El lunes 7 de abril de 2025, los mercados financieros globales reaccionaron en pánico: caídas de hasta 6% en las bolsas más relevantes del mundo marcaron lo que muchos ya bautizaron como un nuevo “lunes negro”. El desencadenante fue el anuncio de una batería de medidas proteccionistas por parte del nuevo presidente republicano Donald Trump, entre ellas, la aplicación de aranceles a productos provenientes de casi todos los Estados que conforman el sistema internacional, incluidos aliados históricos, como Israel, Japón y Europa.
Pero más allá del impacto inmediato en las cotizaciones bursátiles, lo que está en juego es algo mucho más profundo: una disputa estratégica por la reconfiguración del orden mundial. Y en ese tablero, Trump no es un improvisado: su retorno al discurso económico duro no busca equilibrar la balanza comercial, sino debilitar las cadenas logísticas de sus enemigos[1] geocomerciales. En otras palabras, estamos frente a una guerra comercial que es, en realidad, una guerra política.
La lógica del conflicto: realismo en estado puro
Desde la mirada del realismo clásico —y también del neorrealismo—, el comportamiento de los Estados responde principalmente a intereses de poder y seguridad. En un sistema internacional anárquico, donde no hay una autoridad superior que regule las relaciones entre países, cada Estado busca maximizar su poder y limitar el de sus competidores, buscando la supremacía o la supervivencia.
Lo que Trump está haciendo encaja perfectamente en ese paradigma. No se trata de una defensa ingenua de la industria nacional ni de una estrategia de negociación económica al uso[2]: se trata de cortar el flujo de bienes, insumos y tecnología que alimenta a sus principales enemigos sistémicos: China, por un lado, y la Unión Europea, por otro. No se trata de un ensañamiento caprichoso con China y la Unión Europea; por el contrario, responde a un plan que Trump viene impulsando incluso antes de su candidatura: poner fin, de una vez por todas, a la transnacionalización del comercio. En el caso de China, porque su ambiciosa ‘Iniciativa de la Franja y la Ruta’ —también conocida como la Nueva Ruta de la Seda— la ha convertido en una amenaza estratégica para Estados Unidos. En cuanto a la Unión Europea, porque sus posicionamientos, tanto declarativos como prácticos, parecen alinearse cada vez más con los intereses del gigante asiático.
Al imponer aranceles elevados, Estados Unidos no solo encarece los productos extranjeros, sino que también interfiere en la lógica de interdependencia económica que ha sido una de las bases del orden liberal desde el final de la Guerra Fría. Es una forma de desarticular las cadenas de valor globales para que sus rivales no puedan sostener su crecimiento sin pagar un costo político elevado.
Lo que asusta a los mercados no es el arancel en sí, sino el giro estructural que representa: la primacía de la política sobre la economía. Cuando las decisiones comerciales se subordinan a los objetivos de poder, el terreno se vuelve impredecible. Trump entiende que el comercio puede ser un arma. Y en lugar de apostar por el multilateralismo institucional, opta por una estrategia bilateral agresiva que le permite ejercer presión directa. Es una forma de «realismo ofensivo», al estilo de John Mearsheimer, donde el objetivo no es el equilibrio, sino la supremacía.
¿Y por qué gana Trump?
Porque con un solo anuncio logró tres cosas: desestabilizar a sus rivales, condicionar la agenda internacional y posicionarse internamente como un líder fuerte que “protege” a su país del “enemigo externo”. Y aunque los efectos económicos puedan ser cuestionables a mediano plazo, el capital simbólico que construye en el presente lo deja un paso adelante.
Mientras Europa debate cómo responder sin perder cohesión interna y China recalcula sus estrategias de inserción, Trump marca el ritmo. A veces, ganar no significa prosperar económicamente, sino hacer que el otro pierda más.
Conclusión: menos libre comercio, más conflicto sistémico
Lo que estamos viendo no es solo una disputa comercial, sino una expresión más del conflicto entre grandes potencias que caracteriza esta etapa del sistema internacional. En ese escenario, el libre comercio ya no es una herramienta de cooperación, sino un campo de batalla.
Finalmente —y aunque para muchos esta conclusión pueda parecer apresurada—, podríamos afirmar que Estados Unidos ha vuelto a colapsar un sistema internacional que apenas se encontraba en su fase embrionaria: el multipolar. Una vez más, se erige como el hegemón supremo, capaz de construir y desarmar reglas a voluntad. Pero a diferencia de lo ocurrido en los años 70 —cuando impulsó un sistema financiero global que funcionó durante medio siglo como mecanismo de estabilidad y dominación—, el giro estratégico actual consiste precisamente en desmantelar ese mismo entramado institucional que alguna vez supo construir. En su lugar, emerge una lógica unilateral, donde las reglas ya no se negocian multilateralmente, sino que se definen según los intereses del poder central.
Y Trump, más allá de lo que uno piense de su figura, entendió algo clave: en un mundo donde reina la incertidumbre, quien actúa primero y con determinación —aunque sea disruptivo—, muchas veces termina ganando la partida.
Camila Marchetti
Maestranda en Relaciones Internacionales
IRI-UNLP
Referencias
[1] Se menciona el concepto enemigos y no adversarios, pues se deriva del concepto “guerra”. El objetivo no es contrarrestar a los adversarios, sino buscar su destrucción. La jugada de Trump en sus medidas comerciales no se reduce a un proteccionismo, sino al corte definitivo de las rutas logísticas que sigue su actual enemigo comercial: China, siguiendo con la Unión Europea.
[2] Esto se desprende de las diversas notas de opinión que se han publicado recientemente, que argumentan que el motivo de los aranceles es que Trump pudiese “negociar de cero” con sus socios comerciales.