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Eurasia en la transición

Departamento de Eurasia

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Eurasia en la transición

Héctor Dupuy

Desde el fin de la guerra fría (1989-1991), los especialistas en geografía política y geopolítica venimos intentando establecer parámetros a fin de aproximarnos a una definición del tipo de etapa que se viene presentando en la política mundial. Definiciones como “orden geopolítico unipolar”, “hegemonía unipolar condicionada”, “multipolaridad imperfecta”…

Es indudable que todas estas etiquetas están demostrando la comprensión que, al salir de un orden geopolítico tan definido como lo fue la etapa anterior, se ingresaba lógicamente a una transición hacia un nuevo orden.

Estudiosos como Modelski (1987), Wallerstein, Taylor (2002) o Arrighi (2007) han trabajado sobre esta idea de un momento en que la historia acontecimiental se toma su tiempo para definir la instalación de una o unas nueva/s potencia/s hegemónica/s que marquen el rumbo de la nueva etapa. Es un momento crítico de ajuste, de aparición de nuevos códigos, de reunión de voluntades diversas en una sola dirección y de definición del nuevo o renovado líder mundial.

Con el fin de la guerra fría, el nuevo orden parecía cantado. Si existía una hegemonía bipolar, un mundo dividido en dos bloques sin margen para los neutrales, la caída de uno de los antagonistas entronizaba automáticamente al otro.

Sin embargo, la situación no era tan sencilla. Si bien la hegemonía estadounidense no fue contestada desde ningún ángulo de la geopolítica mundial, el nuevo hegemón no las tenía todas consigo. Venía arrastrando una situación económica no tan envidiable.

Por otra parte, a lo largo del orden geopolítico que finalizaba, la gran potencia norteamericana había dado muestras de importantes fisuras en su poder político, tanto diplomático como militar, permitiendo el desarrollo de un crecimiento de las fuerzas del tercer mundo, frente a una de las cuales –Viet Nam- sufrió su derrota más humillante y debiendo acudir, para acallar a las otras, a los aliados locales más crueles e inhumanos con el tremendo desprestigio que estos hechos conllevaron.

Así, la transición hacia un nuevo orden significó una nueva agenda política basada en la aplicación de un plan económico fruto de un acuerdo cerrado de tecnócratas y estadistas, el Consenso de Washington, que actuó como tratado legitimador. Para ello se acudió a la iconización de un conjunto de hechos significativos: la “Caída del Muro”, la mediática “Guerra del Golfo” y textos definitorios de un supuesto soporte científico, como “El fin de la Historia” de Fukuyama o “La guerra de las civilizaciones” de Huntington (Brieger, 2001). Por fin, el 2001 vio nacer el último punto de esta nueva agenda: la guerra declarada al terrorismo internacional islámico y a sus principales aliados estatales (Siria, Irán, e Irak). Por su parte, la necesidad de un antagonista de peso que justificara el accionar bélico, fue marcando el surgimiento de un otro a denostar, Rusia. El nuevo orden, así planteado, aplicaba sólo en el marco de un predominio bélico.

Esta estrategia geopolítica, base del nuevo orden unipolar norteamericano, se apoyaba en una estructura financiera transnacional muy concentrada pero propensa a los sobresaltos y crisis localizadas –“efectos”, “burbujas”–, una “globalización supraestatal” con estructuras institucionales debilitadas y anómicas, y una potencia hegemónica de mucho poder militar pero escasa legitimidad ideológica.

Como puede advertirse, si bien el hegemón era una potencia americana, todo el imaginario de la nueva agenda giraba alrededor del continente eurasiático. Allí es donde, al igual que en la segunda gran guerra y la guerra fría, se desarrollaba la “lucha entre el bien y el mal” del nuevo orden. La vieja Europa debía sostener cultural y moralmente la legitimación occidental del accionar de la potencia principal. El resto eran enemigos o meros espectadores.

La tremenda complejidad de un mundo en plena transformación quedó relegada a una simple ecuación maniquea. Se trataba de la eterna lucha entre Occidente y Oriente. O, mejor aún, entre el Occidente euro-norteamericano, de base hegemónica anglosajona, y el No-Occidente. En éste último en el cual se reunían todo tipo de no creyentes, no democráticos (al estilo occidental), no neoconservadores, islámicos, populistas, autoritarios no aliados, etc. etc… Todo esto sin entender que también podríamos encontrar una inmensidad de no-occidentales dentro del propio Occidente. Es decir, gente que no pensaba exactamente como ellos, ni quería sufrir las consecuencias de un plan extremadamente concentrado.

Para desarrollar esta agenda, la nueva o reiterada potencia hegemónica debía demostrarle a un sistema de poder económico-político que seguía siendo necesaria para sostener estructuras que aparentaban solidez pero trasuntaban grandes fisuras. Se imponía una muestra de fuerza para controlar un orden que podía desmoronarse a partir de cualquier sacudón financiero, riesgo que quedó evidenciado a partir de la burbuja global del 2008. El resultado fue una superconstrucción bélica que, por lo demás, siguió dejando en claro la evidencia que la potencia hegemónica y el nuevo orden unipolar habían entrado en su crisis terminal. Las vergonzosas retiradas de tropas de Irak (2011), Siria (2019) y Afganistán (2021), el fracaso o la neutralización de las “revoluciones de colores” en la periferia rusa (Korybko, 2015), así como el probable futuro reacomodamiento en Ucrania, son la muestra de esta aseveración.

La multipolaridad, el gran desafío de la humanidad

Estas evidentes derrotas militares dejaban trasuntar la situación crítica de la económica del hegemón y sus aliados, las potencias centrales, así como su creciente desprestigio en el plano ideológico.

Las nuevas potencias emergentes desde el tercer mundo -China, India, Brasil principalmente- o reemergente, como Rusia, demostraban un asombroso ritmo de crecimiento económico, al igual que una clara agresividad en su intervención financiera y tecnológica, balanceada por un pregonado y, con algunas excepciones, demostrado poder blando en cuanto a sus propuestas conciliadoras, actitudes de su potencial poder de disuasión.

En este contexto, sus acciones se perfilaron en una acción claramente mancomunada a partir de organismos de acuerdo, cooperación y coordinación, como el grupo BRICS, en el que sumaron a Sudáfrica o la Organización de Cooperación de Shanghái, de pleno corte eurasiático. Por fin, el grupo alcanza escala global, al introducir a nuevas naciones del cercano oriente y del África nororiental (BRICS+).

Este esfuerzo, que atrae cada vez a más naciones del denominado “tercer mundo”, va acompañado por un liderazgo de China cada vez más notorio en el mercado financiero y en el tecnológico. Sin mencionar sus esfuerzos en la industria farmacéutica durante la pandemia COVID19. Asombrando al mundo con una propuesta planetaria de comunicaciones, transporte, comercio y flujo de inversiones a través de la denominada Iniciativa de la Franja y la Ruta.

El desafío que conlleva para la humanidad y el sistema de las relaciones internacionales es, así, muy grande, aunque podrían también evaluarse sus probables beneficios. Este es el gran desafío de la multipolaridad.

Eurasia siempre en el ojo de la tormenta

Por supuesto que estamos hablando de relaciones de poder en la escala global, es decir, de geopolítica. Lo que queremos significar es que estos cambios implican algo mucho más extenso y profundo que una mera transición entre órdenes hegemónicos. Estamos pensando en que algunos de los posibles protagonistas principales, tal vez el más importante de ellos, China, estén aportando a la geopolítica mundial, códigos, principios, valores y hasta formas de comportamiento, de negociación y hasta de acción pacífica o violenta, diferentes a los habituales.

Estos cambios ya han empezado a distinguirse, aunque todavía nos resulte muy difícil diferenciarlos de meras formas discursivas. Nombrar con términos confucianos o de otras tradiciones filosóficas “orientales” a las expresiones más o menos habituales de la geopolítica “occidental” puede ser sólo una estrategia discursiva o encerrar valoraciones diferentes de una profundidad difícil de evaluar a primera vista.

Ni hablar de las perspectivas culturales que pueden aportar, y lo están haciendo, potencias nuevas como la India o las culturas del mundo islámico, tan denostado por muchos obtusos intelectuales de las potencias occidentales. Las perspectivas que se perfilan incluso en una experiencia tan odiada por “Occidente” como la Revolución islámica iraní, pueden hacernos reflexionar frente a las propuestas innovadoras que parecen esgrimir sectores reformistas como los de la nueva gestión, tan alejadas del fanatismo conservador encaramado como de las exigencias autoritarias económicas, políticas y culturales de Europa occidental y los Estados Unidos. ¿Se trata de un nuevo Islam?

Y esta es sólo una pequeña muestra de la complejidad que trasunta esta nueva transición. Como decíamos, son muchos y muy variados los nuevos actores de este posible nuevo orden. Sería la contracara de la tesis de Huntington. En lugar de un enfrentamiento entre “civilizaciones”, podríamos pensar en una extraordinaria universalización de los acuerdos entre formas “culturales” (Appadurai, 2001), cada una diferente a las demás. El mundo árabe-islámico tiene muchas construcciones simbólicas para aportarle a la política mundial, que están desdibujadas y ocultas por las expresiones políticas desesperadas utilizadas para hacerse valer en esta violenta realidad política instalada por las últimas agendas hegemónicas.

Y por supuesto estamos hablando que todo esto ocurre principalmente en el mundo Eurasiático. El cambio de rumbo geopolítico, muchas de las nuevas/ancestrales corrientes culturales en juego, el cambio del eje geográfico por el que pasan, tanto las elaboraciones de las agendas políticas mundiales, como las grandes construcciones simbólicas parecen asentadas en el “gran contienente”. Hace pensar que la transición pasa por allí. No por nada los tres grandes ejes actuales de violencia de lo que el poder dominante llama “tercera guerra mundial” –Ucrania/Taiwán/Palestina- están en Eurasia.

Sin embargo, el resto del planeta no es mero testigo. África espera pacientemente su oportunidad para lanzarse a la palestra global con su maravillosa carga de aportes ancestrales, enriquecidos por las miradas de los Lumumba, Fanon, Nkrumah, Nyerere, Mandela…. Y todavía habrá que esperar el despertar de otras formas aún ocultas bajo el peso de la opresión colonial y neocolonial para conformar la nueva agenda.

Por su parte América Latina ya ha dado muestras de su dinamismo en cuanto a propuestas políticas, solapadas debajo de una profunda inestabilidad y confusión que hoy nos sume en la desesperanza, pero tal vez mañana nos sorprenda nuevamente con nuevos estallidos épicos.

En este maremágnum de transformaciones, reacciones, avances y retrocesos, el gran legado europeo, su capacidad de generar ideas y construir materialidades a la luz de una racionalidad crítica parece haber caído en una inercia de mera resistencia frente a los esfuerzos de un sistema capitalista decadente y de una estructura política herida de crisis. Sus grandes ideologías, el liberalismo político genuino, el socialismo transformador, el ambientalismo denunciante, el feminismo y la defensa de las identidades o la religiosidad comprometida con sus máximos valores, apenas logran elaborar algunas propuestas sin alcanzar acuerdos fundamentales que les permitirían salvar el escollo de sus propias contradicciones. Los luchadores por alcanzar o recuperar los derechos fundamentales que fueron su sentido de ser, se debaten fragmentados por contradicciones tales como desarrollo o ambientalismo, género o lucha de clases…

En la medida que este “occidente” no pueda abandonar la tesis de Fukuyama de negar su propia historia y salga de la fragmentación de sus luchas por recuperar esos derecho; mientras no entienda la importancia de esta nueva transición hacia la diversidad político-cultural a partir de una nueva teoría/praxis imaginativa y crítica, su intervención en la construcción de este nuevo orden seguirá siendo tan destructiva como la ha sido en las últimas oportunidades. Y se verá impedido de dar, como lo hiciera en otros momentos de su historia, el gran salto al vacío de un sublime mestizaje.

Y es en ese momento que podremos vislumbrar el horizonte final de esta transición, ya no sólo geopolítica, sino más bien cultural plena y absoluta.

Bibliografía

 

Appadurai, A. (2001) La modernidad desbordada. Dimensiones culturales de la globalización. Buenos Aires: Trilce-FCE.

Arrighi, G. (2007) Adam Smith en Pekín.Madrid: Akal.

Brieger, P. (2001) “Guerra y globalización. Los atentados a las Torres Gemelas”, en: Realidad Económica n° 184.

Koribko, A. (2015) Guerras híbridas. De las revoluciones de colores a los golpes. São Paulo: Exxpressão Popular.

Modelski, G. (1987) Long Cycles in World Politics. Londres: Macmillan.

Taylor, P. J. y Flint, C. (2002) Geografía política. Economía mundo, Estado-Nación y localidad. Madrid: Trama