En esta semana, nos vimos profundamente conmovidos por las fotos de Aya y Ahmed, los gemelos de 9 meses fallecidos en un ataque con armas químicas a la localidad de Jan Sheijun (Siria) que como una bofetada a la comunidad internacional le muestra los enormes costos de la indiferencia ante la inacabable sucesión de tragedias que, prácticamente, no mueven el amperímetro en las principales capitales del mundo. La muerte de estos bebés duele. Duele pero, sorprendentemente, lo superamos y seguimos adelante. Así como lo hicimos en setiembre de 2015, cuando la durísima foto del de Aylan Kurdi en una playa turca, le decía al mundo que un niño de tres años puede fallecer sin que cambien mucho las cosas por el simple y elemental hecho de que su familia trataba de vivir en paz. Estos tres niños murieron con motivo de la guerra en Siria, con una diferencia de año y medio, en el marco de un conflicto que lleva seis años.
¿Será que al mundo ya no le importa la vida? Quizás esto no sea del todo cierto. Recordemos, por ejemplo, las multitudinarias marchas en Nueva York, Washington, Londres, París, Roma, Berlín, Amsterdam y Buenos Aires (entre otras grandes ciudades), tras los atentados en la redacción de Charlie Hebdo que costara la vida a doce personas (once periodistas y un policía) en ese medio francés. Sin ir más lejos, la marcha en París reunió a unas dos millones de personas y a cuarenta líderes mundiales y a más de tres millones de personas en toda Francia. Recordemos también el enorme impacto que generó en la opinión pública de los ciudadanos de Estados Unidos la transmisión de la CNN del cuerpo de un soldado de las Fuerzas Armadas norteamericanas arrastrado por un jeep por las calles de Mogadiscio (Somalia) en 1999, generando una enorme presión sobre el Presidente Bill Clinton, obligándolo a retirar las fuerzas desplegadas en el país africano.
Parece claro que Occidente no es indiferente a la muerte en general, sino a determinadas muertes: ¿Hubo marchas multitudinarias en Francia exigiendo una solución que impidiera de una vez por todas que los cadáveres sigan apilándose en Siria? ¿Cuál es la presión de la opinión pública estadounidense para forzar a la Casa Blanca a buscar una solución duradera en Damasco? ¿Marchan por las calles de las principales capitales del mundo los ciudadanos reclamando a sus líderes que estén a la altura de las circunstancias y pongan fin a este horror que ya se ha convertido en parte de nuestra información cotidiana? ¿O será que hay víctimas de primera y víctimas de segunda? No deberíamos acostumbrarnos al horror. No deberíamos insensibilizarnos ante la barbarie que priva de su vida a los seres más indefensos de la especie humana. No nos quedemos de brazos cruzados. Exijamos propuestas… Demandemos soluciones. Si dejamos de conmovernos ante estos sucesos, la humanidad, como especie, carece de futuro. Parece mentira que en el siglo XXI, cuando estas imágenes llegan a los ojos de la inmensa mayoría de los que habitamos este planeta en razón de segundos, seamos incapaces de dimensionar las consecuencias que tiene la privación del futuro de tantas personas, que sólo tuvieron la mala fortuna de nacer en un lugar que no puede alcanzar la paz.
Seis años de guerra, quinientas mil víctimas y entre cinco y diez millones de desplazados; una película de horror en marcha, y, hasta ahora, sin final a la vista. Y la pregunta: ¿Cuántas muertes serán demasiadas para quienes conducen los destinos de la Humanidad? ¿Cuándo pondrán fin a la barbarie? ¿Cuánto más en en el abismo podremos caer?
Parece pertinente citar, en este punto, a Albert Einstein, quien muy acertadamente dijera: “El mundo no será destruido por quienes hacen el mal, sino por aquellos que observan sin hacer nada…”
¿Qué hará cada uno de nosotros al respecto?