Departamento de Derecho Internacional
Artículos
De la Paz Perpetua de Kant al auge libidinal de la Guerra: el incumplimiento del Derecho Internacional
Carlos Gil Gandía[1]
La guerra ha sido una constante histórica en la práctica de las relaciones entre pueblos, monarquías y Estados. Y su lenguaje nunca se ha ido de nuestras vidas (ej. léxico belicista utilizado contra la covid-19). Se han elaborado reglas que normalizan la guerra y sus límites (ius in bello e ius ad bellum) y, por ende, justificándola incluso so pretexto de consideración moral (Escuela de Salamanca), con el objetivo de mostrar el fetiche ideológico de la utilidad (¿para quién o para qué?). También se han desarrollado normas para erradicar la guerra de conformidad con la noción paz. En cualquier caso, la guerra representa una falla del espíritu ilustrado moderno porque, al fin y al cabo, la paz es un ideal que hemos heredado.
Kant eleva la paz a la categoría de valor supremo, un objetivo ético al que todas las fuerzas del Derecho público deben rendir tributo, especialmente las democráticas. El provinciano más universal, con permiso de Walt Disney, nos dejó en herencia, entre muchas otras obras, Sobre la paz perpetua: un opúsculo de la literatura de Sully, Crucé, Penn, Saint-Pierre, Spinoza, Vattel, y Bentham (Truyol y Serra, 1985).
Kant esperaba que la paz seguiría a la justicia cuando la voluntad general descubriera el concepto de derecho entre los pueblos, sobre la base de la libertad y la igualdad. Fiat iustitia, pereat mundus. Sin justicia, no habrá paz. El filósofo confiaba en que la razón humana aplicaría gradualmente los principios morales para asegurar la justicia, ayudando a una configuración jurídica universal. En este sentido, la obra de Kant concierne al mantenimiento de la paz por medio de instituciones jurídicas basadas en principios comunes compartidos por los Estados, a fin de que estos interactúen con base en una estructura jurídica que pacifique la selva hobbesiana. La propuesta kantiana consistía en la creación de una confederación de repúblicas independientes, a la que se podrían añadir nuevos países de forma voluntaria. Esta idea, práctica y realista, se materializa, salvando muchas distancias, en la ONU, que con sus más y sus menos, es lo mejor que existe desde 1945, aunque, ciertamente, ya no cumple con los propósitos para lo que fue creada. Quizá lo más adecuado para la propuesta kantiana habría sido un híbrido entre la ONU y la OTAN, junto con un mundo ideal como el que existe en el seno de la UE (antónimo, por suerte, de la Europa del s. XVI).
La guerra es un estado psíquico violento e inseguro. La Carta de las Naciones Unidas brindó un hilo cultural-jurídico que conecta la Ilustración con un nuevo orden jurídico internacional público que permite salir del estado de la naturaleza hobbesiano con el objetivo de configurar un principio de Estado de Derecho internacional sobre la base de unos principios fundamentales, entre ellos la prohibición de la amenaza y el empleo de la fuerza en las relaciones internacionales, la tipificación de la guerra de agresión como un crimen contra la paz, la exigencia de un previo ataque armado como condición indispensable de la legítima defensa y la atribución al Consejo de Seguridad (Cap. VII y art. 2.4 del tratado mencionado) de la responsabilidad en el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales. De este modo, en el interregno de los años treinta y cuarenta del siglo pasado no solo surgieron −y desaparecieron− monstruos sino también nació una cultura de la paz como valor, principio, objetivo y, deseablemente, como derecho humano. Sin embargo, no seamos ingenuos. Toda la estructura jurídico-institucional creada a partir de la Carta de la ONU no es un descanso de las fuerzas, apelando a Paul Valéry, sino un imafronte en la que conviven Estados fuertes y débiles, con la pugna entre dominantes y dominados, donde ha existido una tregua de guerra entre las fuerzas existentes, pero no realmente paz. Por eso, tengamos presente que el Derecho Internacional siempre camina entre crisis estructurales (objetiva) y legitimidad (subjetiva), por el propio devenir del comportamiento de la sociedad internacional.
Tras la caída del muro de Berlín, el entonces presidente de Estados Unidos George Bush padre, dio un memorable discurso en el Congreso de Estados Unidos a favor de un nuevo orden mundial con una larga paz y con base en la cooperación y la acción colectiva, en el marco del multilateralismo de la Carta de las Naciones Unidas. La letra pequeña ha demostrado que ese discurso se quedó en un mero relato fantasmagórico o, en términos de mercado, publicidad engañosa. El nuevo orden mundial era, realmente, el viejo con otro disfraz (Chomsky, 1994). Ello es debido a la hegemonía unilateral norteamericana auspiciada en los años 90 e incrementada tras el 11S. De este modo, «el Derecho Internacional acaba siendo así el Derecho de los Estados Unidos en sus relaciones con los demás Estados y Organizaciones Internacionales» (Remiro Brotóns, 2004).
EE.UU, Estado democrático, menosprecia el Derecho Internacional, algo que, en la lógica kantiana, no cabe. De hecho, recordemos el crimen de agresión con el que comenzó el siglo XXI. Bajo el pretexto de unas supuestas armas de destrucción masiva, Estados Unidos y sus aliados (con el gobierno español de Aznar a la cabeza, en contra de la oposición de toda la población española, que sí asumía y asume el ideal ilustrado) llevaron a cabo una acción armada contra Irak sin cumplir con la legalidad internacional y una guerra contra el terrorismo que, sin duda alguna, ha menoscabado las libertades y los derechos de todo ciudadano (Ramón Chornet, 2021), y cuyos efectos de aquella aventura geopolítica que creó e incremento el terrorismo internacional aún permanecen en los suelos iraquí y sirio.
En febrero de 2022, Rusia cometió un crimen de agresión contra Ucrania. En octubre de 2023, Hamás asesinó a ciudadanos israelíes y secuestró a otros tantos, provocando una reacción militar desproporcionada de Israel contra la franja de Gaza, la cual está siendo judicializada por la Corte Penal Internacional y la Corte Internacional de Justicia. En 2024, según el Institute for Economics & Peace, hay 56 conflictos armados activos en el mundo, con 92 países involucrados más allá de sus fronteras. Por lo tanto, el mundo ha alcanzado el pico más alto de guerras desde la II Guerra Mundial.
Hay que celebrar que se ha avanzado respecto de la época de Kant en materia de una paz más duradera pero no perpetua porque, además, se ha constatado que el sistema de seguridad colectiva de las Naciones Unidas se reduce a la palabra que dice, no la palabra que hace, merced al Consejo de (¿qué?) Seguridad. De este modo, la Paz Mundial ha sido siempre un cínico títere verbal en boca de los países occidentales, en cuyo mundo ad intra sí hubo paz, pero que fue pinchada con la guerra ruso-ucraniana, principalmente por dos razones: está en suelo europeo y, sobre todo, Rusia dispone verdaderamente de armas nucleares. Occidente se ha dado cuenta de que, al despertar, se encontró con el dinosaurio de la guerra en su tierra, despertando de este modo su ingenuidad.
La UE y sus Estados miembros (dejemos de lado aquí a EE.UU) están reduciendo los presupuestos destinados a la lucha contra el cambio climático y la transición ecológica para aumentar el rearmamento militar por intereses bélicos con base en el mantra our geopolitical awakening (que a bien crítica de Lucas, 2022), que no solo afectan al Estado en sí, sino que también involucran a otros actores, como las empresas de armamento, que fabrican las monturas del caballo de la Guerra; mientras, las ciudadanías de los Estados y en especial de las democracias están prácticamente excluidas de un efectivo ejercicio de la voz y el voto en la política exterior sobre la base de la razón de Estado y secreto militar, secundados en el término seguridad.
En la vida cotidiana en el vasto mundo, siempre ha existido lo monstruoso (tanto lo goyesco como el imaginario de Mary Shelley), cuya naturaleza se adapta a cualquier sistema político, cultural y jurídico, en cualquier tipo de vida más o menos apacible. Las guerras de antaño y las híbridas y asimétricas de hoy se desatan, y pocos gobiernos estatales parecen inquietarse por el paisaje que dejarán las batallas en términos de pérdidas humanas, daños a los ecosistemas y el incumplimiento del Derecho Internacional. Este Derecho se ha constatado que, en casos de conflicto con la intervención de los Estados hegemónicos que obligan a los demás a elegir bando, solo puede aspirar a actuar como un resorte de contención del auge libidinal y desinhibido del estado de naturaleza en las relaciones internacionales, es decir, a imponer una tregua a la guerra, pero no la paz.
Bibliografía
Remiro Brotóns, A. (2004). ¿Nuevo orden o Derecho Internacional? Revista de Ciencias Sociales del Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset, núm. 3. pp. 1-23.
De Lucas, J. (2022). Sobre la guerra. Anuario de la Facultad de Derecho. Universidad de Extremadura, núm. 38, pp. 157-185.
Chomsky, N. (1994). Nuevo orden mundial (y el viejo). Austral.
Ramón Chornet, C. (2021). La guerra contra el terrorismo. Veinte años después. Tirant lo Blanch, sección de cine y derecho.
Truyol y Serra, A. (1985). Inmanuel Kant. Sobre la paz perpetua. Tecnos.
[1] Profesor Ayudante Doctor de Derecho Internacional y Relaciones Internacionales de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, España.