El pasado domingo en las elecciones políticas italianas, la coalición de derecha compuesta por Forza Italia, La Lega, y Fratelli d’Italia, logró la mayoría parlamentaria que le permitirá gobernar. De los tres partidos, Fratelli d’Italia, formación proveniente de la extrema derecha post-fascista fue el que obtuvo más votos. Será presumiblemente su líder, Giorgia Meloni, la elegida por el presidente de la República, Sergio Mattarella para presidir al próximo gobierno, convirtiéndose así en la primera mujer en recubrir ese cargo en la historia de Italia. El resultado ha generado cierta zozobra en el mundo. El de Meloni será el gobierno más a la derecha desde la caída del régimen de Benito Mussolini, y muchas de las posiciones que Fratelli d’Italia defendió en los últimos años, chocan con el abanico de derechos y libertades que la Unión Europea a ido consolidando como la base de su desarrollo moderno.
El partido que lidera Meloni se reconoce en la tradición de la extrema derecha italiana comenzada con el Movimento Sociale Italiano, formación surgida de la voluntad política de ex jerarcas y simpatizantes del régimen fascista luego de terminada la II Guerra Mundial. La misma Meloni en 2020 tuvo elogiosas palabras de despedida para Giorgio Almirante, principal exponente histórico del Msi y en los años ’30 director de la rivista antisemita “La difesa della razza” adscripta al régimen de Mussolini del que también fue ministro. Hoy Fratelli d’Italia se posiciona como un movimiento netamente anti-feminista, soberantista, euroescéptico, xenófobo, nacionalista y defensor de una política marcadamente securitaria.
El meteórico ascenso del partido, fundado hace poco más de una década, ha sido sorpresivo para muchos, y se inscribe en el más general crecimiento de los movimientos ultra derechistas como respuesta a las sucesivas crisis que ha vivido el orden neoliberal en las últimas tres décadas. En la Unión Europea, señalada como una de las instituciones símbolo de ese orden fallido, hay cierta preocupación. Italia es uno de los países fundadores de la Ue, la tercera economía del bloque, y desde hace décadas uno de los principales sostenes a la conducción franco-alemana que ha tenido la Ue. De hecho se especulaba que, tras el retiro de la vida política de Angela Merkel, sería el gobierno italiano, conducido por otro de los arquitectos del entramado económico financiero europeo, Mario Draghi, a acompañar a Francia en la conducción del bloque. Los resultados del domingo sin embargo acercan a Roma mucho más a los gobiernos de Viktor Orban en Hungría o Mateusz Morawiecki en Polonia, bajo observación por parte de la Ue por sus reiteradas violaciones al estado de derecho. Motivo por el cual Bruselas podría suspender en los próximos días el envío de 7.500 millones de euros previstos en el plan de recuperación post-pandemia Next Generation Eu asignados a Budapest. La presidente de la Comisión Europea, ya advirtió antes de los comicios que “si las cosas en Italia van en una dirección difícil, como en los casos de Hungría y Polonia, tenemos herramientas”. Italia es el país al que se le ha adjudicado la mayor porción de la ayuda europea para la recuperación y resiliencia, unos 222.000 millones de euros, cuya gestión ya había sido acordada con el ejecutivo Draghi. Supeditar los envíos de ese fondo al efectivo cumplimiento de las normas democráticas parecería ser la estrategia de la Ue para contener derivas autocráticas en el nuevo gobierno italiano. Mientras las fuerzas de derecha acusan a los burócratas de Bruselas de querer tener injerencia en los asuntos internos de Italia, Meloni ya acordó la permanencia de Draghi en las cercanías del poder como asesor, un pacto que tranquiliza a los socios europeos y le permite a la futura primera ministra mayor espacio de maniobra en otros asuntos.
En los meses que marcaron el crecimiento exponencial de Fratelli d’Italia en las encuestas, la dirección del partido calibró también con astucia su posicionamiento en el escenario internacional de manera de no perder el agrado de los votantes ni el beneficio de la duda por parte de las clases dirigentes europeas. Contrariamente a lo que marca la tradición de las extremas derechas del continente, Meloni reafirmó su compromiso con la tradición euroatlantista, es decir aquella perspectiva que hace de la pertenencia a la Ue y de la alianza estratégica con los EEUU dos axiomas insoslayables. Mientras otros movimientos europeos (como sus socios de La Lega y Silvio Berlusconi de Forza Italia) han tejido en los últimos años estrechas relaciones con la Rusia de Putin, Fratelli d’Italia condenó desde el primer momento la invasión de Ucrania y hasta apoyó el envío de armas al gobierno de Zelenski por parte de Italia. Algo que le valió cierta aceptación en la política europea.
Pero los cambios que supone la llegada de la extrema derecha al poder en Italia son muchos. En primer lugar desde lo simbólico, terreno en el cual Meloni se moverá con cierta rapidez, con la revalorización de la identidad cristiana del país y sus símbolos patrios en los espacios públicos; o la recuperación de ciertas fiestas nacionales -como el 4 de noviembre, día que conmemora la finalización de la Primera Guerra Mundial para Italia y fecha muy sentida por la derecha nacionalista-; o el relanzamiento de ciertas narrativas y relatos acerca de la historia más o menos reciente de Italia. Pero la victoria electoral de Fratelli d’Italia tendrá seguramente también un efecto sobre los grupos y grupúsculos de extrema derecha, algunos de ellos también violentos y bajo investigación judicial, que sentirán mayor libertad de acción, un respaldo indirecto, una complacencia tácita a su radicalización. En algunos casos ya hubo indicios. Concejales y funcionarios locales de izquierda o sindicalistas ya en las horas sucesivas a la difusión de los resultados comenzaron a recibir mensajes amenazantes que se remontan a épocas muy oscuras de la historia italiana.
La primera gran batalla se dará presumiblemente en el terreno de los derechos sexuales, reproductivos y de las comunidades LGBTIQ+. El discurso de Meloni ha sido muy rabioso en contra de lo que llama “ideología de género”, y que liga a la acción de un “lobby gay” liberal progresista cuyo objetivo es el de la eliminación de la familia tradicional. El jefe de bancada de Fratelli d’Italia en el congreso ya advirtió que entre las prioridades de nuevo gobierno se encuentra la “defensa de niños y niñas de la educación sexual en las escuelas”. Muy duro también el discurso sobre la inmigración. Meloni adhirió históricamente a la teoría de la sustitución étnica, según la cual las políticas de tolerancia hacia los migrantes formarían parte de un plan para modificar la composición étnica de la población para favorecer el crecimiento de un establishment progresista y liberal que según esta visión hoy dirige las grandes finanzas internacionales.
De todas maneras la capacidad de la derecha de imponer su agenda en la política italiana está ligada a su capacidad de moverse en las instituciones, sortear los pesos y contrapesos (más o menos explícitos) que el complejo sistema político italiano aún posee, y conseguir consensos más allá de la coalición gobernante para llevar a cabo reformas de fondo (el presidencialismo tan anhelado por los liberal-conservadores y el federalismo defendido por los productores agro industriales del norte están entre las más importantes). También resulta relevante hoy el rol de las oposiciones sociales, desde il sindicalismo, el feminismo y movimientos comunitarios, estudiantiles y de izquierda, en su mayoría retraídos y adormecidos en la última década pero quizás reactivos ante un posible viraje hacia la extrema derecha en las instituciones públicas. Es decir que, si bien el riesgo está, y es grande, aún existen algunos anticuerpos que pueden evitar una deriva en Italia, y sobre todo reconstruir una alternativa política que contraponga un discurso orgánico, social, cultural, a los valores de la extrema derecha envalentonada por las urnas.
Federico Larsen
Integrante
Centro de Estudios Italianos
IRI – UNLP