Aun cuando el actual presidente cubano y secretario general del Partido Comunista esté ataviado con todas las insignias del poder, pese a que la administración continúe con la implementación del reordenamiento económico planificado cuando todavía estaban los titanes del Olimpo revolucionario, incluso considerando que el propio Díaz-Canel fue designado por el mismísimo Comité Central liderado por Raúl Castro, no se puede soslayar que el objeto de furia de los manifestantes son las estructuras de intermediación, que no obstante haber sido exitosas en un tiempo pretérito, hoy lucen incapaces de controlar la multicrisis que se padece aquí y allá. El Partido Comunista cubano no escapa a ese sino.
El ciclo de estallidos sociales de 2019-2020 en América Latina, más bien rebeliones antioligárquicas, siguieron una dinámica de difusión política acelerada de sus ideas fuerza: comenzando por el levantamiento indígena ecuatoriano ante el alza de impuestos a los combustibles en Quito, del 3 de octubre de 2019, siguiendo por el “No son 30 pesos, son 30 años” por parte de estudiantes secundarios chilenos, aludiendo a la que veían como una decepcionante transición de consensos, o las revueltas de Colombia en noviembre del mismo año, República Dominicana y Perú. Una constelación que, de no ser por el caso boliviano, con el golpe blando de la cúpula militar a un Evo Morales decidido a ser sempiterno en la política de su país, podríamos también describir como movilizaciones antineoliberales.
Todas ellas constituyeron manifestaciones variopintas contra las exclusiones y abusos permitidos en el marco de democracias liberales representativas, acusadas de ser procedimentales antes que sustantivas por parte de sus detractores en calles y redes sociales. El epílogo parecía apuntar a que varias de la sociedades que no experimentaron la “ola rosada” de principios del siglo XXI, concretamente la costa del Pacífico de Sudamérica, finalmente darían paso a proyectos alejados del Consenso de Washington de los noventa del siglo pasado.
Sin embargo, la llegada de un cisne negro (Taleb, 2007) de contornos pandémicos, alteró las trayectorias disruptivas. En algunos casos abrió paréntesis y pausas; en otros, ralentizó canales electorales en curso, e incluso la carestía exacerbó el movimientismo que volvió a detonar con más fuerza en algunos casos, alcanzando incluso gobiernos de corte autoritario, como Nicaragua, Venezuela y Cuba.
No nos debería sorprender que el aleteo de la revuelta resonara en Managua o Caracas. Después de todo, la inestabilidad ha sido la tónica de los últimos años de ambos Estados. Pero Cuba parecía otra cosa: en la isla la proyección de una imagen de continuidad de un proceso revolucionario era garantizada por la urdimbre político-social y grupos como los Comités de Defensa de la Revolución que solían a actuar como diques de contención ante el menor atisbo de descontento social.
En ese sentido, lo primero que hay que hacer notar es que el llamado del Presidente Miguel Díaz-Canel Bermúdez para defender en la calle a la revolución de los “contrarrevolucionarios”, mediante la creación de Brigadas de Respuesta Rápida, es una señal inequívoca de que los seguros dejaron de funcionar como antaño. No podía ser de otra forma, la internet 2.0 que arribó masivamente a la isla hace pocos años fungió de verdadera cámara de eco del malestar social. El triunfo de su apabullante visualidad, verídica o fake, exhibió su potencial para imponerse a cualquier voluntad bajo la forma de un relato dominante, en momentos de desencanto.
La escasez crónica de medicamentos, alimentos e insumos, el racionamiento poco eficaz y especialmente el incremento de los contagios y muertes en la última semana ante un coronavirus desatado, fueron un combinación explosiva que explica el primer brote de repudio del domingo 11 de julio, en la localidad de San Antonio de los Baños. El simple “clic” para compartir una imagen explica que, en menos de 24 horas, las 15 provincias de la isla fueran sobresaltadas por una cadena de protestas entrelazadas al unísono con un “abajo la dictadura” o “no tenemos miedo”.
Era previsible que en una coyuntura económicamente deficitaria como la actual, sumado esto a la disposición de celulares personales, se eludiera rápidamente al cepo informativo del régimen. Es precisamente lo que ocurrió en las Primaveras Árabes en 2011, acto inaugural de las redes sociales, ensayándose como vehículo de confrontación política. Y tal como en Egipto de Mubarak, Díaz-Canel optó por el apagón energético. La unidad de una narrativa así lo exigía. De tal manera que las cifras de detenidos y víctimas de cualquier tipo de represión emerjan de una sola fuente, la oficial, que además culmina todo discurso con los factores externos, y así como aquí se alude a la conspiración bolivariana, en Colombia al castrochavismo, y surgen los mitos de “Chilezuela” y “Perúzuela”, en Cuba el responsable de todo lo malo es el imperialismo de los Estados Unidos.
Sin embargo, ignorar el cambio social que la cubanidad experimentó desde el llamado Período Especial, con que Fidel Castro enfrentó la caída del bloque soviético, mediante la inversión directa del capital extranjero, más la posterior y progresiva introducción de nuevas tecnologías de la información, es tratar de tapar el sol con un dedo.
De tal modo que, al menos una parte de las actuales generaciones, dejaron de lado el lema revolucionario “Socialismo o muerte” para reemplazarlo con la considerada subversiva canción “Patria y vida”. Es que la nomenklatura no comprende la magnitud de este cambio cultural y sigue pensando en términos del viejo Estado omnipresente, sin entender que en este hemisferio las sociedades civiles están emancipándose cada vez más de las formas pretéritas de vivir y experimentar la política, por lo que muchos partidos quedan irremediablemente rezagados. Y si en la vecina Haití la crítica principal al Estado es su incapacidad para cumplir con obligaciones básicas, constituyendo un Estado fallido, en Cuba, en cambio, el problema radica en la excesiva acumulación de poder en el aparato estatal cubano, lo que lo se ha vuelto irritante para un segmento de su población, horadando la legitimidad del sistema.
A lo anterior se suma que incluso algunos de sus logros indiscutidos en el campo de la medicina, como el desarrollo de vacunas propias contra el COVID –como La Soberana 1, Abdalla y Mambisa, por citar algunas– se relativizan a los ojos de los gobernados si no son suministradas oportunamente. Los cubanos saben que incluso otros países dirigidos por negacionistas de la gravedad de la referida enfermedad, comenzaron la inoculación en forma más precoz que la isla, lo que podría haber minado algo del prestigio de la eficiencia de las políticas de salud.
En definitiva, la generación de cubanos que salió a protestar el fin de semana pasado, quizás, tiene registro de memoria de aquellas manifestaciones del “Maleconazo” de agosto de 1994. Y ahora que los símbolos vivientes de la revolución ya no están al frente del país, el recambio de dirigentes no parece ni tan sólido ni tan enraizado como el tiempo de sus predecesores.
Aun cuando el actual Presidente cubano y secretario general del Partido Comunista esté ataviado con todas las insignias del poder, pese a que la administración continúe con la implementación del reordenamiento económico planificado cuando todavía estaban los titanes del Olimpo revolucionario, incluso considerando que el propio Díaz-Canel fue designado por el mismísimo Comité Central liderado por Raúl Castro, no se puede soslayar que el objeto de furia de los manifestantes son las estructuras de intermediación, que no obstante haber sido exitosas en un tiempo pretérito, hoy lucen incapaces de controlar la multicrisis que se padece aquí y allá.
El Partido Comunista cubano no escapa a ese sino. La que Enzo Traverso denominó “Melancolía de izquierda” (2019) tampoco parece ser un buen sucedáneo, solo una nueva relación entre la política institucional y sociedades cada vez más diversas, conscientes y demandantes puede hacer una diferencia. Cuestión nada fácil para un sistema que llegó el 1 de enero de 1959 para quedarse.
Gilberto Aranda B.
Doctor en Estudios Latinoamericanos y Profesor del Instituto de Relaciones Internacionales (Universidad de Chile). Académico invitado por el IRI.