El 25 de junio de este año se cumplieron 70 años del inicio de la Guerra de Corea, aquella que conmovió al mundo en los comienzos de la Guerra Fría y que en sus tres años de duración dejó devastada a la península coreana, en términos materiales y humanos. Mucho se ha escrito al respecto, quién dio el primer paso en el conflicto, cuál fue el papel de las potencias extranjeras, cómo afrontaron la batalla los primeros mandatarios, entre otros interrogantes respondidos por las investigaciones históricas y políticas a lo largo de estos años. Sin embargo, el fin que la motivó nunca llegó a alcanzarse: restablecer la unidad de un pueblo con dos Estados, separados por una línea caprichosa y trazada a las apuradas en un mundo donde la U.R.S.S. y EE. UU. pujaban por su mitad. Todo siguió igual en términos geográficos, al norte la República Popular Democrática de Corea bajo el mando de quien sería el fundador de la dinastía Kim, al sur la República de Corea que se preparaba para un período largo de regímenes autoritarios y dictatoriales hasta llegar a lograr una transición democrática. En el medio, un pueblo al que lo acechaban las desgracias. 35 años de una dominación colonial altamente opresiva, con prohibición del uso de su propia lengua, con la obligación de adquirir nombres japoneses, con jóvenes mujeres enviadas como esclavas sexuales a servir al ejército, y un sinnúmero de avasallamientos a su historia, cultura, sociedad, se sumaba una división y ahora una guerra. Montañas de escombros, nulos ingresos económicos, alrededor de 3 millones de muertes, familias separadas por un paralelo y una zona desmilitarizada, entre otras tantas adversidades.
La guerra no logró nada más que prorrogar un período nefasto de la historia coreana, o quizás sí, algo peor, sentó las bases para mantener dividido al pueblo coreano hasta la actualidad. Las diferencias entre coreanos del norte y del sur se fueron incrementando en materia lingüística, cultural, incluso física y, claro, político-ideológica. Un estado de alerta permanente se instaló en el territorio todo que, a veces con más frecuencia que otras, sacude la frenética vida del sur y alimenta la legitimidad de los Kim en el norte. La tierra de la “calma matutina”, como solía conocerse a Corea, quedó escondida en páginas de libros de historia y en la añoranza de quienes todavía padecen las consecuencias del conflicto. Madres que dejaron de ver a sus hijos, hermanos intentando saber cómo fueron sus vidas y sus muertes, abuelos, tíos, primos que no lograrían reconocerse, pero sufren por no poder adecuarse ni olvidar en una cultura de raíz confuciana donde el grupo familiar ocupa un lugar central. 70 años pasaron y todo ello no cambió. Los intentos fracasaron, o no fueron lo suficientemente sinceros, y la conmemoración de esta fecha mantiene viva en la memoria la crueldad de las guerras, invitando al pueblo coreano todo a asumir que la violencia no es el medio. Lamentablemente cuando ello parecía aprendido, el régimen de los Kim decidió renovar la apuesta convirtiendo en humo y escombros la oficina de enlace en Kaesong, símbolo del diálogo y la diplomacia pacífica. Más aniversarios pasarán hasta poder alcanzar la unión de la península, aún con dos Estados.
Barbara Bavoleo
Coordinadora
Centro de Estudios Coreanos (CeCOR)
IR – UNLP