Corría octubre de 1988 y en Chile un plebiscito organizado por la dictadura cívico militar (buscando permanecer otros 8 años en el poder) era ganado por una oposición de 17 partidos políticos articulada en torno al “No” a Agusto Pinochet. Fue la respuesta de la sociedad civil a la clausura de la política partidista y las violaciones a los derechos humanos. El resto es conocido: el arcoíris opositor se transformó en una coalición que conquistó y retuvo el poder de 1990 al 2010, dando paso a una década de alternancia que se sobresaltó en otro octubre –de 2019- cuando estalló una rebelión social contra las elites políticas, algunas de las cuales habían participado de la recuperación del régimen civil del corte electoral.
Si bien en estas últimas tres décadas hubo crecimiento económico –particularmente pronunciado en los noventas- cabe señalar que dicho crecimiento estuvo acompañado por una desigual distribución de sus frutos. Las promesas incumplidas de la democracia fueron impugnadas por los movimientos sociales liderados por jóvenes estudiantes: secundarios en 2001 y 2006, universitarios en 2011, y por las marchas feministas de 2018. Es justo decir que en 1997, cuando los sueños del desarrollo parecían estar más cerca, el sociólogo Tomás Moulian se atrevió a postular en su ensayo “Chile actual anatomía de un mito”, que el país experimentaba el gatopardismo de un sistema que cambió para permanecer. Se trataba del neoliberalismo , corregido sin desaparecer, según lo afirmado por Manuel Antonio Garretón (2012).
Desde luego, cualquier examen desde la teoría de la ortodoxia neoliberal entiende que los Tratados de Libre Comercio no son parte del recetario, aconsejándose una rebaja unilateral de aranceles, cuestión que no aplica al país con más acuerdos comerciales del mundo. Sin embargo, el modelo chileno cada vez convencía menos a muchos de sus ciudadanos que vieron que sus sueños eran reemplazados por deudas e insatisfacciones. Lo público se transformó en el espacio de la precariedad, la exclusión del Mercado; por otro lado, el ámbito privado parecía el lugar de las oportunidades y la excelencia. Así, emergieron dos Chiles fuertemente desiguales. La implosión del sistema era una cuestión de tiempo y tal vez la pregunta es ¿por qué no antes? Un aumento de pasajes de metro y la decisión de estudiantes de saltar los torniquetes, evadiendo el pago, encendieron la mecha del “estallido” de octubre de 2019. Sucedió bajo concentraciones multitudinarias durant los meses de octubre y noviembre del año pasado, donde se expresó el variopinto rechazo a la clase política –la versión chilena del “que se vayan todos”- y la aversión ciudadana a una institucionalidad que parecía resguardar privilegios, al tiempo que excluía a amplios segmentos de población: feministas, mapuches, animalistas, pensionados, deudores habitacionales, clases medias desencantadas, marginalidad, aunque también barras bravas y anarquistas –, estos últimos con fuerte despliegue de una violencia callejera-. Y si lo común a todos era el rechazo al mundo político partidista su mayor símbolo era la constitución de 1980, hiperenmendada, aunque manteniendo sus alcances sociales y económicos originales (Ruiz Tagle y Cristi 2006).
Consciente de aquello, el mundo político ensayó un acuerdo en el Congreso el 15 de noviembre pasado, en tanto la rebelión de la calle había superado al gobiernoen un intento de encausar institucionalmente la furia de una parte de la población. El itinerario estableció un plebiscito de entrada para una nueva constitución, con una alternativa entre convención mixta (congreso más constituyentes electos) o una convención constituyente de 155 miembros electos directamente,es decir una Asamblea Constituyente. Una mesa técnica en diciembre estableció la paridad de género para su composición, con la idea de reservar un10% de escaños para pueblos indígenas. Este último es el camino que Chile escogió el domingo 25 de octubre último. Con ello se incorpora a la lista de Estados latinoamericanos que opta por un expediente, originalmente no previsto en la institucionalidad vigente, para dirimir la crisis de legitimidad: una Asamblea Constituyente[1]
Pero aquí comienzan las divergencias. Mientras muchas de estas experiencias de cambio fueron implementadas bajo condiciones de hegemonía política del Ejecutivo[2] el caso chileno destaca por la fragmentación de su campo político y con un gobierno desgastado por las movilizaciones del último año.
La paradoja consiste en que el contundente triunfo del apruebo (78% de los votos) no se refleja en la unidad de la oposición que tuvo 3 comandos: es claro que no se trata de una victoria de los partidos políticos. Todo ello sin olvidar que una parte de la derecha -probablemente la más social-liberal- también votó por la opción aprobatoria bajo la idea que era urgente colocar fin a los abusos del sistema económico, para permitir su sobrevivencia. El minoritario rechazo luce más monolítico de cara a la constituyente del 11 de abril próximo, con acuerdos electorales ya comprometidos para la elección de alcaldes y gobernadores de ese mismo día.
Del mismo modo, es pertinente recordar el riesgoso discurso anti-político que campea en el Chile actual, cuestión que podría beneficiar un incipiente populismo y que, sin embargo, no encuentra al líder de masas de otras latitudes. Hoy los 2 candidatos mejor posicionados son el ex partidario acérrimo de la dictadura, el alcalde de Las Condes Joaquín Lavín, que propicia un gobierno de “convivencia nacional” entre la centro derecha y la social democracia, y el militante comunista y alcalde de Recoleta, Daniel Jadue, que pretende un embate frontal contra el sistema mediante la unidad de la izquierda. Ambos con un discurso que relativiza a los partidos y una fuerte dosis caudillista.
Mientras el gobierno, que inició su mandato en 2018, previendo la posibilidad de una nueva Constitución –defendida por la ex presidente Michelle Bachelet durante su segunda gestión, mediante las recomendaciones de los “Cabildos ciudadanos territoriales”- descartó la posibilidad tempranamente, debiendo revisar dicha posición a raíz del desborde del estallido social, aun cuando una parte considerable del Gabinete provenía del rechazo a una nueva carta magna. Tras estos cambios el actual gobierno intenta reordenar sus filas de cara a la constituyente, recuperar la economía alicaída por la pandemia, controlar el brote del coronavirus y, sobretodo, restablecer el orden público.
Los factores esgrimidos proyectan que el parto de una nueva constitucionalidad en Chile no será fácil. Sin embargo, lo acontecido el pasado domingo es un inicio para quienes consideran que la Constitución del 80 tenía el “pecado original” de haber sido redactada bajo un autoritarismo en forma. Y aun cuando los enclaves autoritarios fueron purgados en la reforma de 2005 durante la presidencia de Ricardo Lagos, se abre la oportunidad de rebatir y reemplazar la noción de “Estado subsidiario” –legado del ideólogo de la constitución del 80, Jaime Guzmán, que funcionaría como dispositivo bisagra entre el sector nacionalista castrense y los economistas neoliberales “Chicago Boys”- para adoptar la idea de un Estado Social de Derechos, que recoja garantías de acceso de la ciudadanía a los bienes públicos. En este caso se trataría de un cambio estructural y no pura cosmética.
Referencias:
[1] Con la excepción de Bolivia cuya anterior Constitución de 1967 preveía el mecanismo en su artículo 4.
[2] En este sentido, Venezuela en 1999 representa el paradigma de falta de pluralidad en el debate con 6 constituyentes no Chavista de un total de 128.
Gilberto Cristian Aranda Bustamante (*)
Instituto de Estudios Internacionales
Universidad de Chile
(*) Invitado por el Director del Instituto en Relaciones Internacionales (UNLP), Norberto Consani