En un notable artículo aparecido en la revista Foreign Affairs bajo el título The Jacksonian Revolt. American Populism and the Liberal Order (2017), Walter Russell Mead clasificaba las tendencias de la política exterior de Estados Unidos a lo largo de su historia, según los lineamientos de cuatro grandes escuelas de pensamiento, asociadas a figuras relevantes de la historia política de ese país. Según Mead, primero es posible distinguir a los hamiltonianos, que promueven una política exterior asociada a un gobierno federal fuerte, que se vincule con el mundo de las finanzas y las corrientes comerciales internacionales, buscando en último término la promoción de un sistema internacional donde prime el libre mercado. También están los wilsonianos que, sobre la base del documento de los 14 Puntos de Woodrow Wilson para el fin de la Primera Guerra Mundial, propugnan la construcción de un escenario internacional basado en la democracia, los derechos humanos y el Estado de Derecho. Luego están los jeffersonianos, que plantean la necesidad de configurar un Estado débil, que permita el disfrute de la libertad por parte de los individuos, lo que en el plano internacional se manifiesta en el aislacionismo y la limitación de los compromisos internacionales.
Y, por último, para los fines de esta columna, interesa especialmente concentrarse en los jacksonianos, que representan la vertiente nacionalista y populista de la política exterior estadounidense. Para esta última escuela de pensamiento, los gobiernos de la gran potencia deben involucrarse mínimamente en los asuntos internacionales, salvo ante situaciones que puedan afectar directamente la seguridad y el bienestar de los ciudadanos. Esta vertiente de la política exterior de Estados Unidos se caracteriza por una apreciación pesimista de la política mundial, acompañada por la crítica hacia las tradicionales élites políticas. Como señala Mead, Donald Trump, en su primer gobierno, fue un fiel representante de esta escuela, promoviendo una diplomacia de corte nacionalista y aislacionista que, en los hechos, se manifestó en el retiro de Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica; una crítica rotunda hacia el multilateralismo, particularmente la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el Acuerdo de Paris, y hacia los acuerdos de libre comercio, percibidos como dañinos para los intereses estadounidenses; así como un notorio énfasis en la obstaculización de las migraciones y en la identificación de China como el principal enemigo internacional del país del norte.
Junto a ello, bajo la perspectiva de Trump, la diplomacia de Estados Unidos no debería pretender difundir la democracia, los derechos humanos, ni los valores occidentales alrededor del mundo. Tampoco contribuir a la construcción de naciones ni a la estabilización de crisis internacionales -lo que llevó al retiro de las tropas estadounidenses de Afganistán-, aunque como líder populista utilizó el conflicto como base de sustentación de su gobierno, en tanto instrumento político para generar cohesión y apoyo, definiendo una línea divisoria entre “nosotros” (los buenos), y los “otros” (los malos), a la manera de la noción amigo/enemigo de Carl Schmitt. El intelectual mexicano Enrique Krauze definió esta manera de hacer política como un “daltonismo político y moral”, con ciertos elementos propios del fascismo italiano, como son el culto al líder, la emotividad irracional, los desplantes incendiarios y la obsesión por las teorías conspirativas.
La nueva administración de Donald Trump viene recargada, teniendo en cuenta que obtuvo una victoria más holgada y ya tiene experiencia en el cargo, en el marco de un sistema internacional altamente desgastado y con evidentes signos de entropía, para utilizar un concepto propio de la física. En tal escenario, el nuevo inquilino de la Casa Blanca parece estar mucho más inclinado al imperialismo. Ciertamente, el aislacionismo sigue presente en la firma, el 20 de enero pasado, de una orden ejecutiva que retira a Estados Unidos de la OMS, justificada en la mala gestión y falta de reformas urgentes a la organización, así como los pagos “injustamente onerosos” exigidos a ese país. Esta decisión entrega a la política global un amplio sentido de déjà vu, lo mismo que la constante fijación de Trump contra los migrantes y la amenaza china.
Pero los comentarios del Presidente de Estados Unidos, señalando que exigirá que “…el canal de Panamá sea devuelto en su totalidad, rápidamente y sin cuestionamientos”; que comprará Groenlandia; que Canadá debería incorporarse como Estado 51 y la denominación del Golfo de México como Golfo de América, entregan un cariz distinto al despliegue internacional trumpiano. Estamos en presencia de una política exterior menos jacksoniana y más intervencionista. De hecho, no han sido pocos los analistas que comparan al Presidente Trump con su antecesor Theodore Roosevelt, quien iniciara la construcción del canal de Panamá en los albores del siglo XX, siendo recordado como uno de los mandatarios más expansionistas de Estados Unidos. Todo un símbolo del imperialismo norteamericano.
Los comentarios de Trump parecen lanzados al voleo, como parte de su desplante mediático y rocambolesco. Pero también pueden ser apreciados como parte de una estrategia negociadora de un magnate, un empresario esencialmente ganador y estratega de suma cero, dando cuenta de una intención distinta a nivel internacional, donde para lograr sus objetivos el Presidente no dudará en agudizar conflictos internacionales, atropellar el derecho internacional y dañar la gobernanza global. Como populista y nacionalista, ninguna institución o régimen internacional se interpondrá en sus posturas, equiparando complejos problemas internacionales a meras negociaciones comerciales, donde buscará imponerse como sea, sin importar que en ese empeño dañe las relaciones con aliados tradicionales o incluso debilite el propio poder blando estadounidense.
Desde América Latina, la situación resulta particularmente compleja, considerando que el abordaje trumpiano sobre la región es eminentemente securitario, apreciando a la región como parte de su esfera de influencia o patio trasero estratégico, donde observa que China y otros países del denominado mundo emergente están entrando con fuerza. Es la revivificación de la Doctrina Monroe de 1823, que bajo la consigna “América para los americanos”, de la mano del “Make America Great Again”, está introduciendo a la región en una competencia global en la cual se ha mantenido, hasta ahora, pretendidamente al margen. Desde luego, ello puede tener efectos adversos para Estados Unidos, por cuanto la estrategia de Trump puede alejar a la región y debilitar alianzas históricas, como ha sido el caso de Colombia. En último término, un uso descollante del poder duro y la intimidación pueden afectar su poder blando y dejar a Estados Unidos en una posición de desmedro frente a China u otros actores relevantes en un mundo cada vez más multipolar, donde la consigna América primero puede terminar en una no deseada América solitaria.
Jorge Riquelme
Doctor en Relaciones Internacionales
Universidad Nacional de La Plata