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Un largo regreso: condicionantes y oportunidades del rol de México en América Latina (2018 – 2021)
Introducción
Es poco probable que los Estados Unidos Mexicanos pasen desapercibidos a la hora de evaluar la influencia de los principales actores estatales en América Latina. Al igual que Brasil, ambos países cuentan con un peso específico en el escenario regional y global compuesto tanto por la acumulación de capacidades materiales como por la construcción e implementación de herramientas más sutiles pero igualmente relevantes como lo son sus frondosas tradiciones en diplomacia multilateral y cultural.
Sin embargo, a la hora de profundizar en torno a la integración regional, nos encontramos con trayectorias diversas. No solamente en función de las relaciones entre ambos países, sino, y principalmente en cuanto a sus respectivas ambiciones y proyecciones de poder, moldeadas y transformadas por múltiples factores. Estos proyectos han tenido momentos de auge, declives e impasses, no obstante en la primera década del Siglo XXI los roles de ambos estados parecían encaminarse hacia una repartición más o menos estable.
Las transformaciones que sacudieron y sacuden el panorama político en tiempos recientes (tanto a nivel global como regional) han alcanzado a México. La asunción de un presidente como Andrés Manuel López Obrador (AMLO) ha reconfigurado el mapa en función de una narrativa que hace bandera de la austeridad, la impugnación al neoliberalismo emparentado con la corrupción y la confrontación con los principales partidos (PRI – Partido Revolucionario Institucional y PAN – Partido Acción Nacional) como personeros de una clase política aventajada y distanciada del sentir popular; narrativa que al mismo tiempo posee un relato particular en materia de política exterior que no necesariamente es tan rupturista y distanciado de sus antecesores. Es posible, a partir de la identidad posneoliberal de AMLO y MORENA (Movimiento Regeneración Nacional), así como de la construcción discursiva de su administración, situar el ciclo actual de México más próximo a los gobiernos “progresistas” conosureños de la primera década del siglo que a sus propios antecesores en el cargo. Igualmente, el impulso de la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe) consiste en una de las principales líneas de acción preceptuada por parte de los funcionarios del gobierno mexicano. La integración regional hacia el resto de América Latina en el marco de su inserción internacional es para la presidencia actual una problemática que asemeja la resolución de un cubo mágico: en ella encontramos dimensiones que se auto excluyen mutuamente; y los avances así como el enfoque en un área conspiran en contra de la integridad y coherencia del resto.
La intención de este trabajo es identificar las “caras” del cubo, representado por las áreas y zonas de interés relevantes para la política exterior mexicana y sus prioridades e intereses tanto heredados como impulsados por el gobierno actual. Al igual que el popular rompecabezas, veremos que en tanto éste no se encuentre resuelto, siempre existen retazos de un área en terreno de la otra, y la tarea más difícil es obtener la uniformidad o coherencia de una zona sin afectar al resto.
Las áreas que nos abocaremos a analizar serán: la matriz de política exterior mexicana heredada por AMLO como punto de partida ineludible, en particular lo relativo a la cuestión de la integración latinoamericana; las complejidades de su inserción internacional a partir de la asunción y las novedades de la administración morenista, los movimientos tectónicos que sacudieron a sus principales asociados (Estados Unidos, la Alianza del Pacífico) y potenciales competidores (Brasil, Argentina); y la proyección de la CELAC como espacio natural del liderazgo regional mexicano.
La matriz de la política exterior mexicana
Una región puede caracterizarse en términos geográficos, culturales, económicos, políticos, o como una suma de todos estos criterios (o incluso más). Tomando a la región de América Latina como una “entidad socialmente construida” (Oyarzún, 2018), encontramos en la identidad internacional mexicana una superposición de caracteres que le permite imaginarse como miembro de varios esquemas, muchas veces contradictorios entre sí. México puede imaginarse como país atlántico y pacífico; como el sur de Norteamérica o el norte de Latinoamérica; como país norteño, caribeño o centroamericano; como potencia o como apéndice; como centro y como periferia.
El mojón en los tiempos recientes que terminó por resolver la pertenencia polivalente de México fue la suscripción del TLCAN – NAFTA (Tratado de Libre Comercio de América del Norte) en el año 1994 bajo la presidencia de Carlos Salinas de Gortari. Dicho tratado además de consolidar la vinculación económica entre México y el resto de América del Norte (en especial con Estados Unidos), también representa al libre comercio como uno de los pilares de la política exterior que llevarían adelante las sucesivas administraciones con rango de consenso bipartidista al cabo de la democratización alcanzada en el año 2000; y la propia apertura democrática representada por la llegada del PAN al poder interrumpiendo la histórica hegemonía priísta añadiría un nuevo elemento a la política exterior. No obstante, mientras la apertura y liberalización comercial se mantuvieron inalteradas, la defensa de la democracia tuvo un mayor grado de intermitencia entre las prioridades de la diplomacia mexicana (Covarruvias, 2016).
Esta agenda implicó que México se acercara a América del Sur en particular desde una posición desventajosa. Durante el auge de la “marea rosa”, compuesta por gobiernos de tinte neo desarrollista, progresista y autonómico, la mayoría de los cuales conformados a partir de un fuerte rechazo a las experiencias neoliberales de las décadas de los 80 y 90, México se posicionó como el defensor de estas experiencias de globalización, apertura y reducción de barreras comerciales. La percepción de este tipo de iniciativas en materia de integración fue fuertemente impugnada por estados como Argentina y Venezuela, dando como resultado la cumbre de Mar del Plata en la cual terminó por hundirse el proyecto norteamericano del ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas), extensión natural del NAFTA.
Más allá de una cuestión mediada por mera sensibilidad ideológica, lo que quedaría demostrado en la cumbre de Mar del Plata fue que México estaba intentando regresar a una región donde no había espacio suficiente para dos jugadores de peso: Brasil percibió al ALCA como una amenaza para su entramado industrial y para la posibilidad de su expansión sudamericana (Actis, 2021). El gigante sudamericano encontraría, en Venezuela y Argentina, socios dispuestos a sumarse a su proyecto de internacionalización e integración posneoliberal de raigambre conosureña, estructurado en torno a organismos como MERCOSUR y UNASUR, con énfasis en la concertación política y la conformación de un “otro” sudamericano que para algunos de estos estados discutiera la hegemonía norteamericana sobre el hemisferio; pero no para Brasil, quien procuró convertirse en el líder e interlocutor de toda la región.
A partir de esta reconfiguración sobre el espacio sudamericano se terminaron por conformar dos esquemas con sus propias características: el regionalismo autónomo liderado por Brasil por un lado y el regionalismo abierto por el otro. México, señalado peyorativamente en ocasiones como el personero de los intereses de Estados Unidos, encontraría su espacio ideal en este último esquema.
A partir de una concepción de la integración basada en “la libertad de comercio, la atracción a las inversiones extranjeras, los acuerdos de libre comercio, la explotación de las ventajas comparativas (fundamentalmente la explotación de recursos naturales) y el desarrollo puesto en relación a la integración en el capitalismo global del siglo XXI” (Merino, 2017) se conformó la Alianza del Pacífico. Este organismo, lejos de representar una contestación al orden hegemónico, buscó la adaptación al mismo desde una perspectiva realista y pragmática, con énfasis en la necesidad de gestionar una alianza con la potencia norteamericana.
Así las cosas, la inserción de México para con el Cono Sur quedó estructurada bajo estas guías rectoras: por un lado la relación estrecha con Estados Unidos basada en profundos lazos históricos, sociales y culturales, a la cual se añaden cuestiones de interés y gestión mutua como el status de México de “corredor” para los flujos de migrantes centroamericanos y del propio sur mexicano, la cooperación en materia securitaria y el control de fronteras, así como la suscripción del NAFTA en materia económica. Ello consagra la relación como absolutamente prioritaria para la política exterior mexicana: esta vinculación fundamental y su carácter asimétrico, ponen en perspectiva e informan cualquier tipo de relación con terceros. Por otro lado, encontramos acercamientos más o menos frecuentes hacia América Latina con énfasis en Centroamérica, a partir de iniciativas tales como el “Proyecto Mesoamérica” estrategia de desarrollo e integración subregional implementada desde la Amexcid (Agencia Mexicana de Cooperación Internacional para el Desarrollo), el “Fondo Yucatán”, destinado a financiar proyectos de infraestructura, y la participación mexicana en la Conferencia sobre Prosperidad y Seguridad en Centroamérica, destinada a atender las principales causas tras el fenómeno de la migración; por último se encuentra la cambiante y variable relación hacia el Cono Sur, la cual, como ya se ha visto, ha atravesado momentos de mayor y menor tensión y densidad, y donde se privilegió la lógica bilateral y la apuesta a esquemas de regionalismo abierto en contraposición con la apuesta brasileña al regionalismo autónomo – posneoliberal.
Sin embargo a partir de la presidencia de Felipe Calderón (2006 – 2012) es posible observar una renovado interés mexicano en función de profundizar en su incidencia regional. Con esta finalidad, la Secretaría de Relaciones Exteriores apostó a la creación de la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños) en el año 2010. Este organismo a pesar de contar con cierta reticencia por parte de Brasil quien en el 2009 planeaba mantener como espacio a la CALC (Comunidad de América Latina y el Caribe), representó una modesta victoria para México, cuya tesitura fue integrar a la CALC con el Grupo de Río en lo que a la postre se conformaría como CELAC. El organismo entraría en un impasse a posteriori de este impulso inicial hasta ser recobrado por el gobierno de López Obrador, y además vendría a sumar un esquema superpuesto a varios de los cuales ya se han comentado, pero le permitió a México demostrar su poder de convocatoria y reflejar un grado de influencia regional, en particular en un momento político en el cual indudablemente los vientos aún resultaban favorables para Brasil en el rol de player regional.
En líneas generales esta es la matriz de política exterior de México en las relaciones y dimensiones que interesan a los fines de este ensayo tal como se ha estructurado en el siglo XXI; a continuación, se analizará cuál ha sido la concepción de la administración obradorista a partir de los condicionantes y limitaciones de esta matriz y las transformaciones en los diversos contextos frente a los cuales se ha debido desarrollar su política exterior.
López Obrador: ¿Rupturas o continuidades?
Andrés Manuel López Obrador fue ungido al frente del Poder Ejecutivo mexicano en el año 2018 con una impronta que deliberadamente procuró diferenciarse de sus antecesores, tanto del PRI como del PAN. La trayectoria del presidente es representiva del desgajamiento del propio sistema partidario impugnado: su evolución política atravesó tanto el PRI, el partido otrora emblemático de la Revolución Mexicana que a lo largo del Siglo XX evolucionó hacia el neoliberalismo en particular desde la década del 80 y hacia la “dictadura perfecta” según Vargas Llosa, perpetuándose en el poder y permitiendo una alternancia meramente enunciativa, interna al mismo partido; al PRD (Partido de la Revolución Democrática), el partido personero de la ideología nacionalista y popular emparentado al ala izquierda del PRI (del cual Lopez Obrador fuera fundador); y su iteración actual en MORENA, desde el cual defiende un modelo de carácter socialdemócrata.
Como se mencionado, la identidad política del gobierno morenista se encontró definida desde un principio en oposición a la partidocracia mexicana señalada como un sistema oligárquico que reemplazó la uniformidad priísta por una democracia limitada a lo puramente formal en la cual la conducción del estado rota entre las grandes formaciones partidarias, más ello no implica una transformación significativa para el común del pueblo sino una puja intra elitista. En la cosmovisión obradorista, lo que antes fuera una disputa intra partidaria pasó a ser luego de la democratización una lucha entre los sectores aventajados que conducen las formaciones partidarias más importantes, quienes se encuentran unificados por su adscripción común a la ideología neoliberal, identificada con el saqueo y la corrupción del estado.
En contraposición se erige la “Cuarta Transformación” (a menudo abreviado 4T) como el modelo posneoliberal mexicano. Esta conceptualización del gobierno actúa en función de insertarlo directamente en la corriente histórica de las anteriores “tres transformaciones” que se reivindican frente a las sucesivas administraciones caracterizadas por la corrupción (tal como identifica al neoliberalismo como “neoporfirismo”). Estas tres transformaciones (la Independencia de México, la reforma de Benito Juárez y la Revolución Mexicana) implican una reivindicación de gestión estatal virtuosa, honesta y con eje en el bienestar de las clases populares.
Muchas características de este discurso no son extrañas; de hecho son ejes comunes al discurso de varios de los gobiernos posneoliberales latinoamericanos cuyo auge tuvo lugar en la década pasada. En este sentido la identificación no es antojadiza, con lo cual cabe preguntarse acerca de los principios a partir de los cuales se ha estructurado la política exterior de López Obrador y en qué medida estos se corresponden con su calidad de “progresista tardío”.
AMLO asumió con una visión que pretendió integrar las líneas rectoras de la política exterior mexicana y donde, a pesar de los diversos elementos rupturistas que hemos definido con anterioridad, no escapó de lo establecido por la matriz que sus predecesores asentaron en materia de relaciones exteriores. Ante todo, la tesitura principal que caracteriza la política exterior privilegia la dimensión local por sobre la internacional, tal como lo ha expresado repetidamente López Obrador bajo el lema “la política interior es la mejor política exterior”, contando con pocos viajes del presidente hacia los países vecinos (con prioridad hacia los Estados Unidos); y recostando la diplomacia sobre la figura de funcionarios como el Canciller Marcelo Ebrard y Efraín Guadarrama (Director de Organismos y Mecanismos Regionales Americanos de la Cancillería). Por otra parte, la conceptualización desarrollada de la política exterior realizada por López Obrador retrata y ejemplifica hasta qué punto la matriz analizada en el punto II de este trabajo actúa como condicionante y marco de referencia para una administración pretendidamente rupturista.
Pese a la simpatía expresa de AMLO por algunos movimientos de la “marea rosa” así como de los personeros vigentes de dichos órdenes (Evo Morales, Alberto Fernández) y su impugnación del neoliberalismo, esto no ha recibido una traducción automática en la gestión de las relaciones exteriores mexicanas actuales hacia un esquema posneoliberal de integración regional similar al regionalismo autónomo potenciado otrora por Brasil o una discusión abierta de la hegemonía estadounidense en la región.
En cuanto a América Latina y el Caribe, López Obrador ha señalado que su gobierno: “ratifica su pertenencia histórica y cultural a dichas regiones e impulsa con énfasis los intercambios económicos, culturales, científicos, tecnológicos y deportivos que abonen a la causa de la integración latinoamericana.” (López Obrador, 2019, pp 95) para inmediatamente indicar que “Esta disposición está siendo especialmente marcada hacia las naciones centroamericanas, con las cuales hay estrechos vínculos por cercanía, cultura e historia compartida” (López Obrador, 2019, pp.96). Esta disposición no es meramente testimonial: a pesar de las buenas intenciones, las complejidades y problemáticas del vecindario son lo suficientemente acuciantes para obtener una calificación prioritaria entre los intereses mexicanos: en concreto, la cuestión migratoria en Centroamérica. Víctima del pragmatismo y la necesidad de garantizar la marcha de las relaciones con Estados Unidos, el rol de México en la zona, lejos de la apelación inicial a la negociación y a contar con una mirada humanitaria sobre el fenómeno migratorio, se vió endurecido ante la amenaza de Donald Trump de imponer aranceles a los productos mexicanos, obligándolo a replicar una política de expulsión y baja tolerancia para con los migrantes centroamericanos.
Más allá del idealismo, la proyección cambiante de México hacia el resto de la región, la raigambre ideológica de sus líderes y cualquier otro factor que se pretenda tener en cuenta, la densidad del vínculo con Estados Unidos es la nota tónica de la política exterior mexicana y es la referencia ineludible detrás de la cual se encolumna cualquier tipo de iniciativa en paralelo. Como puede observarse en el caso de los migrantes, también puede ser un poderoso factor de disuasión para la innovación y el planteo de proyectos propios en tanto no se amolden a la dirección indiscutida de la potencia. Esto para AMLO es claro: “La pertenencia de México a la región de Norteamérica, junto con Estados Unidos y Canadá es, por otra parte, una realidad histórica, política y económica insoslayable (…) y colocan la relación con esas naciones como la mayor prioridad de la política exterior” (López Obrador, 2019, pp.96).
El contexto: desafíos y oportunidades
Si hasta el momento se han desarrollado algunas de las caras del cubo que hemos adoptado como metáfora para situar las áreas consideradas relevantes para el análisis del período actual mexicano en forma de una matriz rígida de política exterior, la identidad disruptiva de AMLO al interior del país pero pragmática y constreñida al exterior, ahora es momento de exponer brevemente la última en forma del contexto actual, donde además se pondrán en movimiento los posibles ajustes entre estas diversas realidades que vienen a colisionar en el diseño de la política regional.
Este contexto, lejos de brindar una continuación natural e inalterada de los períodos que se han expuesto con anterioridad, se constituye como un ciclo extenso de convulsiones de diversa índole, especialmente aceleradas por la irrupción de la pandemia del Covid – 19. Para México esto ha tenido variaciones profundas en relación a las terminales de sus vinculaciones internacionales. Por parte de Estados Unidos, el principal socio/condicionante, la Cuarta Transformación debió acoplarse sucesivamente a las presidencias de Donald Trump y Joe Biden, las cuales a su turno plantearon desafíos que tensionaron y pusieron a prueba la capacidad de adaptación y pragmatismo del gobierno mexicano, ya sea frente a la presión de Trump por el rol de México en la cuestión migratoria, la renegociación del T – MEC (sucesor y continuador del TLCAN) o el abierto desprecio de Trump por los mexicanos; o bien frente a la agenda progresista y ambiental de Biden que ha sido menospreciada por López Obrador como una pantalla del neoliberalismo para encubrir y distraer la atención de la corrupción e injusticias engendradas a partir de dicho sistema económico, o el hecho que fuera uno de los últimos mandatarios en reconocer el triunfo de Biden en las elecciones del 2020.
En cuanto a América Latina y específicamente el Cono Sur, encontramos un escenario de desguace generalizado de los esquemas de integración tanto abiertos como autónomos, una situación que quedó expuesta de manera patente en la bajísima capacidad de reacción conjunta que los países y organismos de la región demostraron frente a la irrupción del Covid – 19. El esquema autónomo otrora vigente aún no ha podido reponerse de la defección de Brasil: la crisis del gobierno petista de Dilma Rousseff que derivó en el proceso de impeachment inauguró un ciclo neoliberal de la mano de Michel Temer que continúa bajo las formas radicalizadas de conservadurismo eclesiástico – militar de Jair Bolsonaro. En materia de política exterior, esto significó el abandono de Brasil de su rol de pívot regional en búsqueda de convertirse en el personero de la extrema derecha global (y en particular del trumpismo, una estrategia encallada luego de la salida del poder del norteamericano), a lo cual se sumaron en su turno las respectivas convulsiones en el resto de los estados que suscribieron al modelo posneoliberal de integración regional: la profunda y duradera crisis venezolana, el giro de Argentina durante la presidencia de Mauricio Macri y la posterior crisis de deuda que circunscriben su actuación internacional y las accidentadas transiciones en Ecuador y Bolivia. La baja densidad nacional en todos estos estados es una dificultad agregada que virtualmente ha provocado que aquellos “zapatos grandes” dejados por Brasil continúen vacíos, pero que a su turno abren una posibilidad para el retorno de México.
Una similar consideración cabe realizar en cuanto a los estados personeros del regionalismo abierto. Mientras que la presidencia de Trump asumió las relaciones económicas con sus socios como un juego de suma cero, desinteresándose y alienando dichas vinculaciones, varios de estos países se vieron inmersos en crisis sociales y políticas de amplia magnitud que sacudieron el panorama político a sus respectivos interiores como lo fue el caso de Perú, que terminaría ungiendo a Pedro Castillo o las movilizaciones chilenas que desembocaron en el proceso constituyente. Todos estos casos además de la discusión en torno al modelo económico y sus consecuencias sociales implican por extensión una crítica a la arquitectura institucional regional que los garantiza, con similares consecuencias para el posible liderazgo regional de cualquiera de estos estados de las que hemos señalado en el caso de las crisis en el esquema del regionalismo autónomo.
Para México se trata de una situación con particularidades que incumben como hemos mencionado un movimiento cuidadoso de inserción regional: su ámbito natural del regionalismo abierto cuenta con un bajo impulso, pero a su vez la personalidad de López Obrador y su discurso han criticado repetidamente al neoliberalismo como ideología subyacente a estos procesos; por otra parte, el vacío de Brasil deja un espacio que prácticamente ningún otro estado del Cono Sur está en condiciones de ocupar, pero ello a su vez significa la adscripción a esquemas posneoliberales extraños en cierta medida a la tradición diplomática mexicana reciente; por último, como hemos visto, la mayor aserción en torno a una integración “sureña” se topa con la prioridad norteña y el papel que Estados Unidos tiene para las relaciones exteriores mexicanas. En efecto, podemos observar en esta abreviada reseña el cuidadoso equilibrio que implica el armado del “cubo” o rompecabezas mexicano: el movimiento de una pieza puede resultar en el desajuste de otra área y atentar en contra de la coherencia del todo.
La CELAC: ¿El retorno posible?
A pesar de todas estas complejidades, México tiene en la actualidad su apuesta por la integración regional. La misma se corporiza mediante la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños). Al cabo de su formación, los ambiciosos objetivos de México en función de posicionarla como el ámbito principal de integración regional fueron desacelerando y al impulso inicial le siguió un período de introversión (denominado “Proceso de Reflexión”) similar al de muchos organismos regionales en un proceso análogo a los que ya hemos desarrollado. El quiebre estaría dado por la administración de López Obrador, la cual ratificó a la CELAC como él ámbito natural donde expresar las intenciones de un liderazgo mexicano en América Latina. En función de ello presentó su candidatura a ocupar la Presidencia Pro Témpore del Organismo, la cual asumió en el año 2020 y ratificó para el 2021. Si bien la crisis derivada por la Pandemia del Covid – 19 impactó en la agenda establecida para la PPT, México se apuntaría un triunfo diplomático con la organización de una Cumbre de CELAC después de 5 años de impasse (Guadarrama, 2021): dicha cumbre ratificó el poder de convocatoria mexicano en una época caracterizada por la dispersión en materia de integración y vigencia de organismos regionales, además de conseguir posicionar a la misma como un foro latinoamericano desde el cual dialogar con elementos extrarregionales como la ONU, la UE y China (mediante la participación de Antonio Guterres, Charles Michel y Xi Jinping). Como corolario, la cumbre contó con una serie de declaraciones sobre diversos temas (Declaración Política de la Ciudad de México y siete Declaraciones Especiales) e incluso sentó las bases para instituciones de orden multilateral como el Fondo CELAC para la Respuesta Integral a Desastres y la Agencia Latinoamericana y Caribeña del Espacio (ALCE) con sede en México.
Ahora bien, ¿Cuál es la concepción del gobierno mexicano de esta herramienta remozada de integración regional? Varias de las claves para determinarla fueron otorgadas por el propio López Obrador frente a los representantes de los países miembros de la CELAC. En primer lugar, AMLO conjugó elementos que podrían ser interpretados como herederos de la tradición autonómica de negociación conjunta: en concreto el posicionamiento frente al injerencismo estadounidense como principal obstáculo del “Ideal” de la integración, a lo cual en la actualidad se le suma la fuerza centrífuga de los movimientos neoconservadores. El otro elemento es la reivindicación de la Revolución Cubana. Los ecos de una narrativa heredera del “proyecto de Simón Bolívar” son evidentes e insertan lo que sería la actual dirección de la CELAC en la misma senda de los esquemas de regionalismo autónomo impulsado por los gobiernos centroizquierdistas de la “marea rosa” que hemos preceptuado con anterioridad; como se verá a continuación, ésta es una conclusión precipitada y existen matices en esta visión que son particulares a la conducción mexicana y al contexto global del 2021.
La cuestión principal en esta nueva etapa consiste en la inserción de la región en una lógica global determinada por la disputa hegemónica entre China y Estados Unidos (Saltalamacchia, 2021). Ante esta realidad superior, la apuesta de López Obrador se complejiza de una mero intento de regionalismo autónomo en los términos de los 2000 – 2010 remozado luego de unos cuantos cambios de gobierno. Reflejando una lógica “mexicana” en cuanto a la vinculación pragmática con los Estados Unidos, es momento de dejar atrás la disyuntiva entre aquiescencia y oposición para con la potencia hegemónica y adaptarse a la realidad de su enfrentamiento geopolítico con China: mediada por los principios de no injerencia, respeto a la soberanía y a la autodeterminación, sería el momento en que la vinculación con Estados Unidos de América Latina abandone la lógica de la confrontación para pasar a la de la cooperación. Esto sería posible en razón de una supuesta conveniencia mutua, donde tanto Estados Unidos como Latinoamérica encuentran un punto medio en el cual Estados Unidos deja de lado la concepción de “patio trasero” para establecer una lógica económico productiva abierta por ambos extremos, jalonada por el fenómeno del reshoring, que fomente una interdependencia virtuosa; el ejemplo de que esto es posible para AMLO es el propio México. En la faz orgánica, el ideal sería replicar el proceso de la Unión Europea, esto, es engendrar un organismo que sea capaz de funcionar con una lógica supranacional, en forma tan estrecha que permita sustituir a la OEA, cuya relación con México durante el mandato de AMLO ha sido cuanto menos conflictiva.
Conclusión
La evaluación que cabe realizar sobre la proyección actual de México para con el resto de América Latina está conformada como hemos podido observar por diversas áreas. La actuación en algunas resulta pragmática, en otras idealista, pero en suma, el complejo rompecabezas de la proyección mexicana hacia el resto de América Latina está imposibilitado de reflejar una coherencia absoluta, y la puesta en movimiento de iniciativas por un lado bien pueden producir un desajuste en el otro: ¿Que tanta libertad de agencia tiene México para hacer valer mecanismos como la CELAC frente a su situación de interdependencia estructural con Estados Unidos? ¿Hasta qué punto la agenda mexicana podrá unificar a los países del Cono Sur, muchos de los cuales se encuentran teniendo vínculos económicos y comerciales más aceitados con China que con Estados Unidos? ¿Qué tipo de relación planteará Estados Unidos como potencia hegemónica en los años venideros para con China respecto a su influencia en América Latina? Difícilmente el rol de México en este contexto pueda encuadrar semejantes realidades contradictorias más que en función de su prestigio acumulado y sus buenos oficios diplomáticos para con todos los intervinientes. Queda por ver si el cubo tiene una solución donde todos sus colores puedan brillar de igual modo; o bien la maestría de la diplomacia mexicana para uniformar la mayor cantidad de áreas produciendo la menor cantidad de desajustes.
Notas
[1] Abogado (UNLP). Maestrando en Relaciones Internacionales (IRI – UNLP). Correo electrónico: santiagoyarcho@gmail.com
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