La pandemia causada por la difusión del Coronavirus trajo consigo grandes cambios en la vida cotidiana de la humanidad entera. Entre cuarentenas sociales y obligatorias, graves repercusiones sobre la economía y la producción, y el clima de incertidumbre que esto generó en el mundo, hubo un rasgo reciente de la comunicación internacional que se vio claramente amplificado: el fenómeno de las fake-news o desinformación. Ya en febrero el director de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom Ghebreyesus, había advertido sobre los efectos de la difusión de contenido a gran escala y de fuentes no verificadas acerca de la pandemia[1]. En esa ocasión la OMS hasta llegó a acuñar el término “infodemia”, justamente para referirse a la difusión masiva de información acerca del Covid-19, y especialmente de aquella falsa, manipulada o malintencionada. Y efectivamente en las últimas semanas ha circulado a través de las redes sociales todo tipo de relato: curas milagrosas con agua y cloro, traslado de infectados por el mundo gestionados por oscuras sectas y fundaciones transnacionales, o supuestas pruebas de la responsabilidad china, norteamericana o inclusive de Bill Gates en la dispersión del virus.
La atención hacia el fenómeno de las fake-news es relativamente moderna, aunque no así su existencia. El famoso experimento radial de Orson Wells y su “Guerra de los mundos”, o el intento -fallido- por parte de la Sociedad de las Naciones de crear un Estatuto Internacional de Periodistas contra las noticias falsas en los años veinte[2], dan cuenta de un fenómeno que ya carga con un largo desarrollo histórico. En situaciones de crisis o gran conmoción social, como la que estamos viviendo, la reproducción de contenidos malintencionados tiene mayor incidencia, pero su desarrollo es fruto de un conjunto de factores preexistentes.
La atención moderna hacia la difusión de las noticias falsas está profundamente ligada a un fenómeno internacional y político, que es la multiplicación de los centros de producción de flujo de noticias a nivel internacional, y especialmente su localización en países periféricos o emergentes. En la segunda mitad del siglo XX se desarrolló en el seno de la UNESCO y otros organismos internacionales un intenso debate acerca del orden informativo mundial, que surgía del cuestionamiento de lo que se llamó el proceso de comunicación en sentido único: empresas y gobiernos de los países centrales (EEUU y Europa) eran el principal centro de producción de la información que circulaba en el resto del mundo y detentores de las técnicas y la tecnologías para producirla y difundirla. Por su lado, los países centrales se oponían con vehemencia a cualquier tipo de regulación del flujo informativo internacional por considerarlo una forma de censura. Por el otro, los países no alineados exigían una democratización del acceso a las tecnologías de producción de la información y a la circulación de sus contenidos a nivel internacional.
En el siglo XXI este debate, si bien mantiene aún cierta actualidad, ha comenzado a cambiar radicalmente. Desde los países periféricos surgieron proyectos de comunicación de alcance internacional que comenzaron a cuestionar inclusive las formas de producción de contenido, ligados a la visión liberal de la comunicación y el modelo anglosajón del periodismo. Al Jazeera en Qatar, PressTV en Irán, RT y Sputnik en Rusia, CGTN o Global Times en China, TeleSur en Venezuela, son los ejemplos más conocidos de iniciativas comunicacionales que han logrado acrecentar su influencia en audiencias foráneas. En la medida en que fue creciendo su alcance, los países centrales comenzaron a modificar su postura histórica, que defendía el irrestricto derecho a la libre circulación de la información, para crear agencias encargadas de limitar el flujo comunicacional proveniente de la periferia. Se crearon observatorios internacionales dedicados al análisis del material producido por determinados medios, especialmente los de Rusia y China. El más importante sin dudas es el StratCom creado por la OTAN en Letonia.
La idea de ligar las noticias falsas y campañas de desinformación a la acción exterior de algunos Estados es hasta ahora una de las estrategias más fuertes de occidente. Joseph Nye[3] comenzó recientemente a otorgar cierta estructura teórica a esta idea al hablar de poder punzante (sharp power) en el caso de China, para definir aquellas acciones informativas de corto plazo directas a desafiar la autoridad de otros Estados y que pueden asimilarse a la coerción del poder duro. En estos días de pandemia, el European External Action Service elaboró un informe[4] acerca de una supuesta campaña de desinformación orquestada por Rusia para aprovechar el clima generado por la pandemia y difundir informaciones que subrayaran la impreparacion occidental y exaltaran en cambio la capacidad rusa para luchar contra el COVID-19. Los servicios de inteligencia de los EEUU, aseguran que agentes chinos han sido instruidos para difundir mensajes falsos a través de teléfonos y redes sociales entre marzo y abril de este año acerca de supuestas medidas gubernamentales, que incluían toque de queda y militarización del territorio. El objetivo sería generar pánico y descontento[5]. Es decir que una de las explicaciones en torno a lo que estamos viviendo residiría en la intencionalidad de determinados actores del sistema internacional de generar desconcierto en los públicos foráneos, usando medios de comunicación públicos o estructuras de inteligencia, para aprovecharlo políticamente y debilitar a competidores en distintas cuestiones. Ante esto, algunos Estados europeos ya han establecido normativas a partir de 2016 para contrarrestar la difusión de noticias falsas (Alemania, Francia e Italia fueron pioneros) que tienen en común dos factores: la responsabilización de plataformas y empresas gestoras de redes sociales por los contenidos difundidos a través de sus páginas; y la apertura a formas más o menos explícitas de censura de contenidos. Ambas líneas de acción han sido condenadas por los relatores de la libertad de expresión de la ONU, OCDE, OEA y CADHP en su “Declaración Conjunta sobre Libertad De Expresión y «Noticias Falsas» («Fake News»), Desinformación Y Propaganda” de 2017[6]. En Argentina, una interesante iniciativa de un grupo de científicos y científicas del Conicet para contrarrestar las noticias falsas sobre el coronavirus en las redes, recibió el apoyo oficial para convertirse en plataforma web, Confiar, articulada con la agencia de noticias estatal Telam[7]. Aunque de discreta difusión, se trata de una iniciativa que se encuadra en las recomendaciones internacionales de combatir la desinformación con más información y de mayor calidad, abrir nuevos medios y no controlar el flujo, acompañados de una mayor alfabetización mediática y científica en todos los ámbitos públicos.
Pero la acción del “poder punzante” y la estructura internacional de información sólo explican parte del fenómeno. El anticuerpo natural contra la manipulación informativa creado por el orden liberal, los medios tradicionales de prensa, no parecen surtir efecto en esta coyuntura. El ejemplo quizás más claro es el de la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales norteamericanas de 2015. Por primera vez un candidato lograba llegar a la Casa Blanca cargando con el rechazo explícito de la enorme mayoría de los medios de comunicación del país: el New York Times, el Washington Post, el Huffington Post, CNN, NBC, ABC, MSNBC, Usa Today, Atlantic Magazine, se habían abiertamente opuesto a su campaña. Esto abrió un debate en el ámbito de los medios acerca de la capacidad que éstos tienen de influir sobre las decisiones políticas en un país, capacidad que se daba por descontada en una sociedad como la norteamericana, que lleva a la visión de la prensa como Agora del debate democrático en su ADN. Y quizás, justamente por representar lo opuesto a esa tradición es que Trump llegó adonde está ahora. En 2016 la canciller alemana Ángela Merkel, luego de una dura derrota electoral y en medio del crecimiento inesperado de organizaciones de extrema derecha en el país, habló de “tiempos postfactuales”, que definió como el fenómeno a través del cual “la gente ya no se guía por los hechos, sino por los sentimientos”[8]. Esta idea se ha expresado en más de una ocasión a través de los conceptos de “sesgo de confirmación” o “recolección selectiva de evidencias”, que designan la tendencia a buscar, elaborar y difundir información que reafirma creencias preconcebidas, que reafirman rasgos identitarios o emocionales, y descartar aquella que las refuta. El problema de este proceso es que confluye con otro, mucho más complejo, que es la progresiva perdida de hegemonía por parte de las narrativas de poder tradicionales -ciencia, Estado, prensa- en el otorgamiento del estatus de verdad a las ideas que circulan en la sociedad. Si bien esa disputa por la verdad (o por el sentido, como nos gusta decir a los comunicadores), siempre ha sido protagonista del espacio público -desde la revolución científica del siglo XVII, la ilustración, las luchas de clase, los procesos decoloniales y antipatriarcales-, rara vez hemos asistido a un proceso de deslegitimación de las narrativas hegemónicas capaz de producir efectos tan fuertes en diversos puntos del sistema internacional. En este contexto, la insistencia con ligar el fenómeno de la desinformación con la política exterior de determinados países puede resultar contraproducente, una forma de patear al costado la pelota. Más aún si las iniciativas legales tomadas al respecto tienden a limitar la circulación de la información en los Estados que han hecho de ella una norma suprema.
Un estudio muy reciente sobre las causas del fenómeno de la desinformación en el caso del COVID-19, mostró como la tendencia a compartir información falsa en medio de la pandemia es en realidad comparable con la que se registra en el caso de fake-news políticas. En ambos casos, las personas son más propensas a compartir las noticias falsas (y que ellas mismas juzgan como “poco cuidadas”) que aquellas verdaderas[9]. La desinformación explota las “debilidades cognitivas” de las sociedades modernas, genera desorden y pluralidad de alternativas de verdad que ante la erosión de las narrativas hegemónicas se presentan como igualmente válidas. En el contexto actual, las noticias falsas acerca del coronavirus y sus efectos, no tienen validez en cuanto tales. No apuntan a modificar comportamientos en torno al uso del barbijo o conductas sanitarias individuales, sino a multiplicar cuanto más sea posible las fuentes de verdad, hasta desorientar y confundir al punto tal que pueda asumirse como real algo que en otras condiciones no se creería.
Los efectos que esto provoca, amplificados por el extraordinario progreso tecnológico vivido en los últimos 20 años, son asombrosos. La lógica de las redes sociales, que en cuanto redes se alimentan del valor cuantitativo de la circulación de la información, subvirtió la del periodismo clásico -especialmente el anglosajón-, basado en la búsqueda de calidad en la información: fuentes fidedignas, datos comprobados que permitan el acercamiento a lo verdadero. Y que esa verdad sirva de base a las libres decisiones que un sistema democrático y liberal garantiza a la ciudadanía. Desde esta perspectiva la manipulación de la información es lo más parecido a un virus cuya capacidad de infección podría llegar al mismísimo corazón de la democracia.
Pero también es verdad que el orden informativo occidental ha mostrado serias deficiencias. En América Latina es bien recordada la foto falsa de un Hugo Chávez moribundo publicada en la primera página del diario El País y difundida a todo el mundo en 2013. Como dijo Trump consultado por FoxNews sobre la política de desinformación china: “ellos lo hacen y nosotros lo hacemos. Todos los países lo hacen”. Aún sobrevolando sobre las intencionalidades de tal o cual gobierno en los mensajes difundidos por los medios, hay que reconocer que los criterios de confiabilidad periodística que conocemos están ligados a un modelo cuya evolución es histórica, y por lo tanto influida por las prácticas de poder llevadas adelante en el mundo de la comunicación y la información en el último siglo. Asimismo influyen sobre nuestra forma de ver y contar el mundo. Pensemos qué sería en términos comunicacionales el patriarcado, sino la matriz más importante de la manipulación informativa y de las fake-news que han circulado en occidente durante los últimos siglos.
El rumbo que han tomado en su mayoría las sociedades modernas ultra-conectadas y sobre-informadas, tiende a pronunciar los aspectos más favorables para la proliferación de la desinformación: concentración mediática, control sobre los flujos informativos, uso acrítico y puramente instrumental de las tecnologías de la información en los sistemas educativos… La “infodemia” por coronavirus no sería posible sin estas condiciones previamente existentes en el sistema internacional, sin “factores de riesgo” para cuyo antídoto aún debemos trabajar.
Referencias:
[1] Nota disponible en https://www.who.int/es/news-room/commentaries/detail/coronavirus-infodemic Permítasenos de todas formas un comentario urgente al respecto: debería ser buena práctica para combatir los problemas ligados a las manipulaciones informativas que las organizaciones oficiales evitasen de difundir sus declaraciones a través de páginas que redireccionan hacia portales privados que exigen formas de suscripción para poder ser leídos. Estas decisiones no hacen más que afianzar el clima de desconfianza que alimentan la búsqueda de “verdades alternativas”.
[2] Sobre este intento y el uso de la propaganda y la comunicación en el periodo de entreguerras en Europa se encuentra un interesante análisis de Duroselle y Renouvin en su “Introducción a la historia de las relaciones internacionales” (2010).
[3] Disponible en https://www.project-syndicate.org/commentary/china-soft-and-sharp-power-by-joseph-s–nye-2018-01
[4] Noticia difundida por el Financial Times, disponible en https://www.ft.com/content/d65736da-684e-11ea-800d-da70cff6e4d3
[5] Nota disponible en https://www.nytimes.com/2020/04/22/us/politics/coronavirus-china-disinformation.html
[6] Disponible en http://www.defensoria.org.ar/wp-content/uploads/2017/04/Declaración-Conjunta-sobre-Fake-News-2017.pdf
[7] Disponible en https://confiar.telam.com.ar/
[8] Una interesante nota al respecto se puede leer en https://www.handelsblatt.com/today/opinion/german-politics-the-post-factual-age/23542036.html
[9] Gordon Pennycook, Jonathon McPhetres, Yunhao Zhang y David Rand “Fighting COVID-19 misinformation on social media: Experimental evidence for a scalable accuracy nudge intervention” (2020) disponible en https://psyarxiv.com/uhbk9/
Federico Larsen
Integrante
Centro de Estudios Italianos
IRI – UNLP