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Fuego en el oasis

Semanas atrás el presidente de Chile, Sebastián Piñera, se jactaba de que el país que gobierna era un oasis en una región convulsionada. A modo de breve racconto, podemos recordar que  se había producido la disolución del Parlamente peruano, y la elección de la vicepresidenta como presidenta, aunque tras algunas horas de tensión, debió renunciar para que el presidente Vizcarra siguiera ejerciendo como tal; las elecciones en Bolivia, aún con final abierto tras la suspensión del escrutinio (¡Y con la novedad de que quizás Evo Morales gane en primera vuelta cuando al interrumpir el escrutinio la segunda vuelta era inminente!) ocupan la atención de observadores de la OEA y de la Unión Europea por sospechas de un fraude por parte de la oposición; las violentas protestas en Ecuador contra la quita de subsidios al combustible decidido por el presidente Lenín Moreno, que comenzó a desarticularse con la marcha atrás del paquete; la profundidad de la crisis económica argentina, agudizada por la incertidumbre política tras las PASO del 11 de agosto; la interminable agonía del régimen de Maduro en Venezuela; los incendios masivos del Amazonas en Brasil que enfrentaron al presidente Bolsonaro con el mundo y con la propia iglesia católica; la claudicación del gobierno de México ante la violencia desatada por el cartel de Sinaloa tras el arresto (¿accidental?) del hijo del “Chapo” Guzmán que incendió Culiacán; el retorno a la violencia por parte de sectores disidentes de las FARCs en Colombia… y así la atribulada región seguía su errática senda, mientras el “mejor alumno” no acusaba recibo. Pero en todos lados se cuecen habas.

Los números indican que Chile es un país exitoso. Crece al 2.5% anual, tiene el ingreso per cápita más alto de América Latina (superior a los U$S 25.000) y una economía muy dinámica. Sin embargo, ello no nos permite concluir que su sociedad es rica. Vivir en Santiago, por ejemplo, se ha vuelto muy caro, ya que el precio de la vivienda aumentó hasta un 150% en la última década, mientras los sueldos apenas un 25%, según un estudio de la Universidad Católica. A pesar de ser miembro de la OCDE, Chile tiene a un 70 de su población ganando sueldos menores a los 770 dólares mensualmente y 11 de los 18 millones de chilenos tienen deudas, según cálculos de la Fundación Sol.

A eso se le suman escándalos que han degradado enormemente la credibilidad de varias instituciones ante la sociedad chilena, y que han circulado por las redes sociales por estas horas como la parte sumergida del iceberg: “Pensiones indignas, salud precaria, sueldos miserables, educación de mala calidad, licencias médicas por depresión, deuda universitaria vitalicia, sueldos de la élite política, delincuencia sin control, empleos precarios, Pagogate y Milicogate [los escándalos de corrupción en Carabineros y el Ejército, respectivamente]”. Y, paradójicamente, la punta del iceberg fue la chispa que incendió el paraíso: el aumento del boleto en el transporte (de 800 a 830 pesos).

Ante las primeras quejas del peso que ese aumento tendría en los flacos bolsillos de la clase baja y media, el ministro de Economía no tuvo mejor tino que invitar a quienes usaban el metro a levantarse más temprano para tomarlo antes de las 7, fuera del horario pico, cuando la tarifa es menor. La bofetada que tornó irreversible la respuesta.

Y fue así como mientras el presidente Piñera festejaba el cumpleaños de su nieto en uno de los más caros y elegantes restaurantes, el Romaria, en la comuna de Vitacura, Santiago estallaba en llamas, provocada por la masiva manifestación de violencia que ha tenido como respuesta el “Toque de Queda” para Santiago y Valparaíso (primera vez en Democracia, dado que desde 1987 no se echaba mano de esa herramienta) y el “Estado de Emergencia” para Concepción, la militarización de la seguridad en las calles con las Fuerzas Armadas patrullando como en “otras épocas”, 300 millones de dólares de daños en el metro, saqueos en comercios de la capital (con 15 víctimas fatales hasta ahora), e incendios en diversos edificios de multinacionales.

El sorprendido presidente, ante el desmadre de la violencia, demostró aún menos capacidad de reacción de la que su responsabilidad requiere, al afirmar que los manifestantes “Están en guerra contra todos los chilenos que quieren vivir en democracia.”

Parte de la sociedad chilena cree detectar interferencia extranjera por la magnitud y la precisión de la violencia desatada en las calles. Lo que pueda probarse tras la necesaria pacificación de nuestro país hermano permitirá arribar a las conclusiones y respuestas correspondientes. La oportunidad nos permite ser suspicaces: Chile iba a estar en el foco de las noticias internacionales en noviembre por ser sede del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC) y en diciembre de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP25). Lamentablemente, este baño de “latinoamericanismo” convirtió al oasis de la región en noticia por otros motivos. Tal vez existan oportunistas que quieran arruinarle la velada a Chile. Pero está claro que también hay un caldo de cultivo que es tierra fértil para la protesta por demandas sociales.

Como le replicó un senador opositor al presidente: “…No estamos en guerra. Enfrentamos una crisis política… cuyo tema de fondo es la desigualdad…” (Senador Ricardo Lagos Weber).

La suspensión del alza del precio del boleto del metro se sabe insuficiente. Es hora de cirugía mayor en el tejido social chileno. La sociedad chilena cuenta con herramientas más que suficientes. No hay sociedad más pacífica que aquella donde la justicia social es la regla, y la desigualdad es un mal a erradicar. Si la clase política chilena aún no sabe lo que la sociedad que los sostiene vive, aquí tienen su llamado de atención.

Juan Alberto Rial
Secretario académico
IRI – UNLP