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Jerusalén, ciudad capital: el reconocimiento exterior como condición de la reproducción del conflicto

Jerusalén; Al-Quds. La dorada. Ciudad fragmentada, dividida, en conflicto. Ciudad multi-fronteriza. Ciudad sagrada. Una vastedad de categorías abundan para dar sentido a las formas de vida colectiva que irrumpen en una ciudad tan excepcional en términos comparativos con cualquier otra y, a la vez, portadora de estructuras igual de dinámicas, de coyunturales, de arbitrarias, que el resto de las urbes. En Jerusalén coexisten, desde fines de la era otomana y del Mandato Británico (el Yishuv) racionalidades acerca de la ciudad, su población y su gobierno que se plasmaron en modos de distribución de los espacios, en principios estéticos y patrimoniales, en codificaciones sobre cómo y dónde edificar y en el despliegue de infraestructuras. De manera sedimentaria -nunca teleológica y unívocamente-, estos aspectos persistieron una vez culminada la Guerra de Independencia/Nakba de 1948 por la administración israelí que, dentro de la llamada “Línea Verde”, instauró un gobierno municipal al oeste de la Ciudad Vieja de Jerusalén.

Jerusalén adquirió sus rasgos demográficos actuales a partir de la institución del orden social emergido de la Guerra de los Seis Días en 1967, cuando la municipalidad anexó por iniciativa de autoridades militares, una constelación de aldeas adyacentes y dispersas. Esta población se incorporó del dominio jordano al israelí, pero no como ciudadanos plenos sino en calidad de residentes permanentes; aún cuando eventualmente algunos hayan accedido a ella, los casos son marginales. Desde 1967, el movimiento ortodoxo comenzó a desarrollar prácticas que llevaron a su movilización política y a su participación en el espacio público- complementando, lentamente, el alcance de las agencias del Estado al administrar la concesión de espacios públicos, protagonizando un proceso conocido como “judaización” de Jerusalén Este.

En 1980, las representaciones de las autoridades políticas sobre el carácter fundamental de la ciudad respecto a la identidad del Estado Nación se cristalizaron en la “Ley Básica: Jerusalén, Capital de Israel” reconociendo la Knesset, el parlamento israelí, a la ciudad como “capital completa y unificada”. Esto se dio a pesar del rechazo internacional y suscitó que diversos países que mantenían allí sus embajadas, las retiraran. Los habitantes de la ciudad sufrieron brotes de violencia cuyos máximos picos fueron las dos Intifadas, aunque sucedan, como ocurre casi ininterrumpidamente, atentados terroristas, conflictos entre las fuerzas policiales y manifestantes palestinos debido a eventuales restricciones de acceso a los fieles musulmanes a la Explanada de las Mezquitas entre otros hechos coyunturales.

La coherencia de Trump con sus promesas electorales demuestra una torpeza de un alto costo para los jerosolimitanos y para la región. Al día siguiente del anuncio hubo enfrentamientos entre fuerzas de seguridad israelíes y manifestantes palestinos e intercambio de fuego entre Israel y Gaza: reservamos publicar cifras de heridos y víctimas fatales que, al momento, son cambiantes. No obstante, Israel, Cisjordania y Gaza están sumidas en una conmoción donde la efigie de Trump es incendiada en las calles y los dirigentes de Hamas convocan una nueva Intifada. Trump propició un nuevo distanciamiento entre los representantes de la Autoridad Nacional Palestina, Hamas y el Estado de Israel y lo ha hecho en un contexto en el cual la recomposición de los vínculos entre el refortalecido gobierno de Assad en Siria, Hezbolá en Líbano e Irán, llevó a un nuevo conflicto regional con la crisis de representación que la renuncia del Primer Ministro libanés anunciada desde Arabia Saudita, parecía colocar a éste último país y al Estado de Israel, en un frente común en contra del avance de Irán en la región. Si el acercamiento entre el gobierno israelí con los gobiernos jordano y egipcio, y la difícil recomposición del vínculo bilateral con la Turquía de Erdogan auspiciaban que Israel y el Mundo Árabe se hallaban más cerca de hacer públicas las relaciones de cooperación en defensa, seguridad y comercio que mantienen, quizás nos encontremos lejos de ello.

Esto es así a pesar que Netanyahu celebrara la iniciativa de Trump, forzada por una clara indeterminación respecto a “qué hacer” con la cuestión palestina-israelí, como reflejaron los reiterados intercambios entre Jason Greenblatt y Jared Kushner con los gobiernos israelí y de la ANP. Además, es evidente que el anuncio de trasladar la embajada norteamericana de Tel Aviv a Jerusalén, independientemente de la delación logística en cuestión, encarna una desventaja inminente en la posición estratégica para sus aliados más importantes en la región, por lo tanto, exponiéndolos a un mayor aislamiento y consecuentemente, afectando la propia posición norteamericana, harto desgastada tras las administraciones de Bush y Obama.

Hay quienes perciben los eventos presentes como antesala necesaria del establecimiento de un Estado binacional. Habib (2016) ve la relación entre las actitudes de los políticos israelíes y palestinos como variable clave respecto a la solución de dos Estados, obturada por la expansión de los asentamientos, la falta de consenso en ambos bandos y la desconfianza general en cooperar. Tal solución sería tan solo un factor de negociación para comprometer a ambas partes (que no son sólo dos) más no necesariamente un objetivo a lograr: de la experiencia se aprende que desde Oslo no hubieron más que intentos fallidos por consagrar dos Estados soberanos. Esto es reconocido por ambas partes; consecuentemente, la fórmula de “colonos por refugiados” parecería inviable. La solución de un Estado binacional sería preferible dentro de una cierta cultura de seguridad y en virtud del reconocimiento de alianzas estratégicas: cooperar y auditarse recíprocamente podría reducir la desconfianza actual.

Los argumentos a favor de una solución de dos Estados (Miller, 2016) indican que la naturaleza del conflicto es de tipo nacionalista; por ende, existe una incompatibilidad para coexistir bajo un mismo cuerpo político aunque se admite que se puede concertar un entendimiento para resolver las disputas territoriales. El reconocimiento de dos Estados implicaría sacrificios territoriales y cambios en el modo de entenderse mutuamente; la fórmula de Miller, “colonos por refugiados”, sintetiza una perspectiva constructivista en la que la observancia de la ley internacional normalizaría la situación: habría que resolver la ilegalidad de la ocupación en Cisjordania y reforzar la expectativa de la auto-determinación palestina, como así también, modificar la percepción global en torno a la israelí. Creo que esta es una propuesta de paz negativa: se llega a una solución a través de la soberanía como un mecanismo disuasivo para ejercer la violencia, es decir, la auto-determinación y la autonomía política devienen en canales de los mismos elementos nacionalistas que avivan la violencia, domesticando el conflicto entre israelíes y palestinos.

Una tercera alternativa es la de una confederación israelo-palestina: Scheindlin y Waxman (2016) proponen esta opción superadora ante la escasa posibilidad de éxito de las anteriores: las contras aparentes de la disfuncionalidad que presentan los sistemas confederados serían preferibles a la incertidumbre y a la violencia. Como punto a favor, de no resultar viable, un referéndum pacífico serviría como solución no violenta, reminiscencia al esquema colaborativo del liberalismo clásico. En suma, aunque ni Miller ni Habib ofrecieron una explicación clara de cómo sus propuestas deberían responder esta cuestión, reconocen que la presencia de los asentamientos constituye un «problema» que lleva a Woodward a ser más escéptico respecto al establecimiento de la capital de un futuro Estado palestino en Jerusalén Este. En suma, los tres autores entienden que, según las encuestas, hay una base de consenso en ambas sociedades de que es preciso plantear compromisos territoriales. Sólo Scheindlin y Waxman describen un escenario superador de la situación actual para Jerusalén.

El tiempo dirá cómo podría lograrse un estado binacional cuando el gobierno actual de aquella parte que monopoliza los medios institucionales más eminentemente extendidos y presentes para gobernar a la población, acentúa el anclaje de un cierto tipo de identidad etnonacional a las estructuras vigentes de dominación que, progresivamente, excluyen de la participación ciudadana y limitan el goce de derechos civiles y políticos a los miembros de su sociedad que efectivamente son ciudadanos (beduinos, árabes israelíes, judíos etíopes). Si tal pronunciación de la distinción entre grupos etnoculturales y religiosos se manifiesta en el creciente agonismo que separa a las comunidades judías ortodoxas y seculares en Israel y que incluso aísla a Israel de las comunidades diaspóricas (especialmente de Estados Unidos) respecto a prácticas sociales vinculadas por ejemplo a la liturgia en espacios como el Muro de los Lamentos, entre otras cuestiones como la percepción de quién puede convertirse en ciudadano israelí, es difícil pensar que sólo el desarme y cambio discursivo de grupos como Hamas bastara para lograr un Estado binacional sin antes desmontar las tecnologías de gobierno que la ocupación y la radicalización de la derecha israelí articula para instaurar un orden social paulatinamente más excluyente y marcadamente, etnocrático.

Ignacio Rullansky
Departamento de Medio Oriente
IRI – UNLP