La situación que atraviesa el Medio Oriente desnuda nuevamente la incapacidad de los órganos multilaterales para enfrentar graves amenazas a la paz y seguridad internacionales y frenar las crisis humanitarias. Según señala el profesor Rafael Calduch en su libro Dinámica de la Sociedad Internacional (Editorial Ceura, Madrid, 1993), un mecanismo de seguridad colectiva corresponde a un sistema de Estados que se asocian, usualmente firmando un tratado, y adoptan un compromiso expreso por el cual renuncian al uso de la fuerza para resolver las disputas entre ellos, al mismo tiempo que prometen usar la fuerza contra cualquiera que rompa la primera regla. En este esquema, el eventual Estado agresor debe ser disuadido por la perspectiva de una aplastante coalición y, si la disuasión fracasa, el agresor será derrotado por la acción militar emprendida por esta coalición. Bajo este punto de vista, es claro que, a estas alturas, el sistema de seguridad colectivo a nivel global, basado en el accionar del Consejo de Seguridad, es un sistema esencialmente trunco.
Prácticamente desde su creación, el Consejo de Seguridad ha estado sometido a una serie de críticas respecto a su real capacidad de frenar amenazas graves a la paz y seguridad internacionales, la razón de ser del sistema de las Naciones Unidas, desde su creación en 1945. Tras la caída de la cortina de hierro, las debilidades del Consejo resultaron especialmente visibles, tras su inoperancia ante los genocidios de Bosnia, Kosovo, Ruanda y Darfur.
Últimamente, la inacción ante la invasión de Ucrania y la masacre en Gaza dan cuenta de la inutilidad práctica del que debiera ser el organismo más relevante del sistema de Naciones Unidas, en tanto sus decisiones pueden involucrar el uso de la fuerza, según los preceptos del capítulo VII de la Carta de San Francisco. Luego del ataque de Hamas sobre Israel, el conflicto en Medio Oriente ha dejado más de 10.000 muertos como consecuencia de los ataques de ese país sobre Gaza, muchos de ellos niños y niñas. La ofensiva ha tenido como blanco hospitales y escuelas, lo que constituye una violación del derecho internacional humanitario.
Ante ello, el multilateralismo global, azotado desde hace años por una severa crisis, ha respondido pobremente. En el Consejo de Seguridad se han bloqueado cuatro proyectos de resolución para detener el conflicto. Frente a esa situación, con el antecedente primigenio de la denominada Resolución “Unión Pro Paz” de 1950, adoptada en la Asamblea General de Naciones Unidas durante la Guerra de Corea, en su rol subsidiario en materia de paz y seguridad internacionales, y los preceptos de la noción de la Responsabilidad de Proteger, el 27 de octubre pasado se aprobó el texto “Protección de los civiles y cumplimiento de las obligaciones jurídicas y humanitarias”, en el cual se solicita una tregua humanitaria inmediata, duradera y sostenida que conduzca al cese de las hostilidades.
Pero lo cierto es que las resoluciones de la Asamblea General no son vinculantes. Demuestran un valioso apoyo y voluntad política de la comunidad de naciones, pero sus efectos son, por decir lo menos, moderados. Por ejemplo, ante la inacción del Consejo de Seguridad frente a la invasión de Rusia sobre Ucrania, la Asamblea General ha adoptado seis resoluciones sobre la materia, pero el conflicto continúa, sin un cambio evidente en las actitudes de los actores involucrados.
Ambos conflictos dan cuenta de las debilidades del multilateralismo global y de la fuerza que toman los preceptos clásicos de la realpolitik. La crisis del multilateralismo queda en evidencia con la preferencia de los Estados poderosos por actuar al margen de las Naciones Unidas, o de reunirse en instancias ad hoc más pequeñas y de corte minilateral, como el Diálogo de Seguridad Cuadrilateral (QUAD), compuesto por Australia, India, Japón y Estados Unidos, o el Pacto AUKUS, entre Australia, Estados Unidos y Reino Unido.
Si la idea es mantener dosis de gobernanza global y no caer en el más pleno Estado de Naturaleza, descrito de manera cruda por Thomas Hobbes en el Leviatán, donde prime la autoayuda y el “camino propio”, resulta imperativo reformar el Consejo de Seguridad, un organismo históricamente azotado por una crisis de legitimidad, dada su estructura esencialmente oligárquica; de representatividad, donde el mundo en desarrollo está subrepresentado; y sobre todo de eficacia, en tanto cuando es más necesaria su actuación para frenar masacres humanitarias, este se bloquea dado el poder de veto de sus miembros permanentes.
En un escenario internacional gravemente complejizado en su momento por la pandemia, luego por la Guerra en Ucrania y ahora por el conflicto entre Israel y Hamas –sin olvidar las numerosas crisis estructurales e invisibles que viven una serie de Estados en el mundo, particularmente en África-, que muestra tendencias evidentes hacia la anarquía y la entropía, con una crisis global de los liderazgos, resulta más necesario que nunca revivificar el multilateralismo y entregarle operatividad, particularmente en el pilar de la paz y seguridad. América Latina, en cuyos países conviven comunidades israelíes y palestinas, tiene mucho que aportar en este debate, desde una mirada regional. Si la integración avanza a paso cansino, al menos la región debe avanzar en consensos mínimos para aportar al diálogo sobre la seguridad global y el sistema de seguridad colectivo que se necesita, a menos que se desee seguir por el camino de la irrelevancia estratégica.
Jorge Riquelme
Doctor en Relaciones Internacionales
IRI-UNLP