmente. Ante nuestros ojos se ha comenzado a configurar un nuevo (des)orden mundial, en el que afloran nuevos conflictos o se reavivan algunos de los precedentes (Serbia-Kosovo, China-Taiwán, entre otros) de consecuencias impredecibles. Si una de las razones principales esgrimida por Putin para invadir Ucrania era detener el avance expansionista de la OTAN hacia sus fronteras, con su decisión ha obtenido todo lo contrario, propiciando la revitalización de una alianza militar, que se hallaba en estado de ‘muerte cerebral’, y el ingreso a la misma de dos países, Finlandia y Suecia, el primero limítrofe con la Federación rusa, históricamente neutrales.
Nadie respetuoso del derecho internacional y de la integridad de los estados soberanos puede consentir o ni siquiera justificar la invasión -que echa sus raíces en la nostalgia imperial de la Rusia zarista y de la más reciente hegemonía soviética en su ‘área de influencia’- ni la deliberada destrucción de las infraestructuras civiles de las ciudades ucranianas, con su ingente coste en vidas humanas, que el ejército de Putin, ante la impotencia de la comunidad internacional, está perpetrando. Alarmantes por demás se revelan las acusaciones y las graves denuncias internacionales de crímenes de guerra cometidos sobre la población civil que han salido a la luz (Bucha, Chérnigov, Mariupol, etc.) y que deberán ser debidamente investigados y sus ejecutores enjuiciados y condenados. Lamentablemente la guerra en el Donbáss ucraniano se vaticina muy larga, con dos ejércitos exhaustos y altos costes para ambos bandos, principalmente para las fuerzas ucranianas, sostenidas por los ingentes recursos –en armamento y equipamiento que le inyectan Washington y Bruselas. En las últimas semanas se han registrado lentos, aunque continuos, avances en el este del país del ejército de Putin, más preparado para una guerra ralentizada, contrastado por la oposición que exhiben las fuerzas ucranianas en campo militar y la voluntad de resistencia del sector mayoritario de su población. A medida que ha ido avanzando la guerra en la ex república soviética –con efectos devastadores: aproximadamente unos 10 millones de refugiados ucranianos, gradual destrucción de sus ciudades e infraestructuras, en la que unos tres millones y medio de ucranianos han perdido su vivienda- el rol de Europa como actor político autónomo ha ido diluyéndose. Su capacidad de incidir se ha ido desdibujando, incapaz de marcar una agenda propia en busca de una resolución pacífica y pactada del conflicto. Ello le hubiese permitido moverse con mayor independencia respecto a los dos bloques por la disputa hegemónica en el nuevo contexto internacional, que reconocen en EEUU, por un lado, y a China y Rusia, por otro, a sus principales actores. Al momento que dejan de hablar la diplomacia y el derecho internacional, ya se sabe, el estruendo de las armas y la lógica de la guerra acaban por imponerse, tiñendo todo el escenario.
La ONU, todavía anclada a una realidad geopolítica de los años de la guerra fría, tal como está configurada, más allá de la voluntad y los esfuerzos de su secretario general, ha confirmado toda su incapacidad para gobernar y afrontar la resolución de los conflictos, puesto que no responde ni a los desafíos ni a las urgencias del nuevo orden mundial. Los vetos cruzados la han condenado a la irrelevancia; apenas ha logrado intermediar para garantizar la salida de los puertos ucranianos las exportaciones de granos, en un acuerdo que empero no habría visto la luz –y está aún por verse el efectivo cumplimiento del acuerdo alcanzado- sin la activa participación de la Turquía de Erdogan, que ha ido acrecentando su protagonismo internacional en los últimos meses. Europa debería presionar e insistir para modificar radicalmente las dinámicas que impiden o ralentizan en los organismos internacionales, como la ONU, la toma de decisiones en busca de una solución negociada al conflicto, empezando por el tema del veto del que gozan las cinco potencias nucleares.
La principal respuesta europea a la agresión rusa ha sido la implementación de una serie de sanciones en el plano económico, con el propósito de debilitar al régimen de Putin y limitar sus fuentes de financiación, y al mismo tiempo facilitar el envío de armamento en apoyo a Ucrania, no sin provocar rupturas y debates acalorados sobre esta última cuestión en el seno de algunas coaliciones de gobiernos comunitarios, en especial Italia (Movimento 5 Stelle) y España (Unidas Podemos). El conjunto del paquete de sanciones, que acaban de alargarse medio año más, hasta enero de 2023, no parece que hayan surtido el efecto deseado, al menos en el corto plazo. Rusia ha logrado sortear en gran medida las sanciones, al tiempo que entre las decisiones tomadas, se han dejado de lado dos rubros claves, el gas y el petróleo rusos, principales fuentes de financiación de la guerra de Putin.
Al excluir al sector energético, las medidas sancionatorias no han logrado erosionar hasta ahora la principal fuente de financiación rusa. Por el contrario, Moscú ha comenzado a utilizar el gas, como privilegiada arma de presión política hacia las economías europeas, ya sea dosificando, ya sea disminuyendo o bien cerrando (como en estos últimos días, a Letonia) el flujo a través de sus gasoductos, generando alarma y suma preocupación, al exponer a varios países del continente a las drásticas consecuencias, derivadas de la crisis energética, de cara al próximo otoño e invierno. Ello ha determinado una subida importante en los precios de la energía, que está repercutiendo negativamente en las economías comunitarias; por su parte los países europeos –siendo Austria, Alemania y Letonia las mayormente expuestos- se hallan a la búsqueda de fuentes alternativas que puedan revertir, en una carrera contra el tiempo, su dependencia del gas ruso, al tiempo que la Unión acaba de poner en marcha un plan de racionamiento y ahorro energético, con diversas modalidades, aprobado en estos días. Esta dependencia en los últimos decenios de las economías europeas a las energías rusas, han hecho aflorar sensibilidades y posicionamientos no siempre unánimes que coexisten en su seno, en el que las constantes tomas de posición del xenófobo y antieuropeísta Orban, aliado de Putin y sin duda uno de los principales enemigos de una Europa sólida y fuerte, constituyen el dato más emblemático.
No son pocos, por demás, los dobleces, las contradicciones y retóricas cargadas de hipocresía que afloran en un escenario sumamente mutable, con nuevos desafíos, conflictos e inestabilidades, cuyas consecuencias resultan impredecibles. Preocupa, en dicha perspectiva, por ejemplo, el retroceso que implica la reciente decisión del parlamento europeo, al considerar la energía nuclear y el gas como ‘energías verdes’, así como el regreso, aunque de modo transitorio, de algunas economías europeas al carbón (Polonia, Alemania) para paliar la escasez energética, alargando con ello los plazos de la transición ecológica y de la promoción de las energías renovables que urgentemente debería acometer. No menor preocupación se percibe al ver que diversos países europeos, para superar su dependencia energética, hayan priorizado como nuevos proveedores de gas a regímenes de dudosa vocación democrática y no menos autoritarios que el de Putin, como Qatar, Emiratos Árabes y Arabia Saudita, sin olvidar el silencio ante las continuas violaciones de las libertades democráticas y los derechos humanos por parte de la Turquía de Erdogan, como contraprestación a su apoyo al ingreso de Finlandia y Suecia como nuevos socios de la Alianza atlántica. La tan aludida confrontación evocada por Europa entre democracias y tiranías del mundo exhibe toda la fragilidad de sus costuras, así como sus no pocas contradicciones, en las que los intereses económicos y la realpolitk vuelven a imponerse una vez más a las convicciones democráticas.
De momento las severas sanciones de las potencias occidentales y los esfuerzos de la guerra, en términos económicos, han provocado en Rusia un efecto relativo: según estimaciones del Instituto de Viena para Estudios Económicos Internacionales[3], el descenso del PIB ruso este año se ha fijado en torno al 6-7%. En Ucrania, en cambio, como resultado de la invasión, su PIB se habrá desplomado aproximadamente un 38%, con muchas de sus infraestructuras seriamente dañadas, colapsado el país financieramente y con su principal fuente de ingreso -los cereales- hasta hace poco bloqueada, a la espera que el reciente acuerdo para garantizar su exportación desde los puertos ucranianos -y atajar así la carestía y hambruna de los países no desarrollados- logre cumplirse íntegramente. Son las economías de la Comunidad Europea las mayormente afectadas por el conflicto a sus puertas. Son los europeos quienes padecen directamente los efectos de la guerra expansionista del Kremlin: en primer lugar una creciente inflación, en muchos casos de dos dígitos, la crisis energética, al tiempo que un futuro cargado de incertidumbres, con la recesión como principal amenaza y preocupación, comienza a avizorar en el horizonte, golpeando las puertas de varias de las maltrechas economías del continente. Un panorama sin duda sombrío y preocupante que anuncia inestabilidad y conflictividades sociales en las economías europeas más vulnerables para el próximo otoño e invierno. Por el contrario, el conflicto bélico le ha reportado a Estados Unidos significativos beneficios, tanto por el incremento de las ventas de su gas licuado a Europa y el aumento en las exportaciones de armas para el florecimiento de su industria armamentística como por la revitalización de la OTAN como bloque militar supeditado a sus intereses estratégicos.
Cada vez que Europa debe afirmarse con voz propia en el contexto internacional como protagonista de relieve, con una política exterior autónoma, orientada a la cooperación internacional y a la superación pacífica de los conflictos, dicha perspectiva no logra desplegarse y acaba malográndose. El punto de llegada de esta nueva configuración y colocación europea en el tablero internacional ha sido la reciente Cumbre madrileña de la OTAN, que ha tenido lugar a finales de junio pasado. El summit atlantista ha sancionado la completa subordinación europea a los designios de hegemonía de los Estados Unidos y Reino Unido –la Alianza ha sido fundamentalmente, desde sus orígenes, una entente militar anglo-estadounidense, que ha descansado sobre el presupuesto de ambas naciones-. Estados Unidos, a partir de la invasión rusa a Ucrania, ha ido acrecentando su retórica belicista, arrastrando a sus propias posiciones a Europa. Es oportuno recordar que, pocas semanas después del inicio de la hostilidades en Ucrania, el máximo representante de la diplomacia y seguridad europeas, Joseph Borrell, habló de una fuerza de despliegue europea de 5000 efectivos, algo que llevaba varios años de discusión sobre la mesa. Sin embargo, el alto representante aclaraba en toda ocasión que ello no significaba el embrión de una autónoma política de defensa ni de un futuro ejército europeo, en alternativa o sustituta a la OTAN, aseverando que «la defensa territorial colectiva de Europa es la OTAN y no hay alternativa para ello»[4].
«Ningún país del mundo», afirma el ex diplomático Augusto Zamora, desde las guerras napoleónicas hasta la II guerra mundial, «se ha beneficiado tanto de las debacles europeas como EEUU»[5]. El autor ha acuñado el concepto ‘síndrome de Normandía’ para explicar la deuda de gratitud que Europa viene contrayendo -y realimentando- hace largos decenios con el aliado transatlántico. Sin desmerecer la importancia de este célebre evento de la II Guerra Mundial, al abrir un segundo frente en territorio europeo ocupado por los nazis, episodio «insistentemente conmemorado, alabado, homenajeado y jaleado de mil formas, desde el cine a los discursos», Zamora opina que en verdad el Día D, concebido como el momento clave que había decidido la conflagración bélica, en verdad «habría tenido un impacto menor en el desarrollo del conflicto mundial». El desembarco en las costas normandas instaló como hecho incontrastable que EEUU había ganado la guerra y había salvado a Europa de los nazis, desconociéndose que para mediados de 1944, «el Ejército Rojo había destruido el espinazo del ejército nazi, de Stalingrado a Kursk»[6], permitiendo que pocos meses más tarde, principios de enero de 1945, los soviéticos ya combatiesen en territorio alemán, mientras las fuerzas anglo-estadounidenses en esos mismos días eran detenidas en las Árdenas, en Bélgica.
La reciente cumbre madrileña ha corroborado la vigencia del mencionado ‘síndrome’, tan presente entre los europeos. La OTAN ha evidenciado asimismo la superposición de roles y cometidos entre estados soberanos europeos y los propósitos de una alianza de carácter militar, en principio ‘defensiva’, cuyos orígenes se remontan a los años de la Guerra Fría, pero que ha demostrado una asombrosa capacidad para amoldarse y reconvertirse a los nuevos retos y a las prioridades hegemónicas fijadas por Estados Unidos. Si en la cumbre atlántica de 2010, Rusia era concebida como un «socio estratégico» de la OTAN y en el documento final no se incluía a China, en 2022 se establece que el Kremlin constituye la amenaza «más significativa y directa» para la seguridad de la Alianza, mientras que China es mencionada como ‘desafío’ para sus intereses vitales. La alianza fija también el objetivo que en los próximos años todos sus miembros deberán elevar el gasto en defensa hasta alcanzar el 2% de sus PIB; esta carrera armamentista beneficia en primer lugar a la industria estadounidense, habiendo provocado malestar en algunas coaliciones de gobiernos de los países miembros, como España e Italia, interesados algunos de los socios de estos gobiernos en volcar dichos recursos, no a temas de Defensa, sino a reforzar los presupuestos en educación y a apuntalar la sanidad pública y el estado del bienestar, tensionados después de la traumática experiencia de la pandemia de estos últimos años.
Asistimos a la configuración de un nuevo orden mundial, en el que Europa ha reforzado su pertenencia atlantista y su subordinación a los propósitos hegemónicos de los Estados Unidos. Si la cumbre de la OTAN refrendó que Rusia constituye el ‘enemigo oficial’, China es el contrincante real, político y económico, concebido como un verdadero ‘desafío’ para las economías occidentales, a ‘sus intereses, seguridad y valores’. La verdadera intención se halla dirigida a avivar la confrontación con China, a la que Estados Unidos, preocupado por contrarrestar su pérdida de protagonismo mundial y los cuestionamientos a su hegemonía internacional, parece empeñado en sumar a sus aliados europeos. La competición hegemónica con China, observa Pablo Bustanduy, «es el eje indisimulado de la política exterior de Biden; en la cumbre de la OTAN de Madrid se formalizó la consideración de los ‘desafíos sistémicos’, que presenta China como una prioridad absoluta para la alianza»[7]. La prevalencia en campo mundial de los Estados Unidos, corroborada a través del nuevo concepto estratégico que sancionó la cumbre atlantista, se sostendría pues, en dos pilares: el acorralamiento de Rusia en Europa y el acoso a China como principal rival político y económico.
La invasión de Ucrania ha acentuado por otro lado el acercamiento ruso-chino (el polémico viaje de la speaker Nancy Pelosi a Taiwan, definida por China como «una provocación injustificable», no ha hecho más que reforzar esta asociación estratégica), mientras que los países del Sur global, muchos de los cuales no se han sumado a las sanciones o al aislamiento de Rusia, parece que no encuentran demasiadas razones objetivas para unirse al frente atlántico, cuyos tentáculos parecen querer expandirse hacia Oriente, hipotizando conflictos en el área Asia/Pacífico. Por otro lado, diversos actores están reposicionándose, como es el caso de Turquía, que aprovecha la nueva coyuntura, para convertirse en puente y socio comercial de Rusia para sortear las sanciones europeas y al mismo tiempo se esfuerza en proyectarse en el plano internacional, al erigirse en mediador entre las dos partes del conflicto, como se ha podido corroborar en el reciente acuerdo siglado con el fin de desbloquear la exportación de grano desde los puertos ucranianos.
La OTAN acuerda nuevas prioridades y – en función de los nuevos intereses geopolíticos fijados por Estados Unidos en términos de ‘competencia estratégica’- arrastra a sus socios europeos en una perspectiva de conflicto contra el eje euroasiático (al que, además de China y Rusia, van añadiéndose gradualmente otros actores, como India, potencia dominante en el Índico). Esta perspectiva de enfrentamiento de ningún modo responde a los intereses vitales de Europa. En dicha contienda los países del continente tienen muy poco que ganar. Debe tenerse en cuenta que, en el actual reequilibrio de alianzas global que está promoviendo la guerra en el Donbáss ucraniano, confrontar a China de forma directa es acercarla un poco más a su ya aliada Rusia. «Al Gobierno estadounidense -advierte Augusto Zamora, autor del reciente ensayo De Ucrania al mar de la China. El eje ruso-chino ante un Occidente roto[8]-, solo le importa la creación de una pinza gigantesca que envuelva a Rusia y a China, y para lograrlo necesita a Europa». Los europeos mantienen con el coloso asiático un equilibrio muy complicado, vínculo que se ha vuelto todavía aún más enrevesado a partir de la guerra en Ucrania y la postura ambigua de Pekín respecto al conflicto. Sin embargo, Europa debería estar interesada, mucho más que su aliado estadounidense, en plasmar con China una relación fructífera, pragmática y cordial. La batalla por la hegemonía global entre Washington y el gigante asiático se perfila como la contienda más desestabilizadora de los próximos años y se corre el riesgo de que Europa acabe siendo el pato de la boda en esta cada vez más preocupante escalada de conflictos y tensiones que dominan la escena internacional.
Europa se halla sumida hoy en una encrucijada; su iniciativa y las perspectivas de incidir en el nuevo contexto internacional, donde va delinéandose el nuevo orden multipolar, con nuevos centros de gravedad y marco de alianzas, se revelan muy acotadas. Al abrazar la nueva perspectiva estratégica de la alianza atlántica y habiendo abdicado de su vocación de puente cultural y de interlocutor entre las diversas realidades emergentes de este nuevo orden multipolar, su capacidad para incidir en el tablero internacional, con voz propia, se halla muy mermada. Si renuncia a gobernar, con una política exterior propia, la retórica agresiva y los conflictos y tensiones en acto, Europa corre riesgo de quedar en la irrelevancia:
advierte con su habitual lucidez el filósofo Massimo Cacciari». El debate aún pendiente que debe abordar Europa, como resguardo de un rico patrimonio de ideales, libertades y valores que descansan en la vigencia de la democracia plena, la defensa de los derechos humanos y el pluralismo, es una profunda reflexión de sus liderazgos políticos acerca de su colocación en el tablero internacional: el desafío es cómo lograr que ese patrimonio de ideales y valores que trazaron los padres del europeísmo –como los antifascistas italianos Ernesto Rossi y Altiero Spinelli-, y que, entre otros, promovieron Adenauer, Schumman y De Gasperi, puedan verse cumplimentados en la construcción de una Europa más sólida y unida, promotora de la paz en el campo geopolítico, en condiciones de gobernar las tensiones globales y labrar la convivencia pacífica entre estados a partir de ese patrimonio de ideas y valores.
Una vez más, los procesos de cambio, ruptura o inflexión, en lugar de actuar como una oportunidad e inestimable ocasión orientada a diseñar una sólida política autónoma del bloque europeo en el nuevo contexto internacional, erigiéndose en actor significativo en esta nueva etapa gobernada por multiplicidad de tensiones y conflictos, parecen confirmar la vigencia del ‘síndrome de Normandía’, condicionando la colocación, las iniciativas y los vínculos geopolíticos y estratégicos de la Europa actual.
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Notas
[1] Doctor en Filosofía y Letras (Università degli studi di Milano) y Doctor en Filología (Universidad de Salamanca). Integrante del Departamento Europa (IRI-UNLP) y del IEMYRhd-Universidad de Salamanca.
[2]. «Emmanuel Macron warns Europe: NATO is becoming brain-dead», The Economist, 07-11-2019; https://www.economist.com/europe/2019/11/07.
[3]. Véase https://wiiw.ac.at/. Para los informes del Wiiw sobre Rusia y Ucrania, véase la página web del Instituto: https://wiiw.ac.at ; respectivamente https://wiiw.ac.at/russia-overview-ce-10.html y https://wiiw.ac.at/ukraine-overview-ce-14.html
[4]. G. Soriano, Indodefensa, 29-07-2022; https://www.infodefensa.com/texto-diario/mostrar/3839138/
[5]. A. Zamora, «El síndrome de Normandía y la Europa cautiva», Diario Público, 24-07-2022; https://blogs.publico.es/otrasmiradas/62202/
[6]. A. Zamora, op. cit.
[7]. P. Bustunduy, «¿Por qué es tan peligroso el viaje de Nancy Pelosi a Taiwan?», Diario Público, 03-08-2022,https://blogs.publico.es/dominiopublico/47267
[8]. A. Zamora, De Ucrania al mar de la China. El eje ruso-chino ante un Occidente roto, Madrid, Editorial Akal, 2022.
[9]. M. Cacciari, «Se l’Europa rinuncia a governare la guerra tra Usa, Russia e Cina», La Stampa, 08-08-2022; https://www.lastampa.it/editoriali/lettere-e-idee/2022/08/08/news
[10]. P. Bustunduy, cit.; Diario Público, 03-08-2022, https://blogs.publico.es/dominiopublico/47267