De esta manera con una simple carta se dió origen al Proyecto Manhattan, nombre en clave del proyecto nuclear de EEUU, que bajo la dirección científica de Robert Oppenheimer terminaría empleando 130000 personas y teniendo un coste final de 2 billones de dólares, y todo orientado a un objetivo: superar al proyecto nuclear nazi (nombre en clave Proyecto Uranio) dirigido por Ernest Heisenberg mediante el desarrollo de una bomba atómica funcional.
La carrera de la bomba atómica no era sólo científica sino también, y por sobre todo, política. Lo que explica por qué cuando, en 1944, los servicios de inteligencia norteamericanos tuvieron la certeza de que los físicos de Hitler no habían tenido buenos resultados en su intento de construcción de la bomba se ordenó, aun así, seguir adelante.
La convicción de que lo que Hitler podía hacer con una bomba atómica era aún peor, el llamado de su nación, la posibilidad de hacer realidad teorías, de tener presupuesto más que generoso para llevar adelante las investigaciones reunió a los mejores científicos del mundo. Una conglomeración que no se ha repetido en la historia y que dio resultados suficientemente conocidos por todos: con un diseño de bomba testeado y visiblemente funcional Harry S. Truman autorizó el lanzamiento de “Little Boy” sobre la localidad japonesa de Hiroshima, un 6 de agosto, transformando a la ciudad en un infierno.
En “Día uno. Así empezó la era atómica” Peter Wyden detalla la siguiente escena:
Mientras Hiroshima iba quedándose atrás, Caron dictaba su relato a una grabadora: “Una columna de humo se levanta rápidamente. Tiene un núcleo rojo llameante… Los incendios se extienden por todas partes… Hay demasiados para contarlos… Aquí está la forma de hongo de que habló el capitán Parsons…”
En el asiento del copiloto, trabajando en su propio registro de la misión número 13, Lewis escribió: Dios mío, ¿qué hemos hecho?”
Pocos días después de haber arrasado con Hiroshima y Nagasaki la postura ante el hecho cambió rotundamente, el mismo Oppenheimer en los años siguientes tuvo una disputa encarnizada con uno de los científicos que había trabajado bajo sus órdenes, Edward Teller, por la Bomba de Hidrógeno.
Muchos consideraban que la relativamente rápida rendición japonesa validaba la decisión de Truman de recurrir a las armas nucleares. Para ese entonces, los bombardeos de la fuerza aérea estadounidense ya habían causado más muertos que los que eventualmente provocarían los dos artefactos nucleares. Y Japón no se rendía.
Otros, sin embargo, no consideraban justificable el uso de armas o estrategias que no discriminan entre combatientes y civiles, y no faltó quien considerara que lo de Hiroshima fue un crimen de guerra.
Lo cierto es que la aparición de las bombas atómicas cambió completamente la estructura histórica de las confrontaciones internacionales. En 1970 surgía el Tratado de no Proliferación Nuclear al que al día de hoy se encuentran adheridos todos los países menos India, Pakistán y Corea del Norte, que poseen armas nucleares, e Israel, que se cree que las posee, pero nunca lo ha reconocido.
Este año el NPT cumple su quincuagésimo aniversario y corresponde celebrar una Conferencia para evaluar su estado. La catástrofe de las bombas atómicas, aunque ya superada con tenacidad y esfuerzo por los japoneses, nos llama a reflexionar sobre los riesgos de un nuevo desastre nuclear en un mundo donde aún se observa con inquietud cómo la investigación y el desarrollo en lo militar, y no nada más en lo nuclear, continúan creciendo en los países considerados como potencias de occidente e incluso en los de menor capacidad industrial.
María Solana Ledesma
Colaboradora de la Red Federal de Historia de las Relaciones Internacionales (CoFEI)
Departamento de Historia
IRI – UNLP