Por: Alejandro Simonoff
La reunión en Buenos Aires del G 20 ha generado en el gobierno y sectores afines grandes expectativas, no es para menos; ya que representa, por un lado, el evento anual más importante a nivel global, y por otro, es una de las escasas joyas para mostrar de la política exterior de Cambiemos, junto con la pretensión de ingresar a la OCDE y los demorados acuerdos del Mercosur con la Unión Europea y la Alianza del Pacífico.
El G20 evidencia el reconocimiento de los países emergentes a la cúspide del poder mundial y se dio en un escenario singular de pérdida de hegemonía norteamericana, la entronización de Beijing como potencia alternativa y la crisis del neoliberalismo por el ascenso de opciones políticas que lo impugnan tanto en la Periferia como en el Centro.
Los gobiernos argentinos tuvieron estrategias distintas ante el nuevo directorio global; el kirchnerismo con una agenda más próxima a los poderes emergentes y el macrismo a las potencias tradicionales, ambos acordes a sus lineamientos generales de inserción del país en el mundo.
La guerra comercial entre Beijing y Washington, el rechazo de Trump sobre el institucionalismo neoliberal y la crisis entre las potencias occidentales, y Rusia en el Mar Negro, son nubarrones que se ciernen sobre este cónclave que tiene lugar en las costas del Río de la Plata.
Las declaraciones del Canciller Jorge Faurie el último fin de semana en un programa de televisión, diciendo: “tengámonos fe”, no ayudan mucho y evidencian los escasos logros que deberíamos esperar. No es cuestión de creencias, sino de delimitar estrategias internacionales de acuerdo a un análisis racional que permita determinar los marcos globales y las capacidades propias para su ejecución, no en expresiones de deseo.