Antecedentes
Desde los ataques perpetrados por Hamas aquel “Sábado Negro” del 7 de octubre de 2023, que derivaron en una cruenta represalia israelí sobre la población civil en Gaza, el riesgo más importante del renovado conflicto ha sido su regionalización. En otras palabras, la posibilidad de que una guerra encapsulada entre Israel y los palestinos acabase generando un efecto contagio en otros países de la región, arrastrándolos a la contienda y complejizando la situación.
Desde el comienzo de los enfrentamientos, Hezbolá se alineó en respaldo a Hamas y llevó adelante una campaña de baja intensidad contra las unidades militares israelíes y las localidades del norte de ese país, ubicadas al otro lado de la frontera y en la zona del Golán. En los hechos, hasta mediados septiembre, se hablaba de unas quinientas bajas del lado libanés, de las cuales un tercio eran militantes de Hezbolá y el resto civiles; junto con ello, habían perecido unos veinticinco soldados israelíes.
Hezbolá contaba con incentivos para alentar la continuidad de este escenario. A nivel doméstico, la lucha quedaba contenida en la frontera sur, su zona de referencia, donde se encuentran los principales centros poblacionales chiítas, evitando la extensión del conflicto a otras partes del territorio, habitadas por otras comunidades religiosas. En una encuesta de The Washington Institute de enero de 2024, un 99% de los libaneses manifestaba su solidaridad con los palestinos en torno a la guerra de Gaza, aunque el porcentaje de aquellos que creía en una solución militar era mucho menor, en torno al 68%. Desagregando ese número por identidad confesional, el 56% de los sunitas y el 75% de los cristianos apoyaba una salida diplomática, mientras que esa cifra descendía al 25% entre los chiítas. Esta situación tenía su correlato político: desde la crisis económico-social de 2019-2020, la alianza de Hezbolá con sus socios cristianos del Movimiento Patriótico Libre se había erosionado y los partidos menores que integraban su bancada en la Cámara de Diputados habían retrocedido en las últimas elecciones legislativas. Junto con ello, no lograba generar consensos para lograr la elección de Sleiman Frangieh, su candidato para la Presidencia de la República, que se encontraba vacante desde octubre de 2022. El partido mostró moderación en sus respuestas a los ataques israelíes del 2 de enero de 2024, cuando el vicejefe de Asuntos Políticos de Hamas, Salah Al-Arouri, fue ejecutado en Dahyeh, un barrio beirutí controlado por Hezbolá. Una situación similar se vivió con el bombardeo a la localidad de Haret Hreik el 30 de julio, donde se encontraba la sede de la organización, en el que falleció un oficial de alto rango, Fuad Shukr.
Además, la postura medida de Hezbolá también contaba con otros incentivos. Irán, su stakeholder externo, parecía poco comprometido, más allá de las formalidades, con el teatro de operaciones en Gaza. Irán se hallaba sumido en un escenario complejo, con un creciente malestar por la situación económica y la forma en la que el gobierno manejó las protestas derivadas de la muerte de la joven Mahsa Amini, donde la elección de Massoud Pezeshkian como presidente podía convertirse en un catalizador de la crítica a las autoridades religiosas. Las presiones de Washington y Beijing también promovían que la posición de Irán en el conflicto, detrás de la elevada retórica del líder supremo, no fuera más allá de la respuesta militar calculada. Ejemplo de ello fueron las tibias reacciones al ataque israelí a la embajada iraní en Damasco el 1 de abril de 2024 y el asesinato de Ismail Haniyeh, líder de Hamas, en la capital de aquel país, el 31 de julio de ese año.
Radicalización
El 17 de septiembre el conflicto entre Israel y el Líbano comenzó a escalar peligrosamente. Ese día explotaron miles de pagers, el instrumento de comunicación usado por Hezbolá con el objetivo de evitar las redes públicas. Muchas de estas explosiones ocurrieron en la vía pública, causando caos y saturación del sistema de salud. El resultado fueron 42 fallecidos y más de tres mil heridos. El 23 de septiembre se condujeron más de mil bombardeos israelíes en diferentes localidades del Líbano, que se multiplicaron en todo el territorio a lo largo de los días subsiguientes. El 1 de octubre, Israel realizó su primera incursión militar terrestre desde 2006. Ese mismo día, Irán atacó a Israel lanzando casi doscientos misiles que, aunque no causaron víctimas fatales, suponían una fuerte escalada y un abandono de la pasividad. El escenario más temido desde aquel octubre ya estaba entre nosotros: el conflicto era ahora, a todas luces, un problema regional.
Como decía Tucídides en el Diálogo de los Melios, “los poderosos hacen lo que deben y los débiles sufren lo que pueden”. Israel, en este contexto, ha logrado demostrar su superioridad militar, luchando con éxito en distintos frentes, arrasando Gaza, dominado por Hamas desde 2006, y combatiendo a Hezbolá en el Líbano, su propio territorio. Por otra parte, ha tratado con desprecio las quejas de los organismos internacionales, burlándose incluso de António Guterres, el secretario general de la ONU, a quien declaró persona non grata y prohibió su ingreso a Israel. En lo doméstico, esta situación fortalece la posición del primer ministro Benjamin Netanyahu, que logra anotarse algunas victorias contra sus enemigos más temidos luego de la vergonzosa brecha de seguridad del 7 de octubre. Las protestas en su contra, que reclaman la instrumentalización de la guerra en lugar de enfocarse en lograr el regreso de los que permanecen secuestrados por Hamas, y que congregaron a cientos de miles en Tel Aviv y otras ciudades, no han logrado permear el sistema institucional. Asimismo, ha mostrado inéditos márgenes de autonomía en relación a los Estados Unidos, demostrando la eficacia de sus maniobras en Washington que, por momentos y en este asunto en particular, parecen superar a las del mismísimo presidente Joe Biden.
Irán, en cambio, está entre la espada y la pared. Por un lado, la presión diplomática de Estados Unidos y China lo ubica en un lugar cómodo a nivel doméstico pero muy difícil de sostener frente a sus partners regionales, más allá de los panegíricos del líder supremo Ali Khamenei. La muerte de Hassan Nasrallah, el líder de Hezbolá y uno de los principales intérpretes del pensamiento estratégico iraní en Medio Oriente, obligaba a una respuesta contundente que, en función del resultado, no causó el impacto esperado. Teherán quedó expuesto, mostrando una suerte de debilidad frente a su némesis. En un escenario como éste, no le queda otra más que volver al camino de la diplomacia y rogar que la presión internacional promueva un alto al fuego exitoso que su poder militar, por lo pronto, no puede lograr.
Mientras se escriben estas líneas el Líbano atraviesa el interminable bombardeo israelí que ha destruido amplias zonas de la capital y su conurbano, más allá incluso de las zonas controladas por Hezbolá y sus aliados. Luego de las invasiones de 1978, 1982 y 2006, la incursión terrestre de 2024 marca un nuevo hito en las relaciones israelo-libanesas, que tardarán en retomar su cauce, no solo materialmente sino también en el imaginario de los habitantes del país. La ejecución de Nasrallah en el marco de un cruento bombardeo que arrojó más de trescientas víctimas marca un nuevo hito en la debilidad de Hezbolá, que llora la muerte de quien fuera su secretario general vitalicio desde 1992. Esto puede generar desorden en las filas inferiores de la agrupación, llevando la violencia contra Israel a un nuevo nivel, o bien brindar una oportunidad para alcanzar una madurez que, con el consenso de los demás partidos libaneses, se vuelque a la negociación que permita la elección de un presidente y un primer ministro en el Líbano. Esta situación es imprescindible para que puedan conducirse con eficacia todas las negociaciones posibles que busquen evitar que continúen los ataques. Nasrallah, que había proclamado la “unidad de frentes” entre Gaza y el Líbano Sur, ya no está. El giro en la mirada doméstica de Hezbolá parece difícil, pero es una posibilidad.
Observando los hechos, Arabia Saudita comprende que cualquier proceso de normalización de relaciones con Israel deberá esperar. El Reino ha encarado la situación potenciando sus esfuerzos diplomáticos y humanitarios, mostrándose lejano de hacer uso de cualquier maniobra militar. Hacia el mes de julio, había enviado a Gaza más de cinco mil millones de dólares en ayuda social; además, se ha mostrado dispuesto a motorizar el reconocimiento internacional de un Estado palestino independiente y ha llamado “genocidio” a la situación que allí se vive, sin ambages. Sin embargo, todos estos esfuerzos parecen bastante magros. Más allá de la creciente debilidad de Irán, con quien se halla en buenas relaciones desde el memorándum auspiciado por Beijing, un escenario de guerra no lo favorece en absoluto y lo aleja de los intentos de “seducción” a Occidente con nuevos productos, resumido en sus esfuerzos por convertir al país en un centro turístico de primer nivel, apuntando al mercado de los eventos, el descanso y los negocios. ¿Hasta dónde llegará el poder de la agenda económica frente al ritmo de la guerra que impone la región, conocida por ser un espacio donde lo regional gana espacio en lo doméstico rápidamente?
La elección en Estados Unidos puede marcar un parteaguas en el conflicto. Tanto Donald Trump como Kamala Harris comprenden la proyección de prestigio que pueden alcanzar internacionalmente a través de una mediación exitosa, aunque eso requiera presionar a Netanyahu. Ni uno ni otro parecen dispuestos a meterse en una campaña militar contra Irán. Mientras tanto, Medio Oriente quedará en compás de espera.
Said Chaya
Secretario
Departamento de Medio Oriente
IRI – UNLP