El 14 de mayo de 1948, David Ben Gurión (por entonces líder de la Agencia Judía de Palestina) declaró en Tel Aviv la fundación del Estado de Israel. Este momento representó la culminación de la labor del movimiento sionista, que en la década de 1880 comenzó su tarea de colonización de la Palestina Otomana, en 1897 fundó su estructura institucional a nivel global en el Congreso Sionista de Basilea y, durante el Mandato Británico de Palestina (1920- 1948), logró desarrollar un proto-Estado a partir de la formación de una serie de instituciones encargadas de la defensa, la adquisición de tierras, la economía y la educación entre otras áreas.
La declaración de independencia llegó tres turbulentos años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, durante los cuales se agudizó como nunca antes la tensión entre el sionismo, el nacionalismo árabe palestino y las autoridades mandatarias británicas, a partir de episodios que involucraron atentados, choques armados, restricciones legales e ingreso clandestino de inmigrantes judíos a pesar de las restricciones británicas. Incapaces de hacer frente a la situación, los británicos sometieron la cuestión a la Asamblea General de las Naciones Unidas, donde el 29 de noviembre de 1947 se aprobó el Plan de Partición de Palestina, que previó la creación de un Estado árabe y otro judío en el territorio de Palestina, dejando Jerusalén bajo control internacional en consideración de su valor histórico y religioso.
El recrudecimiento de la violencia que siguió a la votación y el involucramiento de los Estados vecinos a partir de la declaración de independencia sentaron las bases de lo que hoy conocemos como conflicto árabe-israelí o palestino-israelí. En primer lugar, ello se debió a la formación de un Estado judío sobre un territorio mayor al otorgado por el Plan de Partición, producto tanto de la negativa del liderazgo árabe de acatar la resolución de la ONU como de la superioridad táctica y militar israelí en la guerra de 1948. En segundo lugar, a nivel de la política regional, Israel se formó a pesar de la oposición y falta de reconocimiento de sus países vecinos, situación que se mantuvo intacta hasta los Acuerdos de Camp David, firmados junto a Egipto en 1978. Por último, a nivel demográfico la guerra vio el desplazamiento de aproximadamente 700.000 palestinos, muchos de los cuales se asentaron en campos de refugiados en países vecinos o en los enclaves de Gaza y Cisjordania. Mientras algunos fueron aún más lejos, otros árabes palestinos permanecieron en el territorio que pasó a ser Israel, convirtiéndose en ciudadanos del Estado judío y lidiando de formas divergentes con dos identidades aparentemente en pugna. Al mismo tiempo, Israel experimentó tras la guerra el ingreso de cientos de miles de judíos de países árabes e islámicos, sujetos a factores de expulsión como políticas de discriminación y confiscación de bienes en algunos de sus países de origen, así como factores de atracción, a partir de la adhesión de estas comunidades a la ideología sionista de concentración de los judíos del mundo en su Estado soberano. De esta forma, a la par del movimiento demográfico, se ponía fin a la larga y compleja historia de convivencia entre una minoría judía y una mayoría islámica en muchas regiones del Medio Oriente.
La declaración de independencia de Israel, conmemorada por israelíes y comunidades judías del mundo como Iom Haatzmaut, ingresó así a la memoria colectiva de los palestinos como el inicio de la Nakba (la catástrofe), a partir de la cual la vida de los palestinos se transformó de forma total. Así nace el reclamo palestino por el derecho al retorno y los esfuerzos por “deshacer” la creación de Israel, convertidos con el tiempo en un reclamo mucho más moderado por parte del liderazgo palestino de crear su propio Estado sobre la parte del territorio de la Palestina histórica que Israel conquistó en 1967 (Gaza y Cisjordania) y poder así convivir en paz con Israel en vez de sustituirlo.
La creación de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) en 1994, entidad proto-estatal de gobierno interino que, se esperaba, asumiera eventualmente los atributos plenos de un Estado soberano, nunca formalizó tales expectativas, sino que institucionalizó la fragmentación territorial palestina en dos grandes territorios discontinuos, la Franja de Gaza y Cisjordania; ésta última, a su vez, compuesta por áreas disconexas bajo un sistema de administración autónomo y compartido con el Estado de Israel según la jurisdicción. Si durante la década de 1990 hubo cierta esperanza de alcanzar un acuerdo de paz definitivo, la cuestión territorial y, muy especialmente, la capital, más que el retorno de los refugiados palestinos, constituyeron los ejes principales de los desacuerdos que desembocaron en el fracaso de la cumbre de Camp David de 2000.
El nuevo milenio comenzó con episodios de violencia que tomaron como epicentro la cuestión jerosolimitana y se expandieron por toda Israel-Palestina en lo que conocemos como la Segunda Intifada. En buena medida, las políticas de seguridad y las tecnologías que el Estado de Israel ha articulado desde aquel momento en adelante, como el Muro de Separación y sus checkpoints, produjeron nuevos encuentros simbólicos y materiales entre israelíes y palestinos.
Si las prácticas de control y los nuevos modos de circulación entre las fronteras, cada vez, más alejadas de las reconocidas por la comunidad internacional, ayudaron a profundizar las múltiples crisis de representación que caracterizan el campo político palestino, la histórica rivalidad entre Hamas y Fatah (las dos principales expresiones políticas palestinas) hizo lo propio para aislar recíproca y no sólo territorialmente a la Franja de Gaza de Cisjordania. El momento de mayor tensión probablemente pueda identificarse en las segundas elecciones legislativas nacionales de 2006 y en los brotes de violencia que siguieron al rechazo de los resultados por parte de Fatah. Si bien con los años se dieron intentos de lograr un acuerdo de unidad nacional, éstos reiteradamente fracasaron por la mutua desconfianza que se deparan las autoridades de sendos partidos. Incapaces de superar este factor, los funcionarios de Hamas y Fatah son criticados por causas de corrupción que evidencian la crisis de liderazgo que debilita la representación de las demandas soberanas palestinas en las negociaciones con el Estado de Israel.
En cuanto al lado israelí, desde 2009 en más, las sucesivas coaliciones de gobierno formadas con Benjamin Netanyahu como reelecto Primer Ministro (en 2013 y 2015), han arraigado progresivamente la presencia institucional y demográfica israelí en Jerusalén Este y los Territorios Ocupados, como lo ilustran la continua expansión de los asentamientos israelíes en Cisjordania y las políticas de demoliciones de viviendas ilegalmente construidas por falta de planificación formal en Jerusalén Este. A su vez, esto evidencia lo indeclinable que se ha vuelto la cuestión jerosolimitana en la agenda israelí, que encuentra en la intransigencia palestina un punto irreconciliable respecto a la existencia de dos Estados soberanos según los términos en los que cada “bando” se expresa, al menos, a grandes rasgos: en otras palabras, las autoridades israelíes no están dispuestas a ceder Jerusalén Este ni la ANP (y para el caso, Hamas y otros movimientos menores) está dispuesta a dejar de reclamarla.
Precisamente hoy en día, la cuestión capital asume dimensiones inéditas con el gesto más que simbólico que implica el traslado de la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén. La celebración de los 70 años del Estado de Israel transcurre en un contexto regional sumamente convulsionado por la dirección que tomó el conflicto bélico en Siria, implicando un creciente grado de tensión y un inédito intercambio de fuego entre Israel y Siria con fuerzas iraníes apostadas en el país árabe, al tiempo que el presidente norteamericano Donald Trump decidió retirar a su país del acuerdo nuclear establecido con Irán en 2015. Netanyahu, uno de los más acérrimos detractores de este acuerdo negociado durante el gobierno de Obama, celebró la medida tanto como aplaudió el traslado de la embajada. Se evidencia así un momento de consenso entre Estados Unidos e Israel en un nivel inexistente durante el gobierno de Obama cuando, si bien se continuó enviando miles de millones anuales en ayuda militar a Israel, desde lo discursivo se condenaba la expansión de los asentamientos y se buscaba cierta imagen de árbitro imparcial.
Asimismo, en un plano local, la Franja de Gaza se ha vuelto el escenario de una represión sin parangón. Disminuida en su capacidad militar, Hamas ha optado por exhortar a la población a protestar movilizándose a la frontera con Israel, exponiendo a sus representados a convertirse en blanco de nuevas represalias. Miles de gazatíes se hicieron eco de este llamamiento y acudieron, en conmemoración de la Nakba, para reclamar por su derecho a la autodeterminación y repudiar sus magras condiciones de vida actuales, gesto que fue entendido por Israel como una amenaza a su seguridad. La estrategia israelí en contener cualquier tipo de agresión, avance o infiltración, ya eliminados buena parte si no todos los túneles entre la Franja e Israel, implicó la instrucción de responder con fuego a posibles enfrentamientos. Tras semanas de tensión y protestas, el lunes 14 de mayo, en una movilización de aproximadamente 40.000 gazatíes en la frontera, la respuesta israelí a la protesta cobró 62 vidas (entre ellos, 50 militantes de Hamas) y más de 1200 heridos, provocando nuevas manifestaciones de palestinos en Jerusalén Este y ciudades de Cisjordania. Por otro lado, en Tel Aviv y otras ciudades, cientos de ciudadanos israelíes salieron a las calles para repudiar la matanza, mientras que las comunidades árabes israelíes convocaron una huelga el 16 de mayo.
El eco inmediato de estos sucesos se halla, por ejemplo, en la llamada a consulta de Bélgica del embajador israelí y en la crisis diplomática entre Turquía e Israel dada la mutua expulsión de embajadores, habiéndose reanudado este último vínculo recientemente. En medio de estos sucesos, el Presidente Erdogan ha convocado tanto a la Organización para la Cooperación Islámica como a una reunión de la Asamblea General de las Naciones Unidas para tratar la cuestión. Por su parte, la reacción de Abbas fue la de llamar a su embajador en Washington en rechazo al traslado de la embajada. La comunidad internacional también transmitió su repudio al despliegue de violencia por parte de Israel que, con este tipo de reacciones, dificulta la transparencia y oficialización de sus relaciones diplomáticas con el mundo árabe e islámico y profundiza su aislamiento regional de manera generalizada.
Estos acontecimientos parecen alejar aquel encuentro entre israelíes y palestinos en el cual, se espera, la letanía iniciada en 1948 respecto al cumplimiento del derecho a la autodeterminación de ambos pueblos halle buen puerto en alguna de las fórmulas históricamente debatidas (un Estado binacional, dos Estados, una confederación de regiones autónomas) o bien en alguna opción superadora que hasta hoy no haya sido enunciada.
Ignacio Rullansky
Kevin Ary Levin
Departamento de Medio Oriente