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La conjura de la Odiumcracia de Trump

El lector observará que en el título menciono el nombre propio de una persona, algo que por naturaleza rehúyo, pues en los nombres propios los asuntos se disipan, las ideas se diluyen y casi todo se vuelve un ruido personalista. No obstante, el presidente número 47 de los Estados Unidos —condenado en los tribunales, aupado por quienes le celebran como el líder de una “internacional del odio” que él encarna sin par— se ha entregado a su rol de campeón de la mentira elevada a dogma, como si fuera legítimo enfrentarse a los hechos, despreciar a la ciencia y proclamarse, sin el menor pudor, apóstol de una antiverdad que constituye su auténtico patriotismo. Este personaje, en su afán de imponer una realidad paralela, supone un daño público para la democracia liberal y una afrenta a la legalidad y la ética internacionales.

La elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos, por segunda vez, es una cuestión que, en teoría, debería importarme poco o nada, a mí, europeo y español, que vivo a miles de kilómetros del suelo yanqui. Pero, ¿cómo no me va a afectar? Hablamos de la primera potencia militar y económica del mundo, un país cuya influencia en Europa, y en particular en la UE, es profunda, quizá decisiva, desde que sus tropas desembarcaron tras la Segunda Guerra Mundial y nunca del todo se retiraron.

He pensado, claro, en Ucrania, y en cómo Donald Trump, sin duda, acabará por dejarla a su suerte, aunque se vista de promesas y se adornase de alianzas inquebrantables. No he pensado, o he pensado aún menos, en Gaza, porque en ese inagotable conflicto entre palestinos e israelíes poco o nada cambiaría con una victoria de Kamala Harris, o de cualquier otro aspirante que no fuera capaz de romper la vieja costumbre estadounidense de perpetuar los equilibrios que convienen a sus intereses. Hay zonas del mundo que, por lo visto, parecen condenadas a no ser más que un eco desatendido, una causa relegada en el tablero de la realpolitik. Y, lamentablemente, siempre pierden los mismos, como el pueblo palestino.

Para Europa, atrapada en el laberinto de sus valores y contradicciones, y con varios aprendices de Trump asomando entre sus filas, la mera presencia del vencedor de las elecciones de Estados Unidos en 2024 en la Casa Blanca no es sino un recordatorio de su vulnerabilidad y de su dependencia crónica. Europa observa a este Estados Unidos enardecido, convencido de que la diplomacia es apenas un apéndice molesto de su poderío militar y económico. Nos hallaremos ante una administración que rehuirá cualquier matiz y que obligue al viejo continente a elegir entre la sumisión y la resistencia, entre ser cómplice o convertirse en objetivo. En este sentido, además, se ha pronunciado el Alto Representante de la UE, Josep Borrell, en sus trabajos sobre Una Europa más Fuerte en el Mundo, donde deja entrever las tensiones que atraviesan la relación transatlántica, y la excesiva dependencia de EEUU en su versión individual y en su versión colectiva, la OTAN.

Ese «Make America Great Again» (MAGA, su acrónimo, que desgraciadamente no tiene nada que ver con la Maga de Rayuela, de Cortázar) de Trump es, en realidad, la pesadilla del otrora ensalzado «sueño americano», tanto en la política como en la cultura y en el imaginario general de Estados Unidos. No es sino la versión más cruda y despojada del unilateralismo norteamericano, que se distancia cada vez más de cualquier compromiso con el multilateralismo proclamado en la Carta de las Naciones Unidas. Con la desaparición de la URSS y el espejismo del Nuevo Orden Mundial que defendió Bush padre, como ha señalado el profesor Antonio Remiro Brotóns en sus perspicaces trabajos —y en particular en Civilizados, Bárbaros y Salvajes en el Nuevo Orden Internacional—, Estados Unidos ha encontrado el espacio perfecto para intensificar su política exterior egoísta y desvergonzada. No contentos con procurar sus propios intereses, Trump buscará maximizar cualquier ganancia a corto plazo, reconfigurando alianzas como quien barre piezas de un tablero y reduciendo compromisos internacionales con la frialdad que solo la supremacía puede permitirse.

Y así, bajo el sello de la Administración Trump 2.0, todos aquellos Estados que no se plieguen a sus intereses, sobre todo económicos porque con Trump todo es mercantilismo y económico, quién sabe si algún día deberemos pagar por el aire que respiramos, y no hace distinciones entre democracias, dictaduras o monarquías, nada importa, solo el dinero físico o en criptomonedas, al convertirse en una entidad abstracta, que realmente oculta las relaciones de poder y explotación que lo generan.

Se dice que Karl Popper afirmó que “vivimos en un mundo precioso”; sin embargo, aunque intente aplicarme el imperativo moral de la esperanza como una cuestión de dignidad, no puedo evitar pensar, al estilo de Rafael Sánchez Ferlosio, que con Trump y su odio amplificado a través del vehículo X, conducido por su peculiar chófer Elon Musk, solo nos espera que vendrán años más malos y nos harán aún más ciegos.

Carlos Gil Gandía
Profesor Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, España
Integrante
Departamento Europa
IRI-UNLP