La madrugada del 25 de junio de 1950, la península de Corea del Sur se vistió de un clima frío, sombrío y de gran incertidumbre. “Camaradas, las fuerzas del traidor Rhee Syngman -presidente a cargo de Seúl- han cruzado el paralelo 38 y comenzaron una invasión a toda escala para desafiar a nuestra república” fue la frase con la que el líder norcoreano Kim Il-Sung justificaba entonces la ofensiva hacia su vecino colindante. Apadrinado por la Unión Soviética, la operación Pokpoong –cuya traducción del coreano es “tormenta”- estaba en marcha.
Aquella tensión internacional que venía en aumento desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial había encontrado, hasta entonces, su punto más alto. El primer enfrentamiento armado indirecto entre los dos grandes bloques: Oriente contra Occidente, el comunismo contra el capitalismo. La península de Corea había sido anexada por el Imperio nipón en 1910. Derrotado en 1945, los soviéticos ocuparon el norte y los estadounidenses el sur acordando dividir las áreas de influencia por una línea que serpenteaba al paralelo 38. El 15 de agosto de 1948, se creó la República de Corea al sur y, días después, el 9, la República Democrática Popular de Corea al norte.
El entonces premier soviético, Joseph Stalin, venía de grandes derrotas en el Viejo Continente: un fracaso en bloquear Berlín occidental y la expulsión de las tropas comunistas de Yugoslavia por parte de Josiph Broz Tito. A esto se le sumaba la presencia norteamericana en el continente asiático a través de archipiélago japonés. Con el triunfo de la revolución comunista en China en 1949, Stalin veía en el apoyo a los norcoreanos la posibilidad de ganar terreno en Asia y modificar el tablero de juego a su favor.
Mientras las tropas de Kim Il Sung avanzaban con el respaldo soviético sobre el sur, en la embajada americana ubicada en Tokio, el entonces comandante en fuerzas Douglas MacArthur fue sorprendido con un llamado telefónico notificándole sobre la guerra. Ese mismo día, por pedido del presidente estadounidense Harry Truman, se convocó al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. A través de las resoluciones 82 y 84 se condenó la invasión y se convocó a los miembros del organismo a brindar ayuda militar a Corea del Sur. La decisión fue posible ya que el actual asiento con veto de la República Popular de China estaba ocupada por la China Insular -Taiwán-, motivo por el cual la URSS (también actual potencia con derecho a veto) había decidido no participar de las sesiones hasta que se le otorgara el reconocimiento correspondiente.
La invasión avanzó rápidamente. Las tropas del sur no estaban ni estratégica ni tecnológicamente preparadas para hacer frente al modernizado ejército norcoreano. Ni siquiera la ayuda de tropas americanas sirvió entonces para frenarlos. Esto provocó que, en menos de 72 horas, la capital surcoreana, Seúl, cayera bajo el poder del Norte comunista. De hecho, tal había sido el avance que para agosto de 1950, los militares de Corea del Norte hicieron replegar a sus contrincantes hasta la ciudad de Busan, al sur del país, capturando casi la totalidad del mismo.
El contraataque llegó con la fuerza militar de Naciones Unidas, lideradas por USA, el 15 de septiembre en la batalla de Incheon. El sorpresivo desembarco de más de 70 mil soldados a cargo de Mac Arthur permitió al bando de Naciones Unidas recuperar el control de dicha ciudad, reconquistar la capital surcoreana y que los comunistas del norte se vieran forzados a replegarse al otro lado de la frontera del paralelo 38.
Todo parecía haber cambiado de rumbo: con el control total de Corea del Sur y los norcoreanos replegados, el general estadounidense, apoyado por el presidente del sur, decidieron, el 4 de octubre, movilizar a las fuerzas aliadas para invadir Corea del Norte. Lo cierto es que ambos líderes coreanos, Kim Il-Sung y Rhee Syngman, compartían no sólo la construcción de regímenes autoritarios y personalistas sino la ambición de unificar la península.
Con Pyongyang, capital del Norte, capturada la victoria parecía inminente. Sin embargo, un nuevo actor entraba en la contienda: la República Popular de China. Mao Tse Tung, líder chino, ya había movilizado más de 100 mil hombres en su frontera con su par comunista y 870 mil más en Manchuria. Ignorando los informes militares, MacArthur le había asegurado al presidente Truman que China no intervendría si cruzaban el paralelo 38. Con la avanzada hacia el río Yalu, frontera con Manchuria, el general propuso bombardear el territorio que brindaba apoyo logístico a los norcoreanos. A pesar de la negativa de Truman, MacArthur lanzó una ofensiva el 24 de noviembre. Pero el gigante asiático contraatacó con toda su potencia de manera tal que obligó a los aliados a huir hasta Seúl.
Enfurecido por su fracaso, con la presión de Truman por su insurrección y el nuevo avance de los comunistas, el comandante estadounidense propuso el bombardeo atómico asegurando que ya no se trataba de una guerra contra Corea del Norte sino contra el comunismo en Asia. Con aquella declaración su final estaba marcado: el presidente norteamericano lo relevó por el general Matthew Ridgway.
Un año después, en 1951, la guerra parecía entrar en su fase de agotamiento. Con la reconquista de Seúl los enfrentamientos se concentraban en la frontera entre ambas Coreas. El 1 de junio, el secretario de Naciones Unidas había solicitado un cese al fuego. Las negociaciones entre las partes iniciaron el 10 de julio mientras la guerra procedía en baja intensidad.
Casi siete décadas después, el conflicto aún no ha cesado, al menos técnicamente hablando. El 27 de julio de 1953, se firmó un armisticio, no un tratado de paz, conocido como Paz de Panmunjom entre ambos. El mismo establecía la no agresión, retornar a las fronteras originales entre ambos Estados (el famoso paralelo 38) y la creación de una zona desmilitarizada de 4km de ancho que pasara por la misma.
Aún vigente, con el rearme nuclear de Corea del Norte (quien además tiene uno de los ejércitos más grandes del mundo) las agresiones y amenazas de un nuevo conflicto siguen latentes. En aquella franja, los anhelos de conquista no han desaparecido. En ella la Guerra Fría sigue más viva que nunca.
Augusto Gabriel Arnone
Colaborador de la Red Federal de Historia de las Relaciones Internacionales (CoFEI)
Departamento de Historia
IRI – UNLP