La campaña por las elecciones presidenciales en los Estados Unidos ha tomado algunos giros inesperados en las últimas semanas. Cuando encarábamos la perspectiva de la contienda por el Poder Ejecutivo entre dos viejos conocidos (el expresidente Donald J. Trump y el actual mandatario Joe Biden) que dejaban poco margen para las sorpresas en cuanto a programas políticos y agendas, los acontecimientos más recientes ofrecieron un impulso hacia adelante con pocos precedentes en la historia estadounidense. Estos eventos no solo han reconfigurado el panorama político, sino que reflejan las profundas divisiones, tensiones y conflictos latentes que atraviesa el país y su clase dirigente.
El primer impacto se produjo luego del debate televisivo entre los dos precandidatos por los partidos mayoritarios, considerado por propios y ajenos como una flagrante derrota del actual presidente estadounidense. El desempeño de Biden pareció confirmar los peores temores de los simpatizantes y políticos demócratas, y planteó enormes dudas sobre la capacidad del presidente en ejercicio tanto de ganar, como de llevar a cabo un segundo mandato presidencial. Desde diferentes espacios del espectro político demócrata se habló de cómo la edad y la salud de Biden estaba afectando el desempeño de sus funciones en un cargo de tanta exposición y presión pública (y viceversa); de la influencia que su desempeño en el debate podría tener no solo en las encuestas, sino en atraer el voto de los independientes y desalentar el abstencionismo de las bases, sobre todo los votantes más jóvenes y progresistas; y en la importancia de resguardar un legado positivo al retirarse después de un solo mandato, habiendo cumplido propuestas importantes de su agenda y evitando el riesgo de un mandato fallido en el futuro.
Ante la andanada de críticas, Biden no pudo más que reconocer su pobre desempeño. En un mitin de campaña en Carolina del Norte, afirmó: “Sé que no soy un hombre joven. … Ya no debato tan bien como antes, pero sé una cosa: sé cómo decir la verdad… Cuando te derriban, te pones nuevamente de pie”. Sin embargo, esto no alcanzó para que se evitara una revuelta dentro del partido: pedidos de renuncia a la nominación de parte de influyentes y reconocidas figuras del establishment demócrata, filtraciones y deserción de donantes que pusieron en primer plano la inédita posibilidad de que un presidente que hacía pocos meses había ganado la primaria se bajara de la carrera electoral a menos de 100 días de las generales.
Poco después, el atentado contra Donald Trump en un rally partidario puso más tensión sobre el escenario político. La nueva muestra de la violencia política tan característica en la historia de los Estados Unidos, dio lugar a una intensificación de la retórica polarizante, amenazas cruzadas y denuncias de persecución, vaticinios de campaña, y un aumento del extremismo de la base del candidato republicano de cara a las elecciones de noviembre.
Sin embargo, poco le duró a los republicanos la apelación a la estrategia de capitalización y politización del atentado contra el expresidente. Tan solo una semana después, cuando pundits y analistas determinaban que el episodio había posicionado a Trump como ganador indiscutido de unas elecciones aún no celebradas, el presidente Biden anunció que se retiraba de la contienda electoral. La sorpresa del anticipado anuncio estuvo antecedida de una carrera de negociaciones y maniobras políticas al interior del partido que ponen en entredicho la legitimidad del proceso de las elecciones primarias y el rol del dinero en la política estadounidense. Si bien el anuncio del candidato nominado por el partido demócrata debía suceder formalmente en la Convención Nacional Partidaria, a realizarse en la ciudad de Chicago entre el 12 y el 19 de agosto, Biden se había perfilado como el ganador de las primarias concluidas el 8 de junio, al obtener los delegados necesarios para asegurarse la nominación.
Sin ofrecer demasiadas explicaciones en torno a la decisión de su retiro, Biden anunció su apoyo a su vicepresidenta, Kamala Harris, para convertirse en la nominada a la presidencia del partido. Como la primera mujer y persona no-blanca en ocupar la vicepresidencia, la semana posterior al anuncio estuvo dominada por las negociaciones para lograr el apoyo de las figuras demócratas más importantes y convencer a donantes y votantes de la viabilidad de su candidatura. En este sentido, a pesar del rol que ocupa actualmente en la arena política, Harris no está exenta de críticas y dudas sobre su capital político, alrededor de la cual se debe construir una candidatura de alto perfil en tiempo de descuento (incluso se llegó a hablar de reemplazarla para un potencial segundo mandato de Biden), y que deberá enfrentar los embates de la oposición republicana, que se evidenció descolocada ante el “volantazo” de los demócratas y la respuesta de la base del partido según las conclusiones de las primeras encuestas.
Con las fórmulas presidenciales definidas, los principales desafíos que tanto Trump-Vance como Harris-Walz deberán enfrentar son los cuestionamientos de ambos lados del espectro político a sus posiciones con respecto a la política estadounidense en relación con Israel y la situación en Palestina. La elección de Tim Walz responde de alguna manera a esta cuestión. Walz, actual gobernador del estado de Minnesota y compañero de fórmula de Harris, tiene una posición “ambivalente” sobre el conflicto entre Israel y Palestina. Compartiendo la postura de su partido de apoyo a uno de los aliados más importantes de los Estados Unidos en Medio Oriente, ha expresado preocupación por el impacto del continuo avance de los asentamientos israelíes en Cisjordania para el proceso de paz. Asimismo, Walz respaldó un llamado a un alto el fuego permanente en Gaza y ha mostrado empatía hacia los afectados de ambos lados del enfrentamiento, además de respaldar el derecho a la protesta de aquellos que se manifiestan contra las acciones de Israel, una postura que se alinea con el sector demócrata más progresista.
Otro factor que se presenta como determinante para definir el resultado de esta elección es la proliferación de leyes de restricción electoral en varios estados. Estas leyes, promovidas en gran medida por legislaturas de mayoría republicana, han sido criticadas por restringir el ejercicio del derecho al voto, especialmente entre colectivos minoritarios, jóvenes y comunidades de bajos recursos. Trump y otros republicanos han justificado estas medidas como necesarias para prevenir el fraude electoral, aunque la evidencia de fraude en este sentido ha sido desestimada. Biden y los demócratas, por otro lado, han denunciado estas leyes como intentos de suprimir el voto y han buscado promover legislación federal para proteger los derechos electorales, aunque sus intentos fracasaron en el Congreso. Este tema es crucial, ya que las restricciones podrían afectar significativamente el resultado electoral, especialmente en estados clave.
Estos acontecimientos subrayan la crisis de liderazgo del sistema partidario, además de la volatilidad de la política estadounidense actual. La inestable polarización que vive el país desde hace más de una década nos obliga a complejizar este proceso de crisis de representatividad devenido en crisis de legitimidad que atraviesan los Estados Unidos y que podría derivar no solo en unas de las elecciones más “imprevisibles” y determinantes de la historia, sino que pondrán a prueba la capacidad tanto del establishment como de las bases para aceptar su resultado, poniendo en entredicho las instituciones y el sistema político estadounidense.
Valeria L. Carbone
Secretaria
Cátedra de Estados Unidos
IRI – UNLP