En Oriente Medio las conmemoraciones, los hitos y acontecimientos marcan el ritmo de un latido. Protestas reiteradas, plazas significativas, pero también escenarios que obedecen a las novedades vertiginosas de la era digital. Aniversarios de eventos infaustos que construyen la postal de la post revolución egipcia: el asesinato de Khaled Said, la masacre de Rabaa al-Adawiya, la cesión de las islas Tiran y Sanafir a Arabia Saudita, solo por nombrar algunos.
Egipto es el país más poblado del mundo árabe. Ostenta además cierto liderazgo regional, no solo basado en procesos identitarios sino en su posición geoestratégica: de cara a Europa y como enlace entre ambos continentes. Históricamente cosechó un protagonismo no desdeñable gracias a las banderas del panarabismo, y a su rol en el conflicto árabe-israelí, siendo, a su vez, precursor del Islam Político y del acuerdo de paz y reconocimiento a Israel.
Las protestas que surgieron el 25 de enero de 2011 en varias ciudades del país compartían antecedentes, demandas y consignas históricas dentro y fuera de sus fronteras nacionales. Aquello que había llevado al pueblo tunecino a rebelarse tras la muerte de Mohamed Bouazizi generó una identificación espontánea en Egipto y luego en otros países de la región. El lema “El pueblo quiere la caída del régimen” fue claro, contundente y la base social que lo sustentaba no cedió a ofrecimientos que quedaban a mitad de camino. Tras 18 días de protestas, Hosni Mubarak abandona su cargo luego de 30 años en el poder.
La sucesión de eventos institucionales posteriores -disolución del Congreso, elecciones legislativas y presidenciales, referéndum, reformas constitucionales, alianzas partidarias, etc.- derivaron en una oportunidad auténtica y compleja. La magnitud de lo que estaba en debate condensó en una coalición que llevó como candidato a Mohamed Morsi a la presidencia egipcia. El candidato de los Hermanos Musulmanes resultó ser el primer presidente civil electo en elecciones libres; su año en el poder, una experiencia de transición democrática fallida por diversos motivos.
Ahora bien, no solo existe un vínculo histórico entre estas largas trayectorias sino que, simbólicamente, Mubarak significaba muchas cosas y su caída también. Al-Sisi fue, entre otros cargos, ministro de defensa de Morsi, Mubarak vicepresidente de Sadat y este último a su vez de Gamal Abdel Nasser. La magnitud que tomaron los acontecimientos y la imposibilidad de resolver e inaugurar un camino donde prevalezca la competencia política nos obliga a preguntarnos una y otra vez por su significado y sus posibles efectos.
Consideramos que, a lo largo de esta experiencia, en ningún momento el poder político y económico dejó de estar en manos de la elite que lo acaparaba, los llamados “actores estatales”. Durante la supuesta transición no pudo plantearse un proyecto institucional con consenso que pudiera comprometer a todas las fuerzas políticas con propósitos de democratización. Cabe preguntarnos qué tan viable resultaba reformular la totalidad de la estructura política egipcia cuando los caminos que podrían habilitarla han estado vedados durante décadas. Lamentablemente, la victoria y el desenlace de Morsi sirven hasta hoy para justificar el sacrificio de la democracia en pos de la “estabilidad nacional”.
Observando los posicionamientos egipcios en el tablero tumultuoso que amontona los conflictos regionales, podemos deducir que la apuesta de Al-Sisi por el liderazgo egipcio se intensifica, incluso mediante concesiones a Arabia Saudita. De la misma manera, la censura y represión instaurada dan cuenta de lo férrea que es su postura por mostrarse, dentro y fuera de Egipto, como el garante de la estabilidad política y económica y de la “modernización” del país.
Cuando pensamos en el punteo regional pendiente, el conflicto en Libia, Yemen o los nulos logros conseguidos en las negociaciones con Etiopía por la Represa del Renacimiento, devuelven un panorama complejo. Asimismo, a pesar del apoyo que Egipto acapara a nivel internacional, la llegada de Biden a la presidencia de Estados Unidos y los cambios que se están produciendo en las relaciones entre Israel y sus vecinos, probablemente impongan la necesidad de una adaptación diplomática en el corto plazo para El Cairo.
Cecilia Civallero
Integrante
Departamento de Medio Oriente
IRI – UNLP