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Departamento de América Latina y el Caribe

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El impacto del populismo en el proceso de toma de decisiones de la política externa Bolsonaro

Matias Mongan

La salida de Ernesto Araújo y la asunción del nuevo canciller Carlos Alberto França consolida el giro pragmático de la política externa bolsonarista, el cual nace como respuesta al triunfo de Joe Biden en las elecciones presidenciales de Estados Unidos y cuyo principal objetivo es evitar que Brasil quede aislado diplomáticamente en el nuevo escenario internacional que se abre con la llegada del demócrata a la Casa Blanca.

Más allá de que el fin de la política exterior “olavista” hizo que muchos se ilusionan con la posibilidad de que Brasil retome los lineamientos autonomistas que históricamente moldearon su diplomacia, este escenario resulta poco probable –al menos en un futuro próximo- ya que Jair Bolsonaro seguramente buscará radicalizar su discurso polarizante para llegar competitivo a las elecciones presidenciales del 2022 lo que atenta contra la intención del nuevo canciller de llevar adelante una política exterior “pragmática” que recuperé el legado del Barón de Río Branco.

La política exterior como herramienta para fortalecer el modelo de desarrollo

En su ya clásico artículo de 1988 “Diplomacy and Domestic Politics: The Logic of Two-Level Games” Robert Putnam consideró que la diplomacia debe ser entendida como un “juego de dos niveles”. Una metáfora que según la perspectiva ilustra las tensiones con las que deben lidiar los tomadores de decisión al momento de definir los lineamientos de una política externa.

En el nivel nacional, los grupos domésticos persiguen sus intereses presionando al gobierno para que adopte políticas favorables, y los políticos buscan poder construyendo coaliciones entre esos grupos. A nivel internacional, los gobiernos nacionales tratan de maximizar su propia capacidad para satisfacer las presiones internas, al tiempo que minimizan las consecuencias negativas de los acontecimientos internacionales. Ninguno de los dos juegos puede ser ignorado por los responsables de la toma de decisiones mientras sus países sigan siendo interdependientes, pero soberanos”[1] (Putnam, 1988:434).

En Brasil las elites diplomáticas siempre tuvieron en claro que la política externa debía ser entendida como un “juego de dos niveles” y que en este marco su principal objetivo era fortalecer el modelo de desarrollo nacional, es más ya en 1987 –un año antes de que saliera el célebre artículo de Putnam- Celso Lafer ya hacía hincapié en que toda política externa debía tratar de compatibilizar las necesidades internas con las posibilidades externas. “Corresponderá entonces a los formuladores de nuestra política exterior identificar estas posibilidades y encontrar la mejor manera de aprovecharlas en favor del desarrollo nacional, balanceando entre visiones del mundo conflictivas y no consensuadas”[2] (Gomes Saraiva, Velasco Júnior, 2016:318).

Esta forma de entender la diplomacia la podemos rastrear hasta el inicio de la República. Así por ejemplo durante la República Velha (1889-1930), sostiene Amado Cervo (2004), el paradigma liberal-conservador construyó al “interés nacional evocando un concepto de sociedad simple, compuesto fundamentalmente de dos segmentos: los grandes propietarios de tierras y dueños del poder; y el resto de la sociedad, fuesen esclavos, ex esclavos, trabajadores libres o inmigrantes”, lo que según el autor los llevó a confundir el interés nacional con sus propios intereses, es decir, los del grupo socio-económico hegemónico (Cervo, 2004: 185). De ahí que la gran preocupación de los tomadores de decisión fuera que la política exterior resultará funcional a los intereses de los productores de café (el principal commodity que vendía Brasil durante el período) y de otros productos agrícolas como leche, caucho, goma, para así asegurarse su respaldo político; una práctica que en la historiografía se conoce como la “política del café con leche” (Viscardi 2001, Fausto 2013).

En este sentido uno de los principales objetivos de la “alianza no escrita” (Burns 1966) con Estados Unidos, impulsada por el Barón de Río Branco a comienzos del siglo XX, no sólo era consolidar la viabilidad nacional de Brasil manteniendo al mismo tiempo intacta su soberanía frente a la futura potencia hegemónica (algo que finalmente terminó ocurriendo, ya que durante su gestión al frente Itamaraty (1902-1912) se logró poner fin a las disputas territoriales con los países vecinos en condiciones favorables para los intereses brasileños) sino también garantizar el acceso de las materias primas al pujante mercado norteamericano, contribuyendo así a preservar el status quo en el plano interno.

Cuando el precio mundial del café comenzó a declinar a fines del siglo XIX (el valor promedio por saco pasó de 4.09 libras en 1893 a 1.48 en 1899), las elites cafeteras, señala Theotonio Dos Santos (1995), dejaron a un lado su histórico recelo hacia el intervencionismo estatal y, a través del denominado Acuerdo de Taubaté de 1906, consiguieron que el Estado les garantice el precio del café y así poder preservar sus beneficios económicos.

“El acuerdo de Taubaté, en 1906, establecía un precio fijo para la venta de café y tomaba medidas para mejorar su producción y controlar su oferta. Comenzaba así una política proteccionista de valorización del café, que buscaba neutralizar su tendencia a la baja, a través de financiamientos de los centros productores (São Paulo, Minas Gerais y Rio de Janeiro firmaron el acuerdo) por los recursos de la Unión. Solo la intervención estatal consiguió salvar la economía de este producto, lo cual chocaba con los principios liberales que la burguesía agraria apoyaba hasta entonces” (Dos Santos, 1995: 35).

Como bien señala el autor, esta nueva política sólo sirvió para alargar la inexorable decadencia de la hegemonía cafetera paralelamente que le generaba al país importantes costes económicos y profundizaba su vulnerabilidad internacional.

La crisis financiera internacional de 1929 y la posterior llegada al poder de Getulio Vargas en 1930 puso fin a los privilegios de la élite latifundista y condujo a una reconfiguración del modelo de inserción internacional brasileño. La apuesta de Vargas por la industrialización como medio para poner fin a los patrones de dependencia imperantes en Brasil, afirma Gerson Moura (1980), propició la inclusión de nuevos actores que paulatinamente comenzaron a ganar preponderancia en el proceso de toma de decisiones de la política externa.

“Desde este punto de vista, la revolución de 1930, resultante de una crisis que rompió la unidad de la oligarquía agroexportadora en torno al sistema político vigente, no produjo una clara hegemonía de ningún sector o clase, estableciéndose así un «estado de compromiso» que se fortalece y se hace autónomo como organizador del pacto social, y al mismo tiempo permite la participación de antiguos y nuevos actores en el proceso de toma de decisiones”[3] (Moura, 1980:61).

Más allá de que el paradigma desarrollista iniciado por Vargas partía de la idea de que la política exterior debía contribuir a satisfacer los intereses de una sociedad compleja y que, a diferencia del paradigma anterior, trabajaba con “un concepto de interés nacional múltiple, correspondiéndole a la diplomacia, mediante las relaciones exteriores, equilibrar la suma de los intereses segmentados cuyas exigencias a veces colisionaban, pero teniendo en cuenta el destino de la nación”(Cervo, 2004 189), al momento de poner en funcionamiento un modelo de inserción internacional es inevitable que las percepciones de los tomadores de decisión terminen priorizando a algunos actores en desmedro de otros -más allá de que los políticos siempre pretendan contentar a la mayor cantidad de sectores posibles para fortalecer su nivel de consenso-.

Así, por ejemplo, siguiendo Cervo, podemos considerar que el bloque mental del paradigma desarrollista y su firme creencia de que la industrialización por sustitución de importaciones iba a permitir que Brasil dejé atrás su “atraso histórico” principalmente benefició a lo que Moura denomina como los “nuevos actores” (los grupos de interés vinculados a la industrialización y los beneficiarios de la urbanización y del crecimiento del propio Estado) en detrimento de los “viejos actores” (las oligarquías regionales de extracción agraria que dominaban el panorama político durante la República Vieja (Moura, 1980: 61). En este sentido la “diplomacia pendular” impulsada por Vargas entre 1935 y 1942 precisamente apuntaba a fortalecer el nuevo modelo de desarrollo impulsado por el gobierno, un comportamiento internacional al cual el autor definió como “autonomía en la dependencia” (p. 189).

La hegemonía del paradigma desarrollista continuó vigente hasta comienzos de la década del noventa y llevó a que los distintos gobiernos de la época impulsen una política externa defensiva, a la que Gelson Fonseca Jr. (1998) calificó como “autonomía por la distancia”, para proteger al proceso de industrialización brasileño de los nocivos efectos de un sistema internacional asimétrico que contribuía al congelamiento del poder mundial (Araújo Castro 1971), lo que según el entonces representante de Brasil en las Naciones Unidas, João Augusto de Araújo Castro, a su vez limitaba el pleno desarrollo económico del país al perpetuar reglas internacionales desiguales que beneficiaban al centro en detrimento de la periferia. “La noción de congelamiento también permite un distanciamiento de las dos superpotencias [Estados Unidos y la Unión Soviética] ya que, en este marco conceptual, ambas son criticadas por ejercer un condominio de poder que inmoviliza el sistema internacional, al no permitir el “ascenso” de los países medios”[4](Fonseca Jr., 1998:349).

Más allá de que con el fin de la dictadura militar Brasil progresivamente buscó insertarse en el sistema de gobernanza global para alcanzar sus objetivos geopolíticos y de paso intentar neutralizar aquellos temas que representaban una amenaza tangible para su interés nacional (una práctica a la que Fonseca Jr. denominó como “autonomía por la participación”), los principales lineamientos del modelo de desarrollo no se vieron alterados como consecuencia del fin de la Guerra Fría y la ideología desarrollista siguió ocupando un rol preponderante dentro del proceso de toma de decisiones de la política externa.

Una muestra de esto es que mientras la mayoría de los países de región abrían sus economías de forma indiscriminada para sacar provecho de la globalización, el paradigma del estado normal (Cervo 2004), a pesar de impulsar políticas aquiescentes que aumentaron los niveles dependencia externa de Brasil (como la adhesión al Régimen de Control de Tecnología de Misiles y al Tratado de No Proliferación Nuclear), mantuvo los mismos reparos respecto al funcionamiento del sistema internacional planteados en su momento por la Política Exterior Independiente (1961-1964) y por el Pragmatismo Responsable (1974-1979). Por otra parte utilizó al regionalismo (sobre todo al Mercosur) como herramienta defensiva para proteger los sectores productivos más sensibles de la competencia externa, en una muestra clara de que la autonomía y la dependencia muchas veces conviven al interior de una misma política externa.

“La interpretación dada al Mercosur, que coincidía con los intereses del gobierno argentino durante el mandato de Menem, de regionalismo abierto, permitió a Brasil, sin exclusivismo ni alineamiento, adherirse simultáneamente a las normas y regímenes internacionales de su interés y, al mismo tiempo, garantizar la preservación de una «reserva de autonomía»[5] (Pinheiro, 1998, p. 61) que se objetivaría por el espacio de maniobra regional” (Vigevani, Oliveira, Cintra, 2003:45-46).

El ascenso al poder de Lula da Silva en el 2003 abrió paso para la irrupción del cuarto y último paradigma de política exterior desarrollado por Amado Luiz Cervo: el paradigma del estado logístico (2003-2016). “La ideología subyacente al paradigma del estado logístico asocia un elemento externo, el liberalismo, a otro interno, el desarrollismo brasileño. Funde la doctrina clásica del capitalismo con el estructuralismo latinoamericano… Recupera la autonomía decisoria, sacrificada por los normales, y se interna por el mundo de la interdependencia implementando un modelo decisorio de Inserción autónoma. Su intención final es la superación de las asimetrías entre las naciones, es decir, elevar el grado de desarrollo nacional al nivel de las naciones avanzadas” (Cervo, 2004: 197).

Este período estuvo marcado por algunas particularidades que lo diferencian del anterior. Así por ejemplo el aumento del precio de los comoditties permitió que las viejas elites latifundistas recuperen preponderancia en el proceso de toma decisiones de la política externa, una tendencia que se mantendría vigente hasta la actualidad. No obstante esta situación el principal beneficiado de la política externa lulista sin dudas fueron las empresas internacionalizadas (Odebrecht, Andrade Gutiérrez, Queiroz Galvão, Camargo Corrêa, OAS, Vale, Embraer, por nombrar sólo algunas de las más destacadas); ya que uno de los principales objetivos de la política externa “activa y altiva” (Amorim 2015) consistió, precisamente, en “dar apoyo logístico a los emprendimientos, públicos o privados (preferentemente estos últimos) con el fin de robustecerlos en términos comparativos internacionales” (Cervo, 2004: 198), siguiendo así el modelo impulsado por las potencias desarrolladas del Norte (principalmente por los Estados Unidos, el cual según Cervo era percibido como el ejemplo a seguir por el paradigma logístico).

El accionar de estas empresas tenía una gran importancia para el país desde el punto de vista no sólo económico sino también geopolítico, ya que las mismas resultaban funcionales al relato impulsado en ese momento por Itamaraty que buscaba presentar a Brasil como una potencia regional de alcance global (Gratius 2008, Grabendorff 2010). Más allá de que el gobierno de Fernando Henrique Cardozo ha sido acusado de impulsar una política externa de “prestigio”[6] (Pinheiro, Soares de Lima 2018), en consonancia con el concepto desarrollado por Hans Morgenthau (1971), lo cierto es que esta acusación también la podemos hacer sobre el gobierno de Lula – así como a otros períodos de la política externa brasileña- ya que durante el 2003-2010 Brasil sistemáticamente sobredimensionó sus capacidades económicas e intensificó su proselitismo en los foros multilaterales con la esperanza de obtener el reconocimiento internacional acorde al que consideraba como su nuevo rol y así poder consolidarse como potencia regional de alcance global.

Pero no obstante el esfuerzo diplomático y económico realizado en el marco de la denominada “autonomía por la diversificación”(Vigevani, Cepaluni 2007), una vez que Lula abandonó el Palacio Planalto quedó en evidencia que la misma generó más costos que beneficios ya que la falta de “poder duro” impidió que Brasil pueda cumplir con los objetivos geoestratégicos planteados durante el período. Ante esta situación y al ser consciente de que enfrentaba a un escenario internacional menos benigno para las potencias emergentes en comparación con el disfrutado por su antecesor, la presidenta Dilma Rousseff (2011-2016) desmontó el andamiaje diplomático creado por Lula y dotó a la política externa brasileña de un carácter meramente reactivo lo que, según Gomes Saraiva y Velasco Júnior, llevó a que Brasil vaya perdiendo protagonismo tanto en el ámbito global como en la esfera regional.

“Incluso las inversiones del BNDES en infraestructuras regionales fueron puestas en jaque al agravarse la crisis fiscal y en función del avance de los procesos judiciales contra contratistas brasileños por corrupción. La economía brasileña atravesó un período difícil y las medidas para hacer frente a los costes de la cooperación regional no fueron vistas con buenos ojos por el gobierno… Como elemento agravante, la combinación de las expectativas brasileñas de recibir apoyo en la región a las aspiraciones globales del país con el rechazo a una institucionalización que restrinja la autonomía de acción brasileña tanto en los marcos regional como internacional aumentó los costos del liderazgo de Brasil a un nivel que el gobierno de Dilma no estaba dispuesto a cumplir»[7](Gomes Saraiva, Velasco Júnior, 2016:309-310).

El inicio en 2014 de la causa judicial “Lava Jato” y la posterior destitución de Dilma Rousseff en 2016 pusieron definitivamente en jaque la continuidad del paradigma logístico y abrieron paso a un escenario de incertidumbre en el país. Mientras en el plano interno se ahondaba la crisis de representatividad y crecía la desconfianza hacia el sistema político en general (una situación que a la postre terminaría beneficiando a los intereses electorales del propio Jair Bolsonaro) en el plano internacional el gobierno de Michael Temer infructuosamente buscó reinstalar el paradigma normal para así diferenciarse de la política externa impulsada por el Partido de los Trabajadores (PT). Pero su incapacidad para comprender la magnitud de los cambios que está atravesando un orden mundial en plena “transición” lo llevó a impulsar un modelo de inserción internacional anacrónico que sólo contribuyó a profundizar la dependencia (Mongan 2021).

Bolsonaro y el populismo como elemento distorsionador de la política externa

El ascenso al poder de Jair Bolsonaro en 2019 produjo una profunda reconfiguración de la política externa, ya que su predisposición a extrapolar al plano internacional la dicotomía nosotros-ellos, utilizada por los líderes populistas para generar consenso en el plano interno, atenta contra la aplicación de la autonomía -concepto central que ha moldeado la política externa de Brasil desde el inicio de la República) tal como históricamente ha sido utilizada por las dos corrientes de pensamiento predominantes en Itamaraty: el paradigma americanista y el globalista (Soares de Lima 1994, Ayllón Pino 2007).

Esta situación también llevó a que el país se someta durante el período 2019-2021 a un inédito alineamiento automático con los Estados Unidos el cual se estructuró a partir de argumentos normativos y no económicos, diferenciándose así de las anteriores administraciones englobadas dentro del denominado paradigma “americanista ideológico” (Gaspar Dutra (1946-1951), João Café Filho (1954-1955),Castelo Branco (1964-1967) y Collor de Mello(1990-1992) las cuales a pesar de supeditarse a los intereses geoestratégicos de Washington en la región al menos buscaron racionalizar aspectos de la dependencia para obtener algún tipo de beneficio económico concreto. La política externa bolsonarista, en cambio, desde un inicio dejó en claro que la alianza de Brasil con EEUU no sólo buscaba fortalecer los vínculos comerciales sino también robustecer la defensa de los valores y del patrimonio simbólico de Occidente “Trump no debe ser leído en clave de relaciones internacionales o de ciencia política, sino de la titánica lucha entre la fe y su ausencia, entre el mundo construido por la fe y el mundo que está siendo destruido por los «valores» [globalistas]”[8] (Araújo, 2017: 351).

La llegada del hasta entonces desconocido Ernesto Araújo al Ministerio de Relaciones Exteriores y su propuesta de poner en funcionamiento una “metapolítica externa” que le permita a Brasil actuar no solo en el plano geopolítico sino también en el “cultural-espiritual” (Araújo, 2017: 351) produjo importantes cambios en el proceso de toma de decisiones, ya que la diplomacia dejó de ser considerada como una herramienta para fortalecer el modelo de desarrollo y pasó a estar al servicio de un relato polarizante por intermedio del cual Bolsonaro construyó su gobernabilidad en el plano interno. “La ideologización de la política exterior fue construida estratégicamente por Bolsonaro y por el ala olavista durante los últimos años e integró la campaña electoral. Las ganancias que persigue la política exterior practicada por esta ala no son principalmente económico-comerciales sino de naturaleza simbólica, con el objetivo de movilizar la base electoral del presidente”[9] (Schutte, Fonseca y Carneiro, 2019:99).

A pesar de que el ex militar llegó a la presidencia con el respaldo de los grupos económicos y las elites empresariales, estos rápidamente se desencantaron con el nuevo gobierno ya que se dieron cuenta que el alineamiento automático con Estados Unidos no sólo no les iba a redundar ningún tipo de beneficio económico sino que además debían soportar a diario los exabruptos de Bolsonaro o del canciller Araújo que perjudicaban sus intereses comerciales.

Más allá de que las provocaciones lanzadas por el núcleo duro del “olavismo” (Gomes Saraiva, Costa Silva, 2019) la mayoría de las veces quedaron en la nada, bien ya porque los constreñimientos estructurales finalmente terminaban limitando su margen de acción (como por ejemplo ocurrió con el intento de trasladar la embajada brasileña a Jerusalem) o porque los contrapesos institucionales que existen dentro de la propia Itamataty lograban moderar la diplomacia “rupturista” (Spektor, 2019) impulsada por los seguidores del “filósofo” Olavo de Carvalho, su relato polarizante e ideologizado contribuyó a dilapidar el “prestigio” cosechado por Brasil durante la era Lula y a ahondar su aislamiento internacional.

De ahí que no sorprende que las elites empresariales ya desde el año pasado estén trabajando para encontrar un candidato que le dispute la presidencia a Bolsonaro en el 2022 (su principal apuesta parecía ser Sergio Moro, pero su candidatura ahora aparece en entredicho ya que su imagen pública quedó muy golpeada luego de que la Corte Suprema considerará que actuó con “parcialidad” en el juicio que llevó a la primera condena del expresidente Lula da Silva) mientras pacientemente esperaban la oportunidad para vengarse del “olavismo”.

Esta finalmente llegó tras la sorprendente derrota de Donald Trump en las elecciones presidenciales Estados Unidos 2020, ya que sin el republicano en la Casa Blanca Bolsonaro se quedó sin su principal referente internacional y la figura a partir de la cual el “olavismo” estructuraba el relato de la política externa. A pesar de que el mandatario e incluso el propio Araújo buscaron dotar de un mayor pragmatismo a la política exterior para evitar que Brasil profundice su aislamiento internacional durante la era Biden, este esfuerzo no bastó para mantener en el cargo a un canciller que ya se había creado demasiados enemigos y que sólo continuaba al frente de Itamaraty gracias al respaldo incondicional brindado por el Presidente.

¿Se abre una nueva etapa en la política externa brasileña?

Luego de la derrota de Trump a Bolsonaro no le quedó otra opción más que exigirle la renuncia a Araújo, quien a fines de marzo sería reemplazado por el embajador Carlos Alberto França (quien hasta ese entonces se desempeñaba como Asesor Jefe de la Asesoría Especial del Presidente de la República y que al igual que su predecesor nunca estuvo al frente de una embajada).

No obstante su poco dilatado currículum, dado su perfil profesional desde el ámbito académico y diplomático se ilusionaron con la posibilidad de que bajo su gestión Brasil retomé los lineamientos que históricamente caracterizaron a su política externa. Esta percepción se fortaleció aún más tras su discurso de toma de posesión, cuando haciendo mención a la lucha contra la pandemia del COVID-19 el funcionario se comprometió a impulsar un intenso esfuerzo de cooperación internacional sin exclusiones y a abrir nuevas vías de acción diplomática “sin preferencias de esta o aquella naturaleza”. Para finalizar su alocución el nuevo canciller le recordó a Bolsonaro la importancia de estrechar los vínculos con otros países siguiendo así el legado del Barón de Río Branco quien “tan bien supo promover, en las circunstancias de su época, la conjugación entre la apertura para el mundo, la defensa de la paz y del derecho y el fortalecimiento de nuestra soberanía. Es esta línea de continuidad la que nos corresponde actualizar a cada generación. Y es con este espíritu que asumo las funciones…”[10] (França, www.gov.br, consultado en agosto del 2021).

Durante estos últimos meses Brasil dejó definitivamente atrás la política externa populista del “olavismo” y acentuó el giro pragmático ya iniciado durante el final de la gestión Araújo. El nuevo canciller volvió a ubicar a Sudamérica en el centro del modelo de inserción internacional y a pesar de mantener el pedido de rebajar el Arancel Externo Común del Mercosur acercó posiciones con Argentina, con quien actualmente negocia la posibilidad de establecer una rebaja “consensuada´” de la alícuota para así mejorar la competitividad económica del bloque sudamericano (dejando de esta forma sólo a Uruguay, quien insiste en la necesidad de que los países miembros puedan suscribir acuerdos comerciales unilaterales con terceros países por fuera del Mercosur).

No obstante esta situación, sería erróneo pensar que con la llegada de França Brasil va a retomar los lineamientos autonomistas que históricamente moldearon su diplomacia, porque, como bien señala Soares de Lima (1994), dadas “las características imperiales del presidencialismo brasileño y las propias de la corporación diplomática-ausencia de clientelas específicas en la sociedad o en la política-, el poder de la última es función de la sinergía establecida entre ella y el Poder Ejecutivo” (Soares de Lima, 1994:33).

Por eso por más que el canciller pueda impulsar una nueva agenda temática que apunte a revertir el daño generado sobre la imagen internacional del país por la política exterior “olavista”, será Bolsonaro el que defina si se abre una nueva etapa en la diplomacia brasileña o si por el contrario persistirán las distorsiones que caracterizaron al período Araújo.

Aunque luego del triunfo de Joe Biden el presidente bajó su perfil para contribuir al reposicionamiento internacional buscado por su gobierno, la proximidad de las elecciones presidenciales 2022 y la certeza de que Bolsonaro va a hacer todo lo que tiene a su alcance para prolongar su estadía en el poder atenta contra la intención del nuevo canciller de llevar adelante una política exterior “pragmática” que reconstituya el poder blando de Brasil.

Al ser consciente de que necesita mantener a su base electoral movilizada para llegar con chances a los comicios, lo más probable es que el ex militar vuelva a poner en funcionamiento el “juego de doble nivel dirigido al electorado” (Schutte, Fonseca y Carneiro, 2019) que tanto réditos políticos le ha dado durante su mandato y radicalice su discurso para intentar polarizar con el PT. Una situación que amenaza con profundizar la crisis política e institucional en el país y con incrementar el aislamiento internacional de la otrora potencia emergente.

Notas

[1] Fragmento original: “At the national level, domestic groups pursue their interests by pressuring the government to adopt favorable policies, and politicians seek power by constructing coalitions among those groups. At the international level, national governments seek to maximize their own ability to satisfy domestic pressures, while minimizing the adverse consequences of foreign developments. Neither of the two games can be ignored by central decision-makers, solong as their countries remain interdependent, yet sovereign”. Traducción propia.
[2] Fragmento original: “Caberá, então, aos formuladores da nossa política exterior identificar essas possibilidades e encontrar o melhor caminho para aproveitá-las em favor do desenvolvimento nacional, equilibrando-se entre visões conflitantes e não consensuais de mundo”. Traducción propia.
[3] Fragmento original: “Desse ponto de vista, a revolucao de 1930, derivada de uma crise que rompeu a unidade da oligarquia agro-exportadora em torno do sistema politico vigente, nao resultou em hegemonia clara de qualquer setor ou classe, estabelecendo-se por isso mesmo urn ‘Estado de compromisso’ que se fortalece e se autonomiza como o organizador do pacto social e ao mesmo tempo viabiliza a participacao de antigos e novos atores no processo deciserio”. Traducción propia.
[4] Fragmento original: “a noção de congelamento também permite um distanciamento em relação as duas superpotências que, agora, neste marco conceitual, são, ambas, criticadas porque exercem um condomínio de poder que inmobiliza o sistema internacional, não permite a “ascensão” dos países médios”. Traducción propia.
[5] Fragmento original: “A interpretação dada ao Mercosul, nisso coincidindo com os interesses do governo argentino nos mandatos de Menem, de regionalismo aberto, possibilitou ao Brasil, sem exclusivismo ou alinhamento, simultaneamente, aderir às normas e aos regimes internacionais de seu interesse e, ao mesmo tempo, garantir a preservação de uma “reserva de autonomia” (Pinheiro, 1998, p. 61), que se objetivaria pelo espaço de manobra regional”. Traducción propia.
[6]Según Robert Gilpin (1981) el prestigio, más que el poder, es la moneda corriente de las relaciones internacionales, así como la autoridad es la característica central del ordenamiento de la sociedad doméstica. “El prestigio es `enormemente importante´ porque `si tu fuerza es reconocida, generalmente puedes lograr tus objetivos sin tener que usarla´. Por esta razón, en la conducción de la diplomacia y en la resolución de conflictos entre los Estados, en realidad se utiliza relativamente poco la fuerza abierta o las amenazas explícitas. Más bien, el regateo entre Estados y los resultados de las negociaciones están determinados principalmente por el prestigio relativo de las partes implicadas” (Foong Khong, 2019: 130).
[7] Fragmento original: “Até mesmo os investimentos do BNDES em infraestrutura regional foram postos em xeque na medida em que a crise fiscal foi se agravando e em função do avanço dos processos judiciais contra dirigentes das empreiteiras brasileiras por corrupção. A economia brasileira atravessou um período difícil e movimentos com vistas a arcar com custos da cooperação regional não foram vistos com bons olhos pelo governo…Como elemento agravante, a combinação de expectativas brasileiras de receber apoio na região às aspirações globais do país com a rejeição a uma institucionalização que restringisse a autonomia de ação brasileira nos marcos tanto regional quanto internacional aumentou os custos da liderança brasileira para um patamar que o governo Dilma não se mostrou disposto a atender”.
[8] Fragmento original: “Não se deve ler Trump pela chave das relações internacionais ou da ciência política, mas sim da luta titânica entre a fé e sua ausência, entre o mundo construído pela fé e o mundo que vai sendo destruído pelos “valores” [globalistas]”. Traducción propia.
[9] Fragmento original: “A ideologização da política externa foi construída estrategicamente por Bolsonaro e pela ala olavista ao longo dos últimos anos e integrou a campanha eleitoral. Os ganhos perseguidos pela política externa praticada por essa ala não são primariamente econômicos-comerciais, mas sim de natureza simbólica, visando mobilizar a base eleitoral do presidente”. Traducción propia.
[10] Fragmento original: “… Tão bem soube promover, nas circunstâncias de sua época, a conjugação entre a abertura para o mundo, a defesa da paz e do direito, e o fortalecimento da nossa soberania. É essa linha de continuidade que nos cabe atualizar a cada geração. E é nesse espírito que assumo as funções…”. Traducción propia.

Referencias Bibliográficas

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“Discurso de posse do senhor Ministro de Estado das Relações Exteriores, Embaixador Carlos Alberto Franco França – Brasília, 06/04/2021”, disponible em web: https://www.gov.br/mre/pt-br/centrais-de-conteudo/publicacoes/discursos-artigos-e-entrevistas/ministro-das-relacoes-exteriores/discursos-mre/discurso-de-posse-do-senhor-ministro-de-estado-das-relacoes-exteriores-embaixador-carlos-alberto-franco-franca-2013-brasilia-06-04-2021