¿Por qué conmemorar los 50 años de un golpe de Estado que supuso niveles inéditos de violencia en la historia de Chile, tanto en la acometida contra el gobierno como en la instauración de la dictadura que le siguió? Hasta el día de hoy, se trata de un tema complejo sin unanimidad en la sociedad chilena aunque con consenso respecto de evitar su repetición ante el costo y sacrificio en vidas humanas.
Parafraseando a Carlos Huneeus, el quiebre de 1973 tuvo una “doble naturaleza”. Por una parte, significó un largo invierno de 17 años en la dilatada tradición democrática; quizás comenzada a fraguar desde 1888 cuando se estableció el voto masculino, que aunque incompleto para la mitad de la población, fue pionero en América Latina y vanguardista en el mundo. Por otro lado, implicó la instauración de una dictadura con violación sistemática de los derechos humanos que impuso la transformación económica integral según los postulados de la Escuela de Chicago, a manera de ensayo de una teoría que más tarde aplicaría la Gran Bretaña de Margaret Thatcher y los Estados Unidos de Reagan. El experimento fue de una economía de mercado, según la clasificación de Linz y Stepan (1996), excluyendo al Estado de la economía, sin ningún tipo de protección social y con privatización del sistema de pensiones, de la salud y de la educación. La restauración de las libertades civiles y los derechos políticos en 1990, no alteró sustancialmente dicha dimensión, lo que devino en crecimiento económico con concentración del ingreso y desigualdad.
El primer filo del golpe de 1973 canceló una experiencia inédita en América Latina y también al comparársele con Europa Occidental: La Guerra Fría había dividido tectónicamente a socialistas y comunistas, con lo cual Allende recogía el imperativo de unidad de las izquierdas. Segundo, la oportunidad histórica de construcción del socialismo al interior de una democracia representativa, es decir un derrotero alternativo no sólo al de la revolución leninista de octubre de 1917, sino también al foquismo de Guevara y Debray. La vía chilena al socialismo era un proyecto que carecía de la dosis de violencia y de verticalidad de otras experiencias, tal como el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro le expresó al futuro senador frenteamplista uruguayo Alberto Couril, “un país que hace el socialismo, pero no la revolución”, en línea con el economista Paul Sweezy quien precozmente la definió como un intento de construcción del socialismo, sin inquirirse por el fin del capitalismo (1973). Finalmente, este proceso se caracterizó por el encandilamiento que ejerció sobre la intelectualidad occidental, el papel autónomo de las fuerzas sociales que no respondían a sindicatos o partidos, tales como los cordones industriales o los comandos comunales (espacios donde –según Touraine en 1974- se expresaba “la pureza de la luchas populares”), aunque con un corolario de multiplicación de huelgas y paros sin contención.
Un año después de que Allende se terciara la banda presidencial compareció ante el conocido dilema de “avanzar consolidando” o “consolidar avanzando”, con que su gobierno abandonó el ámbito socialdemócrata de reformas profundas para adentrarse en transformaciones del sistema (Joignant y Navia, 2013). Por su parte, Zimbalist observa que “[s]i el Estado se mueve más rápido que las masas (…), si el Estado nacionaliza sin primero ‘consolidarse’, entonces repetirá el dilema de Lenin de mayo de 1918 y después” (1973). La colisión con las fuerzas de oposición se hace inevitable. Y desde luego, aparecen las críticas ex post –como la de Steenland (1974) y la de líderes que apuntan a las debilidades de una revolución desarmada- por falta de previsión de una confrontación armada, olvidando que aquello significaba traicionar el espíritu del proyecto.
En las explicaciones de las causas, desde antes de la investigación seminal del ya clásico de Arturo Valenzuela “El quiebre de la democracia en Chile” publicado por primera vez en 1978, siguen priorizándose los factores endógenos. Están las que brindan explicaciones desde el aparato legal y electoral, con Maurice Duverger quien asegura que si una oposición considera inaceptable la transformación revolucionaria, entonces “no será posible establecer el socialismo mediante métodos liberales y legalistas” (1973); o Raymond Aron quien responsabiliza a la ausencia de ballotage bajo la Constitución de 1925 el origen de la “tragedia de Chile” (1973).
Sobre el papel de las Fuerzas Armadas, que ejecutaron el golpe, la discusión decanta en la superación de la mera caja de resonancia del orden económico o de ventrílocuos de las clases altas, tal como apuntan Mouzelis (1986) y Nunn (1975), para relevar la defensa de los intereses corporativos castrenses. Finalmente, no se puede obviar la acción combinada de la extrema derecha doméstica, así como la de otros grupos políticos y económicos, indagada con rigor desde Chile y en el extranjero.
La dimensión internacional, también es de larga data académica. El activismo de Estados Unidos en la conspiración contra la Unidad Popular es ya indiscutible, particularmente después de la desclasificación de archivos que Peter Kornbluh evaluó con el sugerente título de “atrocidades y rendición de cuentas” (2003). Mucho antes un protagonista – el ex canciller Clodomiro Almeida (1977)- y el profesor Paul Sigmund (1977), coincidían en que el papel de Washington aunque relevante no fue decisivo. Joan Garcés (1974) agregó que no se podía olvidar que la UP se desplegó durante el plano más alto de la coexistencia pacífica esgrimida por Moscú, pudiendo arriesgar dicha política.
Otro actor a menudo citado es Cuba, cuya revolución gravitó sobre las izquierdas de la región, y sin el cual el abrupto final de la vía chilena al socialismo difícilmente hubiera recibido la atención que tuvo, según Joignant y Navia (2013). Aunque se indaga desde los 80, con Joaquín Fermandois como pionero (1982 y 1985); hoy una nueva generación de autores en Inglaterra, Francia, España y desde luego Chile, exploran una relación de matices entre ambos proyectos transformadores y, sobre todo, el triángulo entre Cuba, la Izquierda revolucionaria y la UP. Sus trabajos aportan indicios de uno de los asuntos más sensibles para las izquierdas, infra debatido en dicho campo, que es cuánto pesaron las querellas intestinas de la UP en su tragedia.
Europa, particularmente la mediterránea, siempre miró con detención el golpe en Chile, comenzando por España en que el caso chileno y la revolución de los claveles en Portugal brindaron lecciones al tardofranquismo y a la oposición, que terminaron favoreciendo el cambio político. Mientras, desde Le Monde Duverger afirmaba que toda transición al socialismo en un país occidental requería de certezas para las clases medias sobre su destino. En Italia la elección de Allende en 1970 había aparecido a los dirigentes del Partito Comunista Italiano (PCI) como esperanza de transformación de la sociedad al colectivismo por medio de la vía electoral. La Moneda incendiada fue leída como una advertencia para el Arco Costituzionale (Demócratas cristianos, comunistas, socialistas, socialdemócratas y republicanos), respecto de los riesgos de un golpe de estado. Los comunistas se convencieron de la necesidad de un acuerdo con la Democracia Cristiana para formar un gobierno de unidad nacional contra todo autoritarismo. Adicionalmente, la cadena de solidaridad con Chile fue vasta, manifestándose de variadas formas y especialmente con la recepción al exilio.
Finalmente, no se puede omitir la figura del Presidente Allende, cuyo episodio biográfico final ha dado lugar a distintas exégesis que alimentan el enigma que encierra toda “tragedia griega”, partiendo por la crítica a sus dudas y contradicciones en el último dialogo con la oposición, aproximándolo a un héroe hamletiano. No hay que olvidar, desde un ejercicio contra-fáctico -de haber prosperado la negociación entre Allende y la Democracia Cristiana liderada por Aylwin-, tal vez podría haberse evitado el golpe. También aparece la construcción de una imagen del combatiente armado que habría sido fulminado por el fuego enemigo durante el asalto a La Moneda. Este enfoque permitía filiarlo al modelo de la muerte heroica de la narrativa guerrillera, descartando la tesis verídica del suicidio.
Existe otro ícono: el de la resistencia hasta ofrendar la vida en defensa no sólo de las convicciones de cambio social pacífico, sino que, ante todo, del voto popular y la Constitución.
Gilberto Aranda
Profesor Titular de la Universidad de Chile
*Invitado por el Instituto de Relaciones Internacionales