El conflicto catalán viene de antaño. Su pasado más inmediato, aquel que acompaña los últimos 40 años de la democracia española, estuvo marcado por consensos políticos y económicos, entre las fuerzas nacionalistas catalanas -representada principalmente por la extinta CIU (Ahora Pdecat)- y los sucesivos gobiernos españoles, tanto de derechas como de izquierdas. Por entonces, ambas entidades se necesitaban mutuamente para gobernar y defender sus privilegios en sus respectivos territorios.
La situación se trasforma radicalmente como consecuencia de la crisis económica y social que viene asolando a España desde el año 2008. El desempleo, la desconfianza hacia las instituciones y los continuos casos de corrupción política generan un profundo malestar social. Este es el escenario propicio para el surgimiento de nuevas fuerzas políticas y movimientos populares que fundamentan su discurso en la búsqueda de nuevas oportunidades. Sin duda alguna, en Cataluña los partidos independentistas van a capitalizar gran parte del descontento social, incrementando su presencia y representación en las instituciones catalanas de forma exponencial.
Inesperadamente, quien da el primer paso en esta dirección es Convergència i Unió (CIU), que ha gobernado Cataluña durante la mayor parte de los mandatos desde la Transición española. El cambio de orientación de esta formación viene fundamentado, en gran medida, por los casos de corrupción que ha protagonizado en su seno durante todos esos años y que recientemente se han ido destapando. La necesidad de ocultar sus propias vergüenzas le ha llevado a buscar enemigos externos y que mejor para ello que España. En esta nueva cruzada, Convergencia dejó antiguos aliados por el camino, ya que los democristianos de Unió se apartaron de esta vía y optaron por disociarse y, por el contrario, buscó nuevos acuerdos con Esquerra Republicana de Cataluña y los antisistemas de la CUP. Alianzas estas últimas un tanto artificiales y antinaturales que tenían como único relato el de la independencia, sustentado en gran medida bajo el famoso axioma de “España nos roba”.
El principio de esta nueva era, según argumentan los independentistas, se produce en el año 2010 cuando el Tribunal Constitucional -tras la presentación de un recurso de inconstitucionalidad por parte del Partido Popular- declara nulos catorce de los artículos que conformaban el Estatuto aprobado por el parlamento catalán y español el año 2006. Este episodio supuso un duro varapalo para las pretensiones catalanas de declarar preferente la lengua catalana, tener un poder judicial autónomo y ampliar sus competencias fiscales.
Desde este horizonte temporal hasta fechas presentes se han sucedido multitud de acontecimientos que han propiciado un mayor distanciamiento entre los nacionalistas catalanes y el Gobierno español, liderado desde el año 2011 por Mariano Rajoy. De hecho, el primer simulacro de lo sucedido el 1 de octubre de 2017 (celebre Referéndum) se produjo el 9 de noviembre de 2014, cuando el presidente catalán Artur Más promovió un proceso participativo sobre el futuro de Cataluña. Un acontecimiento meramente simbólico, sin validez jurídica alguna y que el Gobierno español prefirió omitir y no darle mayor importancia. Este es el momento en el cual las reivindicaciones al derecho a decidir se hacen más presentes y copan gran parte del discurso político de nacionalistas e independentistas, quienes, bajo el paraguas del soberanismo, se agrupan para hacer frente común. Estas pretensiones se concretan en una plataforma política, denominada Juntspel si, que aglutina al Pdecat y Esquerra Republicana. Bajo esta denominación concurren en las elecciones autonómicas de septiembre del 2015 con una hoja de ruta bien definida que tiene por objetivo declarar la independencia de Cataluña en un plazo de 18 meses. Los resultados electorales alcanzados obligaron a Juntspel sí a contar con el apoyo, no tan deseado, de los antisistemas de la CUP para aprobar las nuevas normas jurídicas de ruptura con España. El punto culminante de todo este proceso sería el Referéndum del 1 de octubre, cuya lectura proporcionaría el respaldo del pueblo a las aspiraciones independentistas.
Y a partir de aquí, se han hecho multitudes de interpretaciones acerca de lo ocurrido esa jornada y las posteriores. Para los independentistas el Gobierno español imposibilitó, mediante la violencia policial, la celebración con normalidad de un acto consultivo acerca del futuro inmediato de Cataluña. Para los constitucionalistas, la convocatoria era totalmente ilegal, ya que no se ajustaba al orden constitucional y además no cumplía las mínimas garantías internacionales de cualquier proceso de este tipo. Durante las semanas previas, desde distintos estamentos políticos y sociales, se reclamaba la necesidad de buscar un dialogo entre las partes enfrentadas que evitase el choque de trenes. Finalmente, por la inoperatividad de unos (PP) y la obcecación de otros (independentistas) se ha llegado a una situación que parece ya de no retorno.
A día de hoy, los daños causados son importantes. Probablemente el más significativo sea la fractura social que se ha generado entre los catalanes. Una sociedad cívica y cosmopolita que se ha visto en la tesitura de tener que posicionarse de uno u otro lado. Además de las tensiones sociales, incluso familiares, otro efecto devastador ha sido el económico: importantes inversiones extranjeras se han paralizado; millares de empresas catalanas, algunas de real abolengo, han tenido que trasladar sus sedes sociales y fiscales a otros territorios españoles para seguir estando bajo el paraguas de Europa; la previsión de crecimiento para los próximos años, tanto de Cataluña como del conjunto de España, se ha visto alterada; perdida de nuevas oportunidades como es localizar en Barcelona la Agencia Europea del Medicamento; o importantes pérdidas en el sector turístico. Además, otro aspecto difícil de cuantificar es como está repercutiendo todo este proceso a la marca España y su credibilidad en el contexto internacional.
Y para el futuro más inmediato, unas nuevas elecciones autonómicas para diciembre de este mismo año. Elecciones convocadas por el Gobierno español tras la aplicación del artículo 155, como reacción a la Declaración de Independencia Unilateral (DUI) del parlamento catalán. Convocatoria a la que, finalmente, todos los partidos (incluidos aquellos que la consideraban ilegitima) se van a presentar. Los constitucionalistas pretenden obtener una mayoría parlamentaria que les permita acabar con tantos años de hegemonía nacionalista, mientras que los partidos nacionalistas e independentistas creen que obteniendo un respaldo importante en las elecciones sus acciones y decisiones en el pasado quedarían automáticamente legitimadas. Mientras tanto, el periodo preelectoral se presenta con algunos exconsellers en la cárcel, otros fugados y con el ex president Puigdemont creyéndose con legitimidad necesaria para establecer un gobierno paralelo en el exilio, a la espera de ser o no extraditado por el gobierno belga. Otros dos factores que van a marcar esta nueva campaña electoral son la necesidad de afrontar reformas en la Constitución española que facilite un mejor encaje de Cataluña en España, sin socavar por ello la igualdad y solidaridad entre las distintas regiones de España; y la expectación que supone la apertura del secreto bancario de Andorra, previsto para enero de 2018 y que destapará nuevos escándalos y miserias de corrupciones políticas y económicas, situación que seguramente será aprovechada por unos y otros.
Para finalizar, destaco las palabras del filósofo español Ortega y Gasset, pronunciadas en las cortes republicanas de mayo de 1932, que sirven actualmente para describir el ánimo generalcon respecto al conflicto catalán: “Yo sostengo que el problema catalán, como todos los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto, conste que significo con ello, no sólo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles”.
Alberto Macía Martin
Miembro
Departamento de Europa
IRI – UNLP