El pasado miércoles los gobiernos de Irlanda, Noruega y España anunciaron que finalmente reconocerían al Estado de Palestina a partir del 28 de mayo de 2024, sumándose a los 143 países, fundamentalmente de Asia, África y América Latina, que ya lo han hecho. Esta decisión constituye un hito en la historia de las relaciones entre Europa Occidental y Palestina, donde el proceso de reconocimiento no se ha llevado a cabo, al igual que en Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Los países de Europa Oriental adhirieron, en su momento, a la declaración de independencia palestina proclamada en Argel, en 1988. Todavía eran tiempos de Guerra Fría. Suecia había sido el último país europeo en anunciar el reconocimiento en 2014. De esta forma, la decisión de los tres abre una nueva tendencia, que podría generar una suerte de presión, especialmente por parte de España e Irlanda, sobre otros socios en la Unión Europea para imitarlos. También constituye un desafío al primer ministro israelí Benjamin Netanyahu, envuelto en una guerra, quien aseguró que, durante su gobierno, la posibilidad de un Estado palestino resultaba impracticable. Pero, ¿cuáles son los alcances de un eventual reconocimiento que acabe en la ratificación de la independencia palestina?
Este gesto de Irlanda, Noruega y España se suma a otros esfuerzos que se han estado realizando en el sistema internacional para detener el conflicto. El 12 de diciembre pasado, la Asamblea General reclamó un cese al fuego inmediato. Luego, el 29 de diciembre, Sudáfrica acusó de genocidio a Israel ante la Corte Internacional de Justicia. El 25 de marzo, el Consejo de Seguridad reclamó la suspensión de hostilidades durante el mes sagrado de Ramadán. El 20 de mayo, el fiscal de la Corte Penal Internacional, Karim Khan, emitió órdenes de arresto contra el primer ministro Benjamin Netanyahu, el líder de Hamas Yehya Sinwar y otros involucrados en el conflicto en curso. En un contexto de cuestionamiento a los organismos internacionales, éstos luchan por sobrevivir y demostrar la vigencia, aunque débil, de ciertos principios rectores del derecho internacional humanitario.
En el corto plazo, esta medida no aportará una solución clara a los problemas que asolan en Gaza. La ofensiva ordenada por el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu después del ataque perpetrado por Hamas, el 7 de octubre del año pasado, arroja por saldo la muerte de más de 35 mil personas, el desplazamiento forzado de otras 900 mil y la destrucción del 70% de la infraestructura existente en la Franja, incluyendo escuelas y hospitales. Constituye, de momento, un consuelo, un gesto humanitario, de empatía, una suerte de bálsamo frente a la trágica situación que atraviesan los palestinos y, de alguna forma, busca poner fin a un padecimiento que se originó hace 76 años.
En el largo plazo, los efectos de esta medida pueden tener mayor impacto. Se fortalecerían los reclamos palestinos vinculados a ejercer su derecho de soberanía efectiva al interior de las fronteras inmediatamente previas a la guerra de 1967, incluyendo Gaza, Cisjordania y Jerusalén Oriental. Esto implicaría forzosamente la salida de las tropas de ocupación israelíes, el desmantelamiento de las colonias implantadas al interior del eventual Estado palestino y un nuevo estatus para la ciudad santa, a la cual Israel considera de forma íntegra como su capital. Junto con ello, recuperaría el control del espacio aéreo, hoy cerrado, y la jurisdicción sobre veinte millas náuticas en el mar Mediterráneo, frente a la Franja de Gaza, actualmente reducidas a seis y en el marco de un bloqueo naval. También retomaría el control de sus fronteras, volviéndose innecesario el permiso israelí para el cruce de bienes y personas desde Gaza a Egipto, como sucede en la actualidad. Recuperaría, por otra parte, el control de los recursos hídricos. Además, tendría el derecho de conformar un Ejército profesional para defender su territorio, punto que actualmente se encuentra vedado por los acuerdos suscritos. Finalmente, quedaría resguardado el derecho de retorno de los refugiados y sus descendientes, en tanto el mismo reviste carácter personal.
A nivel internacional, Palestina, constituida como Estado, podría formar parte de Naciones Unidas como miembro pleno, en caso de que, tras lograr la aprobación de la Asamblea General, logre eludir el veto estadounidense en el Consejo de Seguridad. Esta nueva membresía le permitiría votar resoluciones, postularse para presidir órganos y comités e integrar cualquiera de los organismos especializados de la entidad. Actualmente, su condición de delegación observadora con estatus especial no le permite ejercer estas funciones. También le permitiría apelar a la Corte Internacional de Justicia para sostener sus reclamos.
Está claro que estos reconocimientos constituyen solo una punta de lanza para la conformación del Estado Palestino definitivo. Sin embargo, implica dejar de esperar a que Israel esté dispuesto a que ese Estado se origine, sosteniendo el statu quo.
Además de la ocupación de su territorio, la Autoridad Nacional Palestina deberá reafirmar su soberanía asumiendo el control de Gaza, actualmente en manos de Hamas. También resulta necesario volver a poner en marcha los mecanismos electorales, detenidos en 2007, que permitan un funcionamiento adecuado de la Presidencia, el Consejo de Ministros y el Consejo Legislativo, brindando mayor legitimidad a sus autoridades. Con una población bajo asedio, estos objetivos se muestran todavía muy lejanos.
Said Chaya
Integrante del Departamento de Medio Oriente
IRI-UNLP