Acción racional, conflicto y seguridad colectiva en la posguerra fría

 

 

TERCERA PARTE
DE LA RACIONALIDAD ESTRATEGICA AL CONFLICTO, DEL CONFLICTO A LA COOPERACION Y DE LA COOPERACION A LA RACIONALIDAD MORAL

 

5- La lógica de la cooperación. El Estado como garantía de la acción legal y moral.

 

5.1- Introducción.

Las primeras dos partes de este trabajo se ocupan respectivamente de cumplir con los primeros dos objetivos planteados en la Introducción, es decir, el establecimiento de un modelo interpretativo de la acción racional individual y su traslado al análisis de la acción de los estados y demás actores internacionales. Una vez trasladado el modelo, las partes tres a cinco se ocuparán de su aplicación al desarrollo de un enfoque comprensivo de las relaciones internacionales. En particular, la tercera parte constituirá un estudio personal de la lógica del conflicto y la cooperación internacional, una aplicación de mi perspectiva a la investigación de la relación entre racionalidad estratégica y conflicto, al análisis del pasaje del conflicto a la cooperación y al estudio de la vinculación entre cooperación estratégica y racionalidad moral. En ese sentido, el quinto capítulo iniciará el camino llevando a cabo, a partir de una interpretación original del pensamiento de Maquiavelo y Hobbes, un análisis de la relación entre la racionalidad estratégica de los individuos y la formación del Estado como garante de la acción moral y legal. Dicho análisis se basará inicialmente en un trabajo ya publicado (Daló 1994) y obedecerá a distintos intereses, por un lado efectuar una interpretación nueva de Maquiavelo y Hobbes, por otro, introducir mi punto de vista acerca de la lógica de la cooperación, y en tercer lugar, obtener elementos a ser utilizados en el capítulo 6, en el que se trasladarán las conclusiones de esta sección al análisis de la posibilidad de instauración de un auténtico régimen de seguridad colectiva internacional.

 

5.2- Maquiavelo: la necesidad del Príncipe.

En una carta dirigida a su amigo Vettori, Maquiavelo señala que su obra maestra, El Príncipe (1532), constituye el resultado de sus estudios "entrando en las cortes de los antepasados" a fin de "conversar con ellos y preguntarles las razones de sus actos". A su vez, en el mismo inicio del libro, le ofrece a Lorenzo de Médicis aquello que tiene más valor de lo que posee, "el conocimiento de las acciones de los grandes hombres". Maquiavelo (1469-1527) resulta así uno de los primeros pensadores en marcar una tendencia que se hará patente en el siglo XVII, consistente en el paso del modelo de conocimiento clásico, el cual suponía que conocer un objeto era equivalente a poder clasificarlo según géneros y especies, a un nuevo modelo, moderno, según el cual conocer algo equivale a poder calcular sus movimientos. En otras palabras, mientras el primer modelo intentaba responder a la pregunta ¿qué es X? (¿qué es el bien?, ¿cuál es el fin último del hombre?), el segundo procurará dar una solución a la pregunta ¿cómo actúa X?

¿Cómo actúan entonces los príncipes de su época? Para Maquiavelo su conducta se rige según la virtud (virtú). En ese sentido, la esencial noción maquiaveliana de virtú constituye el factor interno de la acción política, en contraposición a la fortuna, que es vista como un factor externo, circunstancial, azaroso. La virtú es la capacidad mediante la cual un príncipe organiza y orienta su acción hacia fines deseados. Virtud es capacidad de adaptación a las circunstancias. Maquiavelo afirma que un príncipe virtuoso será aquel capaz de actuar de una manera que le permita conseguir gloria y mantener el poder (que sólo cuenta a su vez cuando es el medio para alcanzar la gloria). Desde la perspectiva de mi modelo interpretativo de la acción puede decirse en principio que Maquiavelo describe una racionalidad estratégica cuyo criterio sería la maximización de la gloria y el mantenimiento del poder. Es decir, los valores máximos de las funciones de utilidad subjetiva de los príncipes serían atribuidos a la gloria y al mantenimiento del poder. La manera de maximizar la función de utilidades sería a través de la virtú, a partir de un cálculo estratégico (se tienen en cuenta las posibles acciones de otros príncipes) que permitiera establecer los medios (las acciones) correctos para el logro de los fines buscados. Dicho cálculo estratégico debería apoyarse en las circunstancias, en la oportunidad (disponibilidad de los medios materiales) y necesidad (limitaciones externas), que dan marco a la situación del príncipe, a la vez que no podría estar exento de riesgo, incertidumbre, ni de cierto componente azaroso, atribuidos a los caprichos de la diosa Fortuna (el príncipe nunca tiene información completa). La acción social y política surgiría así de una tensión dialéctica entre las condiciones objetivas (condicionantes pero no determinantes de la acción) y los factores subjetivos (la voluntad transformadora de los hombres). Se puede interpretar así a la virtud, como a la capacidad estratégica de establecer y elegir la hipótesis de acción medios- fines adecuada en determinadas circunstancias. Téngase en cuenta también que el sentido maquiaveliano de virtud está estrechamente ligado a su concepto de prudencia, entendida aquí como sentido de la anticipación, capacidad de prever riesgos. En el capítulo XIV de El Príncipe se señala que "Los historiadores alaban a Filipómenes, príncipe de los aqueos, que en la paz pensaba constantemente en el arte de la guerra y cuando se hallaba acampando con sus amigos se detenía a menudo a discutir con ellos:"si el enemigo ocupase aquella colina y nosotros nos encontráramos aquí con nuestro ejército ¿de quién sería la ventaja? ¿Cómo podríamos salir a su encuentro observando las reglas oportunas? ¿Qué deberíamos hacer si deseáramos retirarnos? Y si fueran ellos quienes se retirasen ¿de qué modo los perseguiríamos?". Y durante el camino iba pensando en cuantas cosas pueden presentársele a un ejército. Escuchaba la opinión de sus amigos y expresaba la suya corroborándola con las razones apropiadas y merced a este continuo ejercicio hacía imposible que luego, dirigiendo sus tropas, tropezase de dificultades para las que careciese de oportuno remedio". En esta cita de fundamental importancia desde mi enfoque de la acción, se evidencia el mecanismo de la deliberación de la premisa mayor (de la hipótesis de acción adecuada) que he tratado de describir en el capítulo 2 con ayuda de la teoría de la elección racional.

Maquiavelo pretende en El Príncipe examinar las acciones de los hombres insignes, para transmitir sus enseñanzas a los príncipes contemporáneos a manera de consejos, de imperativos hipotéticos de prudencia (expresados a través de un deber ser sin sentido moral o absoluto, sino meramente estratégico), que los nuevos príncipes deberán tener en mente, como Filipómenes tenía en cuenta las soluciones para los posibles problemas, si desean la gloria y el mantenimiento del poder. Así, en tanto útiles a los fines del príncipe, las acciones decididas como medios para su consecución podrán ser catalogadas de virtuosas (estratégicamente racionales) o de "irracionalidades políticas".

Maquiavelo es el primero en separar los dos campos de la racionalidad de la acción, el de la racionalidad estratégica y el de la racionalidad moral, el de la acción política y el de la acción moral, al admitir que una acción moralmente racional no siempre es estratégicamente racional y viceversa. En ese sentido, se aparta tanto de la perspectiva de los moralistas clásicos como de la de los humanistas del Renacimiento. Los moralistas romanos, señala Madanes (artículo inédito 1), describían al hombre virtuoso como dotado de distintas cualidades, entre ellas la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, además de "la honestidad". En De los deberes de Cicerón se observaba que muchos piensan que "una cosa puede ser moralmente recta sin ser conveniente, y conveniente sin ser moralmente recta", pero se concluía que esto es un engaño, pues sólo por métodos morales se puede esperar alcanzar los objetos de nuestros deseos ya que "la conveniencia nunca puede entrar en conflicto con la rectitud moral". Este análisis fue adoptado de nuevo en su integridad por los escritores de libros de consejos para príncipes del Renacimiento, quienes respaldaban sin vacilar la postura de que el rumbo racional de la actuación del príncipe debía ser únicamente el moral, argumentando en favor de ello con tal fuerza que al fin lograron que se convirtiera en proverbio la expresión "la honradez es la mejor política". Insistían con una específica objeción cristiana según la cual las aparentes ventajas conseguidas a través de injusticias son anuladas con el justo castigo divino en la vida futura. Frente a ellos, la crítica que hace Maquiavelo del humanismo clásico y del de su época es simple pero devastadora. Al respecto, argumenta que si un gobernante quiere alcanzar sus más altos propósitos, es decir la gloria y el mantenimiento del poder, no siempre debe considerar racional (aquí se dirá estratégicamente racional), el ser moral. Por el contrario, hallará que cualquier intento serio de "practicar todas aquellas cosas por las que los hombres se consideran buenos", acabará en una ruinosa e irracional política.

Estas observaciones acerca del pensamiento de un maestro de la acción, resultan interesante para el análisis de la teoría de la elección racional, a la que se ha acusado de cometer el error inverso, es decir, de extender su criterio utilitarista estratégico a la interpretación de las acciones morales. En ese sentido, podrá parecer contradictorio, a primera vista, el hecho de que se ayude a fundamentar mi crítica a la extensión del criterio de dicha teoría al terreno de las acciones morales a partir de un autor como Maquiavelo, al que se etiqueta comunmente como inmoralista. Quien haya leído con atención su obra habrá comprobado, sin embargo, la superficialidad de esa caracterización.

Maquiavelo es también el primero que fundamenta y legitima el Estado moderno apelando a una reflexión de la política como ciencia libre de la subordinación clásica de la moral. Toda la filosofía política clásica a partir de la República de Platón, que es la filosofía tanto de los moralistas romanos que analizamos antes, como de los escritores de "espejos de príncipes" del Renacimiento a los que Maquiavelo se opone, está basada en un análisis teleológico de la acción social que liga a la racionalidad de la acción con el fin propio del hombre y la sociedad. ¿Cuál es el fin propio del hombre? (Recuérdese la pregunta propia del modelo clásico de conocimiento, es decir ¿qué es X?). Platón dirá que, dependiendo de la clase a la que pertenezca cada hombre, éste será el de llevar a cabo de manera virtuosa su función propia. La virtud propia de la clase gobernante es la prudencia (acompañada del ejercicio de las virtudes morales), la de los guardianes la valentía y la de los artesanos el hacer bien su arte. La virtud propia de la sociedad es la justicia, que no es la virtud propia de una clase, sino que constituye el resultado que se logra en una sociedad en la que cada clase cumple adecuadamente su función propia. Así, el criterio de racionalidad de la acción quedaba ligado a las virtudes morales (el fin de los príncipes) y a la justicia (el fin de la sociedad). Todas las acciones que condujeran a dichos fines eran racionales, las demás irracionales. Racionalidad y moralidad quedaban unidas por el criterio de racionalidad adoptado. Maquiavelo será, como se dijo, el primero en separarlas al desplazar a la sabiduría y a la virtud moral como fines supremos del príncipe, por la gloria y el mantenimiento del poder. Resulta interesante al respecto extraer del capítulo XV de El Príncipe el siguiente párrafo: "Muchos han imaginado repúblicas y principados que ni vieron nunca ni existieron en realidad (Maquiavelo se refiere a la República de Platón). Hay, en efecto, tanta distancia entre cómo se vive y cómo se debería vivir que aquél que abandona lo real centrándose en lo "ideal" camina más hacia su ruina que hacia su preservación, pues el hombre que pretenda hacer en todos los sentidos profesión de bondad fracasará necesariamente entre tanto bellaco. Es, por ello, necesario que un príncipe, si desea mantenerse como tal, aprenda a poder no ser bueno y a usar o no semejante capacidad en función de las necesidades y circunstancias".

Maquiavelo no es un inmoralista, sino que simplemente da cuenta de las auténticas "relaciones de producción de la acción". Como observador agudo de su realidad y de la de sus antepasados, se limita a describir lo que ve: la racionalidad estratégica y la moral no coinciden, sobre todo en el ámbito de los príncipes "contra los cuales no hay tribunal al que recurrir". En ese sentido será el primero en insinuar la necesidad de la existencia de un poder soberano como condición previa, como garantía de la acción moral.

¿Cuál es el objetivo que mueve a Maquiavelo a su reflexión sobre el Estado? Puede decirse en principio que, además del deseo de mejorar su precaria situación personal, la idea obsesiva que guía su trabajo es la de la unidad nacional italiana. El medio que Maquiavelo considera como necesario para tal fin es la constitución de un Estado grande y poderoso, capaz del esfuerzo requerido para arrojar fuera de Italia a los invasores extranjeros. En su opinión, dicho Estado puede tomar la forma o bien de un principado o bien de una república (Maquiavelo se muestra aprensivo hacia las formas de gobierno intermedias). Así, mientras en El Príncipe se dedica al análisis del principado, en los Discursos se aboca más específicamente a la república. La diferencia esencial que encuentra entre estos dos tipos de Estado es de orden cuantitativo: los estados están regidos por uno (principados) o por varios (que pueden ser pocos o muchos según sean las repúblicas aristocráticas o democráticas). La otra diferencia es que además las repúblicas permiten asegurar la libertad individual de los ciudadanos.

Maquiavelo sostiene en sus Discursos que el mejor Estado es el Estado de hombres libres, a la vez que asegura que la manera de lograrlo es a través de una república, más precisamente de una república mixta (con la participación de la nobleza y el pueblo) como la de los romanos. Un principado, en cambio, es incompatible con la libertad de los ciudadanos, cuyos fines son impuestos por los príncipes. Ahora bien, en el caso de la república, ¿cómo se establece y mantiene un Estado libre sin que la libertad individual degenere en la anarquía? Maquiavelo dice que es a través de la virtud. Sin embargo, si bien la distinción entre gobernantes y gobernados parece ser sólo convencional, Maquiavelo parece hablar de virtud en dos sentidos distintos, según se refiera a "los que mandan" (los jefes de la república o bien el príncipe) o a los gobernados. En el caso de los gobernantes la virtud es la virtú maquiavélica. La libertad de todos los integrantes de una república se defiende con la virtú de los gobernantes, que asegura la independencia del Estado de otros que pretendan conquistarlo y así arrebatarle la libertad a sus ciudadanos, de la misma manera que un príncipe virtuoso defiende a su pueblo de ser sojuzgado. En el caso de los gobernados, en cambio, Maquiavelo parece referirse a las virtudes ciceronianas de los humanistas clásicos. Para evitar la servidumbre y asegurar su libertad individual, los ciudadanos de una república deberán cultivar las virtudes políticas y ser devotos de una vida al servicio público. Caso contrario (observar la semejanza de este argumento con el de los moralistas romanos), la opción por los propios fines privados en lugar del bien público, será vista como una inhabilidad para reconocer que la propia libertad depende del compromiso hacia una vida de virtud y servicio público.

Se tiene entonces que las acciones de los gobernantes y las de los gobernados, tanto en el principado como en la república, son juzgadas de distinta manera. Mientras las de los príncipes son susceptibles de ser evaluadas a la luz de un criterio estratégico que permite establecer si resultan o no virtuosas, nada se dice del modo de evaluar la corrección o no de las acciones de los integrantes del pueblo. En rigor de verdad, al definir a la virtú en términos de gloria y de mantenimiento del poder, Maquiavelo queda condicionado a hablar de acciones estratégicas únicamente en relación a las acciones de los gobernantes. ¿Cómo podría un integrante del pueblo tener como objetivos a la gloria y al mantenimiento del poder?

Ahora bien, según Colonna d'Istria y Frapet (1980), todo el problema del arte político en Maquiavelo, consiste no en limitar el deseo de gloria, sino en llevarlo por la buena dirección, de manera que pueda coincidir con el bien común. El bien común es un objetivo estratégico compartido por gobernantes y gobernados, que incluye entre otras cosas el mantenimiento del Estado y de la libertad, y la obtención de riquezas (incluso con el sometimiento de otros pueblos). En ese sentido, todos participan en su concreción: es alcanzado y resguardado en el exterior a través de la virtú estratégica de los gobernantes, mientras que en el orden interno se mantiene con la virtud moral de los gobernados. No obstante, si bien los príncipes se encuentran justificados en la utilización de distintas argucias estratégicas para llevar a cabo sus fines, no todo les estaría permitido. Maquiavelo hace una alusión al tirano Agatócles en la que se aclara que "no se puede considerar virtud al asesinato de los ciudadanos, la traición a los amigos, ni a la carencia de palabra, humanidad y religión. Tales medios pueden proporcionar poder, pero no gloria". La crueldad de Agatócles no es un medio estratégico adecuado para mantener el Estado y en consecuencia para el bien común. Existiría entonces, para Maquiavelo, cierta base moral difusa, reconocida por el pueblo, que debería ser en general respetada por todos, incluso por los príncipes que busquen llevar a cabo sus fines. Así y todo, sin llegar al exceso de transgredir esa mínima base, los príncipes son libres de contradecir la rígida moral ciceroniana en virtud de las consecuencias que para el Estado tienen sus acciones. Queda claro que en todo momento el gobernante no actúa de manera moral sino estratégico - política. Sin embargo, a partir del ejemplo de Agatócles y de otras pocas citas podría interpretarse que Maquiavelo sostiene un punto de vista ambiguo en lo relativo a la moral: por un lado, para los gobernantes, sería partidario de una ética consecuencialista del tipo que Weber (1919) llama "ética de la responsabilidad", mientras que al pueblo se le exigiría una "ética de la convicción", independiente de las consecuencias. Creo al respecto que esta interpretación contradice precisamente el punto esencial de la obra de Maquiavelo: la separación neta y clara entre racionalidad estratégica (política) y racionalidad moral (ética). Insisto en que la ambigüedad consiste en reconocer la virtú de los gobernantes ignorando el carácter estratégico de la acción de los gobernados, a quienes en cambio se les reclama "convicción" en el respeto no sólo de la base moral mínima sino también de las virtudes ciceronianas en general. Eso sí, Maquiavelo no dice que los príncipes estén aplicando ningún tipo de ética sino estrategia política.

Desde una perspectiva crítica contemporánea, la extensión del cálculo estratégico a los gobernados permite abarcar no sólo las acciones de los gobernantes de las que se ocupa Maquiavelo (aquéllas que buscan la gloria y el mantenimiento del poder), sino también las acciones del pueblo (Hobbes da un paso significativo al hablar del mantenimiento de la vida como fin de las acciones de los hombres). Los hombres del "vulgo", desde ya, no son malos por definición como afirma Maquiavelo, sino que sus acciones estratégicas no son necesariamente morales. Es más, si el Estado no está fundado, si no hay "tribunal al que recurrir", como en el caso de las relaciones entre príncipes, aquél que actúe moralmente podrá también "sucumbir ante tanto bellaco". La extensión del cálculo estratégico a los gobernados resulta además más coherente con las propias afirmaciones de Maquiavelo sobre la libertad individual.

Mi interpretación de Maquiavelo surge también como más consistente con su predilección por la república mixta, en la que reconoce la conflictividad como base de la preservación de ese tipo de Estado (a diferencia de los griegos, para quienes el conflicto era sinónimo de degradación social). Puede decirse que dicha conflictividad no es debida sino a la existencia de intereses estratégicos contrapuestos entre las clases sociales, incluso al sentido que cada clase da al bien común. Según Bobbio (1987), para Maquiavelo "los "tumultos" que muchos condenan no son la causa de la ruina de los Estados sino la condición para que se promulguen buenas leyes en defensa de la libertad,..., tal aseveración expresa claramente una nueva visión de la historia, que podríamos llamar justamente "moderna", de acuerdo con la cual el desorden, no el orden, el conflicto entre las partes contrapuestas, no la paz social impuesta desde arriba, la desarmonía, no la armonía, los "tumultos, no la tranquilidad derivada de un dominio irresistible, son el precio que se debe pagar por el mantenimiento de la libertad".

En una república mixta, la libertad permite la búsqueda de los intereses estratégicos particulares (y de clase), esto lleva al conflicto (los "tumultos"), del que surgen buenas leyes que permiten la conservación del Estado. En un principado, en cambio, no se permite la libertad de los gobernados, en consecuencia no hay conflicto y las buenas leyes son en este caso las impuestas desde arriba por el príncipe. Esto no significa, claro está, que el pueblo de los principados no conozca sus intereses ni que sea incapaz de diseñar estrategias para defenderlos. Parece aquí haber un doble juego en lo relativo al papel del conflicto: no se acepta en un principado pero se considera positivo en una república mixta.

Antes de terminar, será bueno hacer un resumen que integre los distintos aspectos tomados separadamente en esta interpretación. El objetivo principal al que Maquiavelo pretende contribuir es a la unión de Italia, a "mantener la unidad en un pueblo corrompido y salvarle de la anarquía". Para tal fin sostiene como necesaria la formación de un Estado poderoso (una república o un principado). El concepto de necesidad aparece aquí como condición limitadora de la acción en las circunstancias de su producción, que conduce a la virtú (capacidad estratégica de adaptación a las circunstancias) del fundante del Estado a llevar a cabo la acción adecuada en dichas circunstancias (necesaria en tanto acotada por la situación). Pero, a su vez, un Estado no se puede mantener si la necesidad no hace que los hombres naturalmente malos se tornen buenos. La manera de hacerlo es a través de las leyes. Extendiendo la virtú a todos los integrantes de la sociedad, se encuentra que lo anterior equivale a decir que para el mantenimiento del Estado necesario para la unidad se necesita de leyes que orienten el cálculo estratégico individual hacia el bien común. Más precisamente puede decirse que la función del Estado en Maquiavelo, y a la vez la condición misma de su existencia, es elaborar leyes que trasladen el cálculo estratégico individual del interés privado al interés público.

Se ha visto cómo de las dos formas de Estado aceptadas por Maquiavelo, éste se inclina por la república, en particular por la república mixta de tipo romano, a la que le atribuye mayor estabilidad (mantenimiento del poder, utilidad). Sin embargo, y aquí es donde se inserta El Príncipe (escrito por Maquiavelo en una pausa de sus Discursos), no descarta al principado como otro medio posible para lograr la unidad y la gloria de Italia. En ese sentido, Maquiavelo sostiene la necesidad de un príncipe virtuoso que funde el Estado instaurando las instituciones republicanas y las leyes que conduzcan a una forma de gobierno más útil, en la que predomine el interés público sobre el privado y en la que se garantice la libertad individual (de maximizar su propia utilidad) a la que aspira todo hombre. El Príncipe constituiría entonces una guía para que el príncipe fundante siente una estructura básica de dominación. Así, el principado en el que se le niega la libertad a los gobernados, puede aparecer como una transición a la instauración de las instituciones republicanas. Maquiavelo piensa en Rómulo, que fundó Roma por medio de acciones inmorales pero estratégicas (mata a su hermano), para dotarla luego de sus instituciones republicanas, y a quien "los hechos acusan pero las consecuencias excusan". El príncipe fundante, virtuoso, es conciente en cierta medida de la corrección (racionalidad) moral (toda la sociedad civil, desde su nacimiento, "comienza por conocer qué es bueno y honesto y a distinguirlo de aquello que es vicioso y malo" (Discursos, I, 2)), de que la racionalidad estratégica precede a la moral ("los guerreros nacen antes que los filósofos") y también de que para instaurar la moral (las leyes), es necesario a veces contradecirla.

Sobre la base de un crimen, de la acción inmoral pero virtuosa de un príncipe, puede fundarse una república mixta asentada en un derecho que garantice la justicia, la libertad individual (entendida no sólo en sentido negativo, sino orientada también al bien común) y en consecuencia las acciones con arreglo a valores.

Se dijo anteriormente que Maquiavelo acepta la libertad y el conflicto en la república mixta, mientras que los rechazaba para el principado. Por consiguiente, puede interpretarse que en virtud de la necesidad de la unión, para imponer el Estado, el "pecador original" debe eliminar la posibilidad de conflictos que enturbien su acción, sin embargo, una vez instaurada las instituciones y constituida la república mixta, la discusión interna redundará en "buenas leyes" y en la propia conservación de dicho Estado (el conflicto sólo aparece como constructivo en el marco de un Estado sólidamente constituido). Es decir, el príncipe necesitaría imponer el Estado para evitar los conflictos derivados de la acción estratégica de los gobernados, orientando la cooperación a partir de la cual resulta posible la acción legal y moral.

Se vuelve a comprobar que resulta injusto tildar a Maquiavelo de inmoralista, como lo hacen aquellos que presentan aisladamente y como máximas de moral las que son de política y dependen de determinados supuestos, cuando en realidad no es más que el primero en insinuar, invirtiendo la relación clásica, la existencia de un poder soberano como condición previa de la moral, fundamentando además su constitución, en el miedo recíproco de los ciudadanos, en el deseo (preferencia) de seguridad propio de los gobernados. A partir de Maquiavelo comienza a tomar cuerpo la línea de pensamiento que fundamenta su reflexión política en la suposición de la existencia de un estado de conflicto (de intereses contrapuestos) universal. Este conflicto es entre los Estados y entre los ciudadanos dentro de cada Estado. El Estado se origina en esta situación de conflicto, en la que la política constituye el arte de dominar las diferentes estrategias existentes para afirmarse en el poder. A diferencia de los clásicos, para los que la organización de la sociedad era consecuencia de un orden, de un equilibrio estático (en el que cada individuo cumplía su función sin salirse de ella), Maquiavelo va a ser el primero en basar el origen y la sustentación del Estado (los "tumultos" no son la causa de la ruina de la república mixta, sino la condición para que se promulguen buenas leyes en defensa de la libertad) en la conflictualidad. Interpretándolo desde esta corriente, El Príncipe es un manual que enseña cómo mantenerse en el poder (cómo maximizar la utilidad de un gobernante, y en consecuencia de un Estado) en ausencia de un poder soberano con la fuerza suficiente para instaurar leyes que permitan garantizar la acción moral (o conforme a la moral), tanto entre diferentes estados como a nivel interno. El principal representante de dicha línea de pensamiento será Thomas Hobbes.

 

5.3- Hobbes: la necesidad del Estado.

Hobbes, a diferencia de Maquiavelo, no divide a la sociedad en gobernantes y gobernados sino que, como la mayoría de los pensadores del siglo XVII, sostiene claramente la igualdad de todos los hombres. Más precisamente, entiende que si bien los hombres pueden o no ser iguales por naturaleza, de todas maneras ningún hombre acepta ser tratado como si no fuera igual al resto, de lo que se deriva que los hombres suponen que son todos iguales entre sí. Además, siguiendo la línea de los pensadores modernos, afirma que a pesar de dicha igualdad, es imposible ponerse de acuerdo acerca del bien común supremo de todos ellos ("no existe el finis ultimus ni el summun bonum"). No obstante, sí se puede determinar el mal mayor que todo hombre quiere evitar: la muerte violenta. El miedo a la muerte violenta constituye así la pasión que iguala a los hombres y que permite un análisis general de sus acciones (a diferencia de Maquiavelo, para quien gobernantes y gobernados tienen diferentes motivos para actuar).

El temor a la muerte como punto de partida del análisis hobbesiano de la acción de los individuos, puede encuadrarse dentro de las dos interpretaciones más extendidas que se han hecho de su visión de la naturaleza humana. Una de ellas, la interpretación clásica, se basa en la descripción marcadamente negativa del hombre presente en su obra. "El hombre es el lobo del hombre", naturalmente malo (en este aspecto sigue a Maquiavelo), por lo que librado a sus instintos, es decir en ausencia de un poder soberano que ponga límites a esta inclinación, se encuentra en estado de guerra de todos contra todos, tal es el "estado de naturaleza".

La interpretación liberal, en cambio, asocia el planteo de Hobbes con el estudiado juego del "dilema del prisionero", permitiendo una interpretación desde la teoría de la elección racional. Desde este punto de vista, la posición de Hobbes puede sostenerse sin recurrir a la "maldad natural" del hombre ni al pecado original, sino tomando al hombre estratégicamente racional.

Puede partirse, pues, de esta segunda interpretación y reconstruir, desde mi propia perspectiva, el análisis de Hobbes en los capítulos 12 al 20 del Leviatán (1651). Se dijo que para Hobbes todos los hombres son iguales y se interpretó que, como tales, se comportan de manera racional estratégica. "De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines" (Hobbes 1651:101). Pero a su vez, los hombres tienen intereses contrapuestos, lo que genera un estado de temor y de desconfianza recíproca. Sucede entonces que, en ausencia de un poder soberano que garantice la cooperación, sin garantía ni conocimiento de las acciones de los otros, la misma racionalidad estratégica de los agentes los arrastra a un resultado irracional, a un estado de conflicto de una utilidad menor a la que se obtendría de la cooperación. Así, es paradójicamente el temor a la muerte el que conduce a la muerte. Hobbes concluye que "durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra, una guerra tal que es de todos contra todos" (Hobbes 1651:102). La búsqueda estratégica individual lleva, en ausencia de un Estado que monopolice la fuerza en defensa del derecho, a un estado de guerra. Sin embargo, aclara que no se trata de una guerra permanente en el sentido de una batalla, sino de una conflictualidad latente, de una disposición manifiesta a la lucha durante el tiempo en el que no hay seguridad de lo contrario. En esa situación, en la que los hombres viven sin otra seguridad que la de su propia fuerza, "existe continuo temor y peligro de muerte violenta, y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve" (Hobbes 1651:103).

Más adelante Hobbes señala que "En esta guerra de todos contra todos, se da una consecuencia: que nada puede ser injusto. Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia están fuera de lugar. Donde no hay poder común, la ley no existe: donde no hay ley no hay justicia. En la guerra, la fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales" (Hobbes 1651:104). Es decir, en ausencia de un Estado son imposibles la moral y un derecho basado en ella. Como se ve esto está íntimamente ligado a las conclusiones de Maquiavelo respecto a la manera de actuar de los príncipes que en ausencia de una instancia superior de poder, deben apelar a la virtú estratégica y no a la virtud moral para lograr sus objetivos "entre tanto bellaco". Tanto en Maquiavelo como en Hobbes, el actuar moralmente en una situación de las descriptas como de estado de naturaleza no tiene sentido, ya que no están dadas las condiciones que garanticen las relaciones morales. A su vez, desde el punto de vista estratégico tal manera de actuar resulta irracional y atenta contra el derecho de cada individuo de defender su propia existencia.

¿Cómo salir del estado de naturaleza y de este modo asegurar nuestra vida? Hobbes dice que los hombres pueden hacerlo "en parte por sus pasiones, en parte por su razón" (Hobbes 1651:104). Respecto de las pasiones que llevan a los hombres a superar el estado de guerra la fundamental es el temor a la muerte, aunque también menciona al "deseo de las cosas que son necesarias para una vida confortable y la esperanza de obtenerlas por medio del trabajo" (Hobbes 1651:105). Sostiene entonces que los objetivos que buscan todos los hombres son la paz y la seguridad, pero no como bienes supremos, teleológicos, sino en oposición al mal mayor que representa la muerte violenta. En otras palabras, la paz y la seguridad constituyen las máximas prioridades (preferencias) del hombre frente al costo máximo que supone la muerte violenta.

En lo que concierne a la razón, ésta "sugiere adecuadas normas de paz, a las cuales pueden llegar los hombres por mutuo consenso" (Hobbes 1651:105). Tales normas de paz son llamadas "leyes de naturaleza" y definidas como preceptos generales que prohiben al hombre hacer algo que vaya en contra de la preservación de su vida. Más precisamente, puede decirse que se trata de imperativos hipotéticos de acción, imperativos de prudencia que sugieren acciones adecuadas para lograr el fin de evitar la muerte. Las leyes de naturaleza se inscriben dentro del "derecho de naturaleza" que "es la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como quiera, para la conservación de su propia naturaleza, es decir de su propia vida, y por consiguiente, para hacer todo aquello que su propio juicio y razón considere como los medios más aptos para lograr ese fin" (Hobbes 1651:106). A su vez, la libertad se entiende, acorde con el mecanicismo del siglo XVII, como "libertad para", es decir, de la misma forma que en Maquiavelo, como ausencia de impedimentos externos que reduzcan el poder del hombre de hacer lo que quiera.

Ordénense estas últimas consideraciones desde mi modelo interpretativo. Se puede salir del estado de naturaleza en base a las pasiones y a la razón. Las pasiones son los estados afectivos que determinan nuestros intereses e intenciones, es decir nuestras preferencias. Por lo tanto, y apartándose del barroquismo hobbesiano, pueden dejarse de lado las pasiones y hablar en su lugar de intereses, intenciones, fines estratégicos (evitar la muerte violenta, obtener cosas necesarias para una vida confortable) o simplemente de preferencias subjetivas.

La razón proporciona en cambio, reglas de prudencia que indican los medios "más aptos para lograr" esos fines estratégicos. El hombre tiene libertad para elegir los medios (las acciones) más adecuadas (más virtuosas diría Maquiavelo) para el logro de dichos fines. Todo el Leviatán está lleno de citas que demuestran el carácter condicional que para Hobbes tenía la acción. Evidentemente, la razón de la que habla Hobbes es la razón estratégica, por lo que el criterio de racionalidad estratégica de la teoría de la elección racional (la maximización de la utilidad esperada) puede extrapolarse a su teoría a partir de las numerosas frases que hablan de acciones correctas como "medios más aptos para el logro de los fines".

Sigamos ahora con el argumento de Hobbes. ¿Qué dicen las leyes de la naturaleza? La primera ley aconseja a todo hombre buscar la paz y seguirla mientras sea posible, pero defenderse por todos los medios y utilizar las ventajas de la guerra en caso contrario. Sin embargo es la segunda la que resulta clave para la continuación del razonamiento: "que uno acceda, si los demás consienten también, y mientras se considere necesario para la paz y defensa de sí mismo, a renunciar este derecho a todas las cosas y a satisfacerse con la misma libertad, frente a los demás hombres, que les sea concedida a los demás con respecto a él mismo" (Hobbes 1651:107). Así, la salida del estado de naturaleza es posible mediante un pacto en virtud del cual los hombres renuncian a ciertos derechos transfiriéndolos a un poder soberano por encima de ellos. Las leyes de naturaleza marcan, por lo tanto, el camino de salida del dilema del prisionero a través de la cooperación, marcando el paso entre la racionalidad estratégica individual y la colectiva.

Se trata pues de un pacto estratégico por el cual se pasa de un juego no cooperativo a uno cooperativo (en el que las reglas de acción recíproca están garantizadas). En ese sentido, Hobbes introduce la regla de oro en el campo estratégico, señalando que la medida de la renuncia de los derechos de un hombre estará en relación con los derechos que no desee que los demás utilicen en su contra.

El pacto tiene además carácter condicional, como se adelantó al considerar a las leyes de naturaleza como imperativos hipotéticos. "Doy para que me den", sería la estrategia individual de la cooperación, es decir "Si me dan entonces doy" ("Si no me dan, no doy"). Al respecto, cuando se refiere a la nulidad de los pactos que obliguen a alguien a no defenderse a sí mismo con la fuerza contra la fuerza, dice que "aunque un hombre pueda pactar lo siguiente: Si no hago esto o aquello, matadme, no puede pactar esto otro: Si no hago esto o aquello, no resistiré cuando vengan a matarme" (Hobbes 1651:115).

El pacto es por lo tanto condicional y estratégico, y convierte la estrategia (utilidad) individual en colectiva. En el estado de naturaleza, cuando las partes hacen un pacto confiando una en otra, cualquier sospecha razonable es motivo de nulidad. "En efecto, quien cumple primero no tiene seguridad de que el otro cumplirá después". "Pero cuando existe un poder común sobre ambos contratantes, con derecho y fuerza suficiente para obligar al cumplimiento", es decir, "en un Estado civil donde existe un poder apto para constreñir a quienes, de otro modo violarían su palabra", dicho temor ya no es razonable ni el pacto nulo.

De tal modo, el Estado se constituye en el poder coercitivo que garantiza el cumplimiento de los pactos y, en consecuencia de la justicia (definida como la observancia de los pactos). Así, el juego cooperativo que constituye al Estado, permite garantizar los demás juegos cooperativos que se den en su seno, es decir asegurar el cumplimiento de las reglas de dichos juegos, la justicia, sin la cual los participantes no están dispuestos a ceder derechos. A su vez, así como en la república de Maquiavelo la justicia era necesaria para la libertad y el mantenimiento del Estado, en Hobbes será la condición para evitar la disolución del Estado y la vuelta al conflicto.

Hobbes no plantea la situación del estado de naturaleza de manera histórica, sino teórica, como una hipótesis de lo que pasaría en caso de disolución total del Estado. De tal modo, la justificación hobbesiana del Estado tendría una prueba empírica a posteriori que desnudaría sus características intrínsecas, consistente en la observación de las consecuencias de la destrucción de los pactos (los conflictos internos en el seno de estados fragmentados políticamente), así como también una corroboración parcial en el terreno de las relaciones de fuerza entre los estados, sin un poder soberano que los englobe. Puede decirse que una vez instituido el Estado, éste se autoconstituye permanentemente en el mantenimiento de la cooperación de sus integrantes, afirmándose en la sucesión de cada nuevo gobierno, sin pasar por el estado de naturaleza. En ciertas circunstancias, sin embargo, los ciudadanos pueden llegar a salirse del pacto, no sólo colectiva sino también individualmente. Mientras el abandono colectivo del pacto supone su destrucción y su reemplazo por la anarquía (disociación rayana con el estado de naturaleza) o bien por una o más nuevas formas asociativas (nuevos pactos), el abandono individual tiende a minar las bases del pacto, en tanto pueda inducir nuevos abandonos o como simple expresión de oposición al sistema.

Cabe aquí preguntar: ¿qué es lo que garantiza el primer pacto, el de la constitución del Estado?

En primer instancia puede decirse que nada, sino que sólo cabría que sea impuesto gracias al poder de uno o más de los contratantes, de la manera en que Rómulo sentó las bases de Roma según Maquiavelo. Hobbes no dice nada al respecto, pero parece difícil que el estado de naturaleza pueda superarse de manera espontánea. Mas bien aparece como necesario un "pecador original" que disponga del poder suficiente como para instaurar las instituciones del Estado (recuérdese que Maquiavelo aspiraba a un príncipe que impusiera la unidad y las instituciones republicanas). Según Hobbes, el soberano no pacta sino que recibe su poder de manera incondicional, por el temor de sus súbditos, aunque "es cierto que una vez instituida o adquirida una soberanía, las promesas que proceden del miedo a la muerte o a la violencia no son pactos ni obligan cuando la cosa prometida es contraria a las leyes" (Hobbes 1651:162).

Hobbes escribe en el marco de las guerras civiles inglesas. En ese sentido afirma que en definitiva, incluso el poder ilimitado de un soberano es preferible (más útil) al estado de naturaleza ya que "lo más grave que en cualquier forma de gobierno puede suceder, posiblemente al pueblo en general, apenas es sensible si se compara con las miserias y horribles calamidades que acompañan a una guerra civil" (Hobbes 1651:150).

Esa situación, la necesidad de un soberano fuerte que ponga fin a la anarquía, junto a una visión excesivamente (desde el punto de vista teórico) pesimista de la naturaleza humana, conducen su teoría del Estado al absolutismo. La idea de un soberano más allá de la ley, al que el ciudadano cede todos los derechos menos uno (el de defender su propia vida), lleva a que todo elemento de crítica o disidencia sea visto como atentatorio del pacto, y en consecuencia de la sociedad, y le otorga tal rigidez a su teoría que la hace desembocar en el absolutismo. Así como en Maquiavelo los hombres iguales otorgaban poder a un príncipe, desigual a ellos en virtud de ese acto, en Hobbes los hombres iguales crean un Estado soberano distinto a ellos en tanto que dicta las leyes pero no está obligado a cumplirlas. El absolutismo del Estado de Hobbes radica en que, si bien se origina en un pacto condicional entre individuos que dan para recibir, el soberano no pacta, y una vez instituido su poder, éste resulta incondicional, y anula para su mantenimiento toda manifestación de los intereses de los contratantes ("los mandatos de quien tiene derecho a mandar no deben ser censurados ni discutidos por sus súbditos" (Hobbes 1651:169)). Sin embargo, debilitando alguno de sus supuestos y modificando otros, como he estado haciendo en parte, su teoría se ha mostrado adecuada, no sólo para la fundamentación del estado autoritario, sino también para la del Estado democrático moderno.

Se observó antes que las leyes de la naturaleza eran imperativos estratégicos de prudencia que la razón nos daba para salir del estado de conflicto. Hobbes sostiene sin embargo, que del aprendizaje de esas leyes, "cuando se confrontan las acciones de otros hombres con las de uno mismo" (Hobbes 1651:129), surge como resultado la regla de oro: No hagas a otro lo que no querrías que te hicieran a ti. De este modo, así como la segunda ley introducía a la regla de oro como criterio estratégico a tener en cuenta, el conjunto total de las leyes la introduce como criterio moral. Personalmente creo que tal criterio se deriva en particular de las leyes novena (que reconoce la igualdad entre los hombres) y décima (que establece que al iniciarse las condiciones de paz, nadie debe exigir reservarse algún derecho que él mismo no se avendría a ver reservado por cualquier otro). Tales leyes llevan implícito el criterio moral que ordena no ponerse en excepción a la hora de decidir una acción con repercusiones morales, criterio formulable análogamente con la regla de oro.

Hobbes afirma que tal criterio obliga in foro interno (en la conciencia), pero sólo in foro externo (en cuanto a su aplicación), cuando "hay seguridad bastante". Por el contrario, en ciertas situaciones límite, y particularmente ante el riesgo de muerte violenta, el individuo deja de tener en cuenta el bien de los demás y suspende su juicio moral. Se tiene entonces que, si bien los hombres son siempre concientes de la racionalidad moral de sus acciones, sólo un poder que garantice nuestra seguridad, podrá garantizar a su vez las relaciones basadas en ese tipo de racionalidad (para Hobbes, el Estado, representante de Dios, garantiza la moral cristiana con el derecho).

Puede efectuarse ahora un resumen de lo analizado hasta aquí, a partir de mi punto de vista. Todos los hombres buscan la paz y la seguridad como principales utilidades, no como fines en sí mismos sino en oposición al máximo costo de la muerte violenta. En ausencia de un poder soberano, son arrastrados en virtud de su propia racionalidad estratégica a la situación irracional del conflicto permanente, inestable, imprevisible y de mayores costos que los de una eventual cooperación. En tal situación, los individuos son concientes de la moralidad o inmoralidad de sus acciones, sin embargo, se ven desincentivados a actuar moralmente (de acuerdo a la virtud), cuando todos lo hacen estratégicamente (de acuerdo a la virtú) para no ser grave y reiteradamente perjudicados. El medio que constituye la solución a esa situación de estado de naturaleza, y que permite alcanzar la paz es un pacto colectivo mediante el cual cada individuo renuncia a un cierto número de derechos (en igual medida que todos los demás) en favor de un Estado. Hobbes no aclara cómo se garantiza esta cooperación, pero extrapolando a Maquiavelo se concluye que bien puede ser a través de la fuerza de uno o más de los contratantes. Una vez constituido, el Estado se dota de leyes. En un Estado democrático las leyes estarán de acuerdo a aquellos principios morales que los individuos reconocían aún en su estado de naturaleza, pero que se veían inhibidos de aplicar. Como consecuencia de la traslación de derechos de los individuos, el Estado adquiere el poder visible suficiente para garantizar esas leyes. Por lo tanto, la función del Estado será la de respaldar con la fuerza pública a las leyes (y en consecuencia a la parte de las relaciones éticas contempladas por esas leyes), actuando como elemento disuasivo que permita la cooperación al hacer coincidir el interés estratégico privado del individuo con el interés colectivo, público (aumentando los costos eventuales de una acción individual que afecte a las mencionadas leyes).

 

5.4- La lógica de la cooperación.

5.4.1- Acción colectiva, lógica de la cooperación y teoría de juegos.

El análisis del pensamiento de Maquiavelo y Hobbes ha puesto de manifiesto las características esenciales de la cuádruple relación entre racionalidad estratégica, conflicto, cooperación y racionalidad moral. Dicho análisis me permite introducirme de lleno en lo que a partir de Olson (1965) se ha dado en llamar "el problema de la acción colectiva". El problema de la acción colectiva o del francotirador hace referencia al fracaso de los individuos egoístas y racionales en obtener un bien común, y debe ser distinguido de la lógica de la acción colectiva o lógica de la cooperación, consistente en el análisis formal, por medio de la teoría de juegos, de dicho problema así como de sus posibles soluciones. Es entonces a través de la lógica de la cooperación, en particular de los artículos de Elster (1982) y Aguiar (1991), que intentaré enriquecer mi punto de vista acerca de la justificación maquiavélico- hobbesiana del Estado, todo lo cual estará orientado a desarrollar, en el siguiente capítulo, una teoría propia acerca de la necesidad y la forma de un auténtico organismo internacional de seguridad colectiva.

Se dijo que la teoría de juegos constituía una herramienta útil para el análisis del conflicto y la cooperación. Dado que a su vez dicha teoría es absolutamente compatible con mi modelo interpretativo de la acción y su racionalidad, comenzaré mi análisis de la lógica de la cooperación presentando directamente la situación en la que dos jugadores pueden elegir entre dos cursos de acción o estrategias: cooperar (C) o no cooperar (NC). Transformando artificialmente el juego de dos personas a uno entre "yo" y "cualquier otro", con el fin de introducir mayor realismo en el modelo, se pueden distinguir cuatro posibilidades de solución del juego:

U) Cooperación universal (CC): todos eligen C.

E) Egoísmo universal (NC NC): todos eligen NC.

F) El francotirador (NC C): "yo" elijo NC, "cualquier otro" elige C.

P) El primo (C NC): "yo" elijo C, "cualquier otro" elige NC.

Así, cada individuo de la sociedad colocará estas alternativas en un determinado orden, de acuerdo con sus preferencias en el papel de "yo". En todos los casos, la forma abstracta de la matriz será la siguiente:

Cualquier otro

C
NC
C
U,U
P,F
Yo
NC
F,P
E,E

 

La situación puede también ser reflejada según la forma de la llamada notación extensiva, es decir según el diagrama de árbol siguiente:

U,U
P,F
F,P
E,E
C
NC
C
NC
Otro
Otro
C
NC
Yo

 

En este diagrama el primero en jugar soy "Yo", que puedo optar entre cooperar (C) o no cooperar (NC). Si elijo C, entonces "cualquier otro" estará parado a la izquierda del diagrama y podrá optar entre cooperar (C C), lo que lo conducirá al estado de cosas descripto como cooperación universal (U,U), o bien por no cooperar (C NC), lo que me llevará al estado del primo (P,F). En cambio, si elijo NC, "cualquier otro" puede cooperar transformando mi estado en la situación de francotirador (F,P), o bien no cooperar y determinar una situación de mutuo egoísmo universal (E,E).

Las características de cada juego, y en consecuencia su resultado o solución, dependerá del orden de preferencias de los jugadores, es decir, del orden de prioridades que otorguen a las cuatro posibilidades citadas. Es decir, el valor que los jugadores den a las variables U, E, F y P determinará la estructura del juego, estructura que a su vez determinará el nivel de cooperación de los jugadores.

 

5.4.2- De la racionalidad estratégica al conflicto.

En las últimas tres décadas el problema de la acción colectiva ha sido planteado, estudiado y asimilado al juego ampliamente conocido como el dilema del prisionero, definido por el orden de preferencias F>U>E>P. Asignando por ejemplo los valores F=4, U=3, E=2, P=1 (F>U>E>P=(NC C)>(C C)>(NC NC)>(C NC)), es ese orden de preferencias el que determina que la matriz respectiva quede como sigue:

    Cualquier otro
    C NC
Yo C 3,3 1,4
NC 4,1 2,2

Dilema del prisionero

Se tiene que:

1) La estrategia NC es dominante, es decir, constituye la mejor elección para cada actor, independientemente de lo que hagan los otros. A cada uno le interesa comportarse como un francotirador y dejar que el otro coopere, de manera de obtener el mayor beneficio sin costo alguno (a partir de (3,3) los individuos tienden a beneficiarse corriéndose a (4,1)).

2) Como consecuencia del dominio de la estrategia no cooperativa, la solución al juego es el conflictivo egoísmo universal (2,2), que todos individualmente sitúan por debajo de la cooperación universal (3,3).

3) La cooperación universal no es individualmente estable ni individualmente accesible: todos darán el primer paso para alejarse de ella y nadie dará el primer paso para acercarse a ella.

Así, el dilema muestra de manera muy sencilla la esencia del problema de la acción colectiva: el hecho de que la racionalidad individual puede conducir a la irracionalidad colectiva, a un resultado global no deseado por nadie. Como señala Aguiar, puede preguntarse por qué los jugadores no cooperan si saben que así obtendrían un resultado aceptable para todos. Puede ocurrir que los jugadores no tengan comunicación entre sí y no sepan qué van a hacer los demás, caso en el que cooperar entrañaría un gran riesgo individual. Pero aún suponiendo la existencia de comunicación entre los actores y la posibilidad de un pacto cooperativo, nada les asegura el cumplimiento de ese acuerdo.

 

5.4.3- Del conflicto a la cooperación.

¿Cómo salir, entonces, de la situación del dilema del prisionero?, ¿qué solución tiene el problema de la acción colectiva? Los teóricos de la lógica de la cooperación han elaborado una serie de salidas que quedan abarcadas por las tres clases de soluciones siguientes:

1) Las "soluciones internas": son aquéllas en las que los jugadores conservan su orden de preferencias F>U>E>P, aquéllas que según Taylor (1987) "ni implican ni presuponen cambios en el "juego", es decir, en las posibilidades abiertas al individuo,... en las preferencias individuales,... y en sus creencias".

Las soluciones internas son posibles cuando el dilema del prisionero se juega más de una vez, a partir de lo que se ha llamado dilema del prisionero repetido o iterado. En efecto, puede ocurrir que "al repetirse una y otra vez la situación que origina el dilema, los miembros de un grupo de interesados en algún bien colectivo puedan aprender a colaborar" (Aguiar, 1991:14). Esto es lo que ha demostrado Axelrod (1984), quien señala que la reciprocidad inherente a la cooperación de individuos egoístas depende de que los jugadores puedan identificar a los no cooperadores, de que se puedan tomar represalias sobre ellos y de que se tenga incentivos para tomar esas represalias, para lo cual es necesario que exista una gran probabilidad de que los jugadores vuelvan a encontrarse, de manera que tengan algo que ganar en una futura interacción. Si esto se cumple, podrá surgir la cooperación condicional a partir de estrategias como la de "toma y daca" (tit for tat), que consiste en comenzar cooperando para continuar tal como lo haga el oponente, cooperando si coopera, no cooperando si no coopera. De esta forma, las estrategias de cooperación condicional conducen a la propagación de los acuerdos cooperativos en un contexto en el que sigue privando el interés egoísta del orden de preferencias del dilema del prisionero (el cambio de hipótesis de acción se debe a un cambio en el conjunto de creencias, no en el de las preferencias). Hay que aclarar que, como lo señalan Olson (1965) y Taylor (1987), la cooperación condicional voluntaria se da más fácilmente en grupos pequeños, ya que en esos casos resulta más sencillo identificar a los no cooperadores de la anterior jugada.

2) Las "soluciones externas": son aquéllas en las que por medio de la coacción o el incentivo externo se provoca un reordenamiento de las preferencias individuales que transforma el dilema del prisionero en un juego distinto. La solución externa clásica consiste en establecer mecanismos de coacción que conduzcan a los individuos a un cambio del orden de las preferencias del dilema del prisionero, por uno del juego de la seguridad, en el que la cooperación universal es preferida a la no cooperación individual. El orden de preferencias del juego de la seguridad es U>F>E>P (por ejemplo U=4, F=3, E=2, P=1) de manera que la matriz queda como sigue:

    Cualquier otro
    C NC
Yo C 4,4 1,3
NC 3,1 2,2

Juego de seguridad

Respecto de este juego, Elster (1982:47) observa que:

1) El egoísmo es la mejor respuesta al egoísmo, la solidaridad la mejor respuesta a la solidaridad.

2) El óptimo de la cooperación universal es individualmente estable, pero no individualmente accesible.

3) El egoísmo universal y la solidaridad universal son, ambos, puntos de equilibrio. Dado que la cooperación universal es preferible por todos al egoísmo universal, la primera se plantea como la solución al juego.

4) Dado que no hay una estrategia dominante la solución sólo será alcanzada si hay una información completa y perfecta. Una información incompleta (acerca de las preferencias o de la información disponible) lleva fácilmente a la incertidumbre, a la sospecha y a la conducta consistente en jugar sobre seguro (es decir a optar por la solución egoísta).

En el dilema del prisionero se prefería no cooperar si los demás cooperaban. Ahora, se prefiere cooperar si cooperan todos, pero es necesario tener la seguridad de que esto ocurrirá, es decir, de que nadie actuará con las preferencias del dilema del prisionero. Se debe estar seguro de que no ocurrirá lo siguiente:

    Cualquier otro
    C NC
Yo C 4,3 (4) 1,4 (3)
NC 3,1 2,2

 

Aquí, los números entre paréntesis indican las preferencias que "yo" creo que tiene "cualquier otro" (las del juego de la seguridad), distintas de las que realmente tiene el otro jugador (las del dilema del prisionero). Se observa que mi desconocimiento de esta circunstancia me lleva a cooperar y a ser defraudado por "cualquier otro", que privilegia NC (4) frente a C (3) (dejándome con 1 en lugar de 4), cuando yo creía que haría lo contrario. Si "yo" hubiera sabido la forma real del juego (la situación objetiva So de mi esquema de la acción individual), la solución hubiera sido el punto de no cooperación 2,2.

Por lo tanto, la cooperación del juego de la seguridad es en cierta medida condicional, pero a diferencia de la solución interna, la condición aquí no consiste sólo en que los demás jugadores cooperen una vez que se ha cooperado, sino también en que exista la seguridad de que actúen según un orden de preferencias ACBD.

3) Internalización de un nuevo orden de preferencias: esta alternativa, planteada por Elster (1982) y (1983), puede verse como una combinación de las anteriores soluciones. Aquí también, como en la solución interna, se puede partir de la consideración de la situación planteada por el dilema del prisionero. Sin embargo, la diferencia es que en este caso, como resultado de su interacción, los agentes llegan a interesarse unos por otros de manera que surge una interdependencia positiva en las estructuras de recompensa. Mediante dicha interacción continuada, los agentes terminan por estar más preocupados por los demás y más informados acerca de ellos. La preocupación por los demás provoca un cambio en el orden de preferencias y en consecuencia la transformación del juego del dilema del prisionero en un juego de seguridad, en el que la conducta cooperativa se plantea como posible solución. Por lo tanto, la cooperación surge como consecuencia de la internalización de un orden de preferencias distinto al del dilema del prisionero, no como producto de la coacción externa, sino a partir de un cambio de actitud voluntario y no condicionado.

Paso entonces a enriquecer mi interpretación de la justificación hobbesiana del Estado, a la luz de la lógica de la cooperación. Partiendo de las conclusiones del punto anterior, supongo una situación inicial de estado de naturaleza en la que el orden de preferencias del dilema del prisionero conduce a los agentes al egoísmo universal, situación subóptima respecto de la cooperación universal que no puede alcanzarse en forma individual. No se descarta que existan sujetos con otras preferencias (cooperadores condicionales, "kantianos" (cooperadores incondicionales)), sino que la consideración metodológica de la situación del dilema del prisionero, al tomar el caso menos cooperativo de entre aquéllos en los que existen intereses comunes (es decir en los que U>E), resulta la suposición que permite encarar de manera más abarcadora y realista la aplicación del problema de la acción colectiva a la constitución del Estado. Mi análisis de la cooperación parte del conflicto que, como se ha visto, no equivale a la irracionalidad.

En la situación del dilema del prisionero, Hobbes propone como salida el pacto y la cesión de derechos a un poder soberano con poder de coacción. Es decir, una solución de tipo externo, según se ha analizado. Sin embargo, como ya se señaló, Hobbes no describe los mecanismos de formación y garantía del pacto primigenio, tarea en la que se puede avanzar aplicando mi estudio de la lógica de la cooperación.

En principio, la cooperación inicial entre los individuos del futuro Estado debe darse necesariamente a partir de una solución interna o de la internalización voluntaria de un nuevo orden de preferencias, ya que, como se ha visto, no existe un poder de coacción que garantice el primer pacto. Entre las dos alternativas restantes, piénsese en la menos cooperativa pero más abarcadora y realista solución interna. Resulta difícil imaginar una solución interna simultánea, espontánea y coordinada entre todos los individuos de la sociedad, sino que, como ya se adelantó en el punto anterior, parece más natural y acorde con la historia de la formación de los Estados suponer un grupo fundador, un "pecador original" maquiaveliano. Es decir, resulta más adecuado interpretar que sea un grupo pequeño (requisito favorable a una eficaz solución interna), integrado por individuos egoístas pero interesados en un bien colectivo, el que puede aprender a cooperar condicionalmente a partir de una situación de dilema del prisionero repetido (previsible en una sociedad anárquica) y decidir colaborar en la instalación de un Estado. En ese sentido, el "pecador original" deberá reunir el poder necesario para conseguir lo que Granovetter (1978) ha denominado umbral de participación, es decir, el número de personas que tendrían que unirse al grupo para que un individuo concreto se animara a secundarlos. Obtenido ese poder, dicho grupo será el encargado de organizar inicialmente el Estado imponiendo las leyes a través de la coacción, provocando de esa manera una solución externa al dilema del prisionero de los restantes miembros de la sociedad.

Una vez instituido el Estado, éste deberá dotarse de los instrumentos adecuados que le permitan mantener la cooperación y evitar su disolución. Así, puede decirse que también para el caso del Estado, el problema de la acción colectiva presenta dos aspectos, el logro de la cooperación de individuos racionales con preferencias egoístas del orden del dilema del prisionero y, una vez conseguido esto, el mantenimiento de dicha cooperación. Se distinguen entonces dos momentos o instancias de cooperación, antes y después de la constitución del Estado:

1) En un primer momento, el "pecador original" asegura el umbral de participación y consigue que cada individuo ceda los mismos derechos a un poder común transformando la incertidumbre inicial, natural (el temor a la muerte hobbesiano), en miedo hacia el castigo subsecuente al quebrantamiento de la ley instaurada por dicho "pecador original", es decir, transformando el egoísmo universal en cooperación universal merced a la inducción de un cambio de preferencias del orden del dilema del prisionero al orden del juego de la seguridad (se pasa a privilegiar la cooperación universal, el bien común). Sucede que, al orientar la acción con las leyes (respaldadas por la fuerza), el grupo fundador (y el Estado después) transforma la información incompleta de los agentes en completa o cuasi completa, reduciendo la incertidumbre y la sospecha que, tanto para los individuos que actúan de acuerdo al orden del dilema del prisionero como para los que lo hacen en base al del juego de seguridad, conduce al egoísmo universal. En ausencia de un poder soberano, en cambio, el agente se ve desalentado a aplicar su criterio estratégico a un orden de preferencias del juego de seguridad o bien a actuar de acuerdo a un criterio moral, aunque lo prefiera "in foro interno" (reconocer algo como justo no implica actuar de manera justa). La falta de garantías (de información) conduce al agente a suspender la aplicación de su criterio de racionalidad moral y a guiarse según el orden del dilema del prisionero. Dicho agente no puede arriesgarse a elegir C sin estar seguro de que los demás también van a elegir C (por propia elección o inducidos por la ley), ya que si elige C y los demás eligen NC está en la peor situación, la del "primo". Por otro lado, los agentes éticos puros que "sigan en sus trece" habrán de enfrentarse a la muerte violenta y, según Hobbes, tenderán a la desaparición (aquí se dirá que su número tenderá a reducirse al ser permanentemente defraudados). Nótese que la inhibición moral planteada aquí tiene un carácter inverso al de la suspensión de la racionalidad estratégica a la que aludía el utilitarismo ético para justificar la acción en base a principios morales.

2) Una vez constituido el Estado, éste hereda y conserva del grupo fundador la autoridad y el poder de coacción que le permite enfrentar el desafío de la segunda instancia: el mantenimiento de la cooperación conseguida. En un Estado establecido habrá individuos con distintos órdenes de preferencias, estarán los puramente egoístas que conservarán el orden del dilema del prisionero, otros priorizarán la cooperación universal inestable y en cierto sentido condicionada del juego de seguridad, mientras que otros podrán ser agentes morales puros o cooperadores incondicionales. Incluso estarán aquéllos que actuarán según uno u otro orden de acuerdo a la situación de que se trate (la actitud de estos agentes con preferencias mixtas, de órdenes distintos para juegos distintos, parece ser la más natural). En todo caso, el Estado deberá estar atento a los "francotiradores" egoístas que tratarán de eludir las leyes en su propio beneficio, de manera de garantizar no sólo la cooperación estratégica básica e inestable de los individuos que actúan de acuerdo al orden del juego de seguridad, sino también la "supervivencia" de los agentes morales puros. Resulta evidente que en un Estado débil (no confundir fuerza con autoritarismo ni con amplitud), con leyes inadecuadas o sin el poder suficiente para hacerlas respetar, los "francotiradores" serán los beneficiados, y su bando se irá incrementando paulatinamente a expensas de los otros dos, al mismo tiempo que la corrupción y la anarquía. El proceso no se revierte sino hasta tanto se logra una nueva cooperación estratégica inicial, que según el caso y el grado de deterioro alcanzado, podrá contar o no con un nuevo "pecador original". Estas reflexiones se me ocurren interesantes para su aplicación práctica en la explicación de ciertos casos históricos en que a períodos mas bien anárquicos o laxos han sucedido gobiernos fuertes o dictatoriales. Entre estos casos podríamos ubicar el surgimiento del rosismo y de la última dictadura militar en la Argentina, y el bonapartismo de Napoleón III en Francia, en los que autoproclamados "restauradores de las leyes", apoyados tácita o explícitamente por individuos con "temor a la muerte", impusieron su fuerza cayendo en el exceso. Por otra parte, me cuesta realmente encontrar casos de estados en disolución que no hayan terminado de la anterior manera. Pareciera que la recomposición del Estado, luego de su aproximación a la situación de estado de naturaleza, exigiera la reconstrucción lenta del poder civil y democrático, de la misma manera en que la democracia no fue posible sino luego de una larga lucha de los individuos comunes contra las monarquías absolutistas (éticamente irracionales). Suavizando su contenido, la anterior interpretación sería potente también para explicar la alternancia gobiernos conservadores-gobiernos liberales, observable en las democracias avanzadas y en los modos político-económicos en general. Así, a gobiernos permisivos con los "francotiradores" (los agentes económicos capitalistas en general), le seguirían gobiernos más estatizadores, controladores de dichos agentes. La sociedad oscilaría en torno a un punto de equilibrio entre bienes privados y bienes públicos (mayor demanda de bienes privados derivaría en gobiernos conservadores, mayor demanda de bienes públicos en liberales o socialdemócratas). En la cuarta parte, al analizar la teoría del Public Choice, se volverá a hacer referencia a este tema.

Para terminar con este punto puede traerse a colación a Elster (1989), quien discute las condiciones del orden en el mundo social, pretendiendo dar una respuesta a la pregunta acerca de "qué es lo que mantiene unidas a las sociedades y les impide desintegrarse en el caos y la guerra". Elster considera dos conceptos de desorden: a) el desorden entendido como imposibilidad de predecir, ya sea por falta de información o de racionalidad del agente, del que se ocupa como vimos la teoría de la elección racional y sobre el que hemos aportado algunas conclusiones; b) el desorden concebido como falta de cooperación. En relación a este segundo concepto, distingue entre cooperación centralizada y descentralizada. Si bien destaca la importancia de la cooperación centralizada, reconociendo que para salvar la situación de desastre colectivo "las personas pueden abdicar su poder en favor del Estado, y entonces tenemos el Leviatán de Hobbes", centra su atención en lo que considera las distintas formas de cooperación descentralizada: la basada en circunstancias exteriores creadas por la acción individual, la de asistencia y ayuda, la de las convenciones, la de las empresas colectivas y la de los convenios. Elster lleva a cabo un detallado estudio de las motivaciones desencadenantes de la cooperación descentralizada, a partir del cual concluye que ésta obedece a una mezcla de motivaciones racionales e irracionales (entre las que ubica a las "normas sociales") que se interrelacionan y combinan de distinta manera en distintas sociedades, determinando el grado de cooperación y constituyendo lo que dicho autor denomina el "cemento de la sociedad", es decir aquello que da una respuesta a su pregunta acerca del factor que une a las sociedades e impide su desintegración. Desde mi perspectiva, puede decirse que tal tipo de cooperación no coercitiva y descentralizada sólo podrá ser factible en el marco de un Estado organizado, una vez alcanzada la primera instancia estratégica de cooperación. La constitución de un Estado con poder coercitivo para aplicar las leyes establece la condición de posibilidad de los dos conceptos de orden social de los que habla Elster: el de la conducta predecible (la estabilidad) y el de la conducta cooperativa (la cooperación). Permite además la confianza necesaria para las distintas formas de cooperación según las metodologías propuestas por el referido autor. Creo, por lo tanto, que el "cemento" de la sociedad pasa más por la constitución y preservación de las instituciones del Estado, es decir por el mantenimiento de la cooperación estratégica básica, que por el sostenimiento de las formas no centralizadas y no coercitivas, ya que sin el primero no se da el segundo. Aunque puede admitirse que la destrucción del segundo tipo de cooperación lleve a la destrucción del primero, sí es seguro en cambio que si se destruye el primer tipo se destruye automáticamente el segundo.

 

5.4.4- De la cooperación a la racionalidad moral.

Establecido el Estado, es decir, una vez superada la primera instancia de cooperación, la función del derecho será la de crear las condiciones para que los francotiradores cambien su orden de preferencias del dilema del prisionero por uno del juego de seguridad, de manera que la acción estratégica que se deduzca, aunque maximizadora de la utilidad individual, sea al menos conforme a los principios morales orientadores de las leyes. En otras palabras, el derecho interno, garantizado por la fuerza legítima, procurará inducir un cambio de preferencias tal que la aplicación del criterio estratégico sea equivalente a la del criterio moral en el que se inspiran las leyes del Estado.

La institución del Estado no sólo provoca un cambio coaccionado del juego, sino que también da pie para que de la interacción continuada y el conocimiento mutuo de los agentes, se produzca en algunos de ellos una internalización voluntaria de un nuevo orden de preferencias. Así, un francotirador puede llegar a reconocer las ventajas de la adopción de un orden de preferencias del juego de la seguridad o incluso de un orden "kantiano" que pudo haber abandonado por "temor a la muerte". Por su parte, los individuos adherentes al orden del juego de la seguridad podrán pasar también a ser cooperadores incondicionales o bien afirmar sus propias preferencias, ya no por temor al castigo externo sino como producto del propio autoconvencimiento. En el estado de naturaleza, la suspensión de la racionalidad moral lleva a que la cooperación pueda darse sólo por referencia a utilidades individuales egoístas, sin embargo, restaurado el juicio moral, dicha cooperación podrá ocurrir también de manera espontánea y por referencia exclusiva a un principio moral. Así, la aplicación concreta de cierto principio moral, la crítica a la corrupción por ejemplo, podrá ser el eje de referencia a partir del cual distintas acciones individuales podrán derivar en una acción colectiva espontánea (una manifestación contra la corrupción, en el caso citado). Se tiene entonces que la solución interna del estado de naturaleza, llevada a cabo por el grupo fundador, lleva a la imposición de una solución externa a partir de la cual es posible la internalización de ordenes de preferencias cooperativos o bien el seguimiento de criterios morales derivado del levantamiento de la inhibición de la racionalidad moral.

En cuanto a los "kantianos", éstos tendrán asegurada su existencia, dato que aunque poco pueda importarle a los "kantianos puros", resulta relevante para la más extensa y realista categoría de los "kantianos cotidianos". Elster (1989), define a los kantianos cotidianos como a aquéllos que cooperan sólo si la cooperación universal es mejor para todo el mundo que la defección universal. A diferencia de los kantianos puros o verdaderos, estos sujetos generalmente no son insensibles al resultado en lo tocante a los costos: "En términos generales proceden en dos pasos. Primero emplean algo semejante al imperativo categórico para decidir cuál es su deber. Luego, antes de actuar, consideran si los costos son prohibitivos, los cuales, en ciertas ocasiones, pueden realmente serlo" (por ejemplo en el estado de naturaleza hobbesiano)..."Además en la práctica el kantiano cotidiano es de alguna manera sensible a los beneficios" (Elster 1989:222), ya que si bien no considera el impacto de su cooperación, sí considera el de la cooperación universal, de manera que cuanto más pequeña es la diferencia entre cooperación universal y no cooperación universal, más baja será la voz de la conciencia del deber y más probable será que sea acallada por consideraciones de costo. Los kantianos cotidianos condicionan entonces su "cooperación incondicional" a ciertos costos y beneficios, por lo que su acción puede compararse con la de los seguidores de la "norma de la honestidad", aquéllos que cooperan sólo si los demás, o al menos un número sustancial de ellos, coopera. La diferencia radica en que mientras el seguidor de la norma de honestidad basa su cooperación condicional en la cooperación actual de los demás, el kantiano cotidiano lo hace sobre la cooperación prevista del resto de los actores. Más precisamente, el kantismo cotidiano se funda en una forma de pensamiento mágico que Elster denomina "calvinismo cotidiano" y que consiste en la confusión entre eficacia causal y eficacia diagnóstica, en la creencia de que al obrar sobre los síntomas uno puede también cambiar la causa. "En la acción colectiva interpersonal, el pensamiento mágico equivale a creer (o a obrar como si se creyera) que mi cooperación puede hacer que otros cooperen" (Elster 1989:230). La calificación de esta forma de actuar como "pensamiento mágico" no debe ser, sin embargo, un obstáculo para admitir, como lo han demostrado distintos autores, que es una manera en que las personas realmente piensan. De hecho, es en esta forma de pensamiento en la que se basa la cooperación condicional propia de la solución interna al dilema del prisionero. El que "yo" coopere primero a fin de que "cualquier otro" coopere después, constituye una conducta diagnóstica de la otra persona que se elige como si pudiera tener eficacia causal. El hecho de que no exista esa relación lógica causal no implica, sin embargo, que yo no pueda obtener, a partir de esa estrategia, los resultados buscados. Tanto los seguidores de la norma de la honestidad como los kantianos cotidianos no son personajes heroicos, sino hombres comunes que bajo ciertas circunstancias de riesgo extremo y falta de reciprocidad, se niegan a actuar moralmente, a ser tomados como ingenuos, prefiriendo defenderse con las mismas armas estratégicas que el resto de los actores con los que interactúan.

El kantiano cotidiano actúa como francotirador en las situaciones del dilema del prisionero, pero como kantiano puro en las del juego de seguridad. La conducta de los demás, a diferencia del verdadero kantiano, constituye la causa de su posición y no un elemento de ella. Así, en circunstancias "no prohibitivas" como la generada a partir de la imposición del Estado, su accionar adquiere importancia, junto con el de los seguidores de la norma de honestidad, al incrementar sustancialmente el número de cooperadores y al funcionar como multiplicadores de la cooperación de personas más inestables (las del orden del juego de la seguridad) o más reacias a la colaboración (los francotiradores).

Por lo tanto, al asegurar ciertas condiciones de viabilidad y el logro de cierto umbral de participación, el paso del dilema del prisionero al juego de la seguridad, vía coacción del Estado, puede desencadenar la cooperación voluntaria de kantianos cotidianos inhibidos (que pasan de francotiradores a kantianos puros) y de seguidores de la norma de la honestidad (que pasan de francotiradores al orden del juego de la seguridad).

Se tiene entonces que es en la segunda instancia donde se facilita la cooperación y el juzgamiento de la acción no sólo desde el criterio estratégico, sino también a partir de criterios de racionalidad moral (cuyo respeto pudo ser dejado de lado en el estado de naturaleza por temor a la muerte violenta), garantizados ahora por la ley a la cual inspiran. En ese sentido, y coincidiendo con mis reflexiones sobre Maquiavelo, el papel de gobernante (del Estado) consistirá en principio en asegurar al menos la obediencia estratégica de los gobernados, de manera que a partir de la seguridad, la libertad adquiera un sentido positivo en la realización de acciones de bien público, en la configuración de una auténtica sociedad civil y en la participación constructiva de una comunidad más justa.

En último término, el equilibrio cooperativo del Estado está respaldado en el uso de la violencia legítima, como castigo a la deserción. En este sentido, mi interpretación coincide con la teoría weberiana, en tanto que ésta muestra al Estado como una burocracia organizada que se reserva el monopolio del uso de la fuerza legítima. Por otro lado, este esquema también puede examinarse desde las categorías freudianas de "represión necesaria" y "represión excedente". Desde esta perspectiva, el Estado sería el encargado de garantizar, a nivel social, la "represión necesaria" fundante de la sociabilidad, de la cooperación y de la cultura en general, sin recaer en la "represión excedente", en el absolutismo.

Sin embargo, se dijo antes que en el caso de Hobbes, distintos elementos de su pensamiento lo conducían a la defensa abierta de la soberanía absoluta del Estado sobre el pueblo. Se advirtió, no obstante, que una interpretación liberal como la mía de su justificación del Estado podía valer también para el Estado democrático. Desde la perspectiva de dicha interpretación, puede suponerse que la diferencia entre un Estado democrático y uno absolutista radicará en:

1) La amplitud de los derechos cedidos por los ciudadanos al Estado (la medida material del Estado).

2) El criterio de elaboración de las leyes y su cumplimiento de parte del Estado (la medida o patrón moral del Estado).

En lo que concierne a la amplitud de los derechos cedidos (Hobbes llega a decir que la libertad de un súbdito radica solamente "en aquellas cosas que en la regulación de sus acciones ha predeterminado el soberano" (Hobbes 1651:173), será válida la crítica al absolutismo de Hobbes de parte de los filósofos posteriores, crítica que no afecta la aplicación de su justificación del Estado al Estado democrático y en la que habré de detenerme en el capítulo 8. Previamente a esto y en relación con esta cuestión, se examinará en el capítulo 7 una visión contemporánea que intenta explicar las dimensiones de los dominios público y privado (la mencionada teoría del Public Choice).

Respecto al criterio de elaboración de las leyes y su cumplimiento por el Estado, hay que decir aquí lo siguiente.

Se observó antes que aún en la situación previa a la institución del Estado, los individuos son en general concientes "in foro interno" de lo moral (aunque de hecho se vean inhibidos a actuar moralmente), de las "leyes de la naturaleza" de las que hablaba Hobbes, de la base moral que el príncipe maquiaveliano no debe contradecir si quiere lograr sus fines estratégicos. En esta situación, los fundadores del Estado imponen sus leyes, que no podrán ser cualquier cosa, sino que deberán disponer de cierto consenso, de una mínima aceptación social, sólo posible si se respeta la mencionada base moral difusa, que dichos fundadores deberán tener en cuenta si desean imponer su estrategia (recuérdese que en El Príncipe la crueldad de Agatócles no es impugnada por inmoral sino por mala estrategia). Si, además de respetar esa base moral, los fundadores establecen o se comprometen a establecer mecanismos de participación democrática para el perfeccionamiento gradual de las leyes y del sistema, de manera de garantizar una conflictualidad positiva generadora de "buenas leyes", el nuevo Estado transitará el camino de la democracia. Si, por el contrario, la base moral es respetada sólo en la medida de la estrategia egoísta de los fundadores, sin dar lugar a la libertad ni a la expresión del disenso a través de mecanismos de participación y de mejoramiento de las normas, se marchará hacia el absolutismo dictatorial.

Se tiene entonces que una vez instituido el Estado, éste sostendrá un conjunto de leyes o Constitución impuesta por los fundadores. Un Estado democrático orientará su Constitución en principios morales de los que se deduzca y en los que se consagre la igualdad de los individuos (definitoria de la democracia y punto de partida de la justificación de Hobbes), estableciendo mecanismos que permitan a los ciudadanos discutir estratégicamente las diferentes opciones legales posibles dentro de ese marco moral. Un Estado absolutista, en cambio, aunque deberá también respetar cierta base moral necesaria para su subsistencia, inspirará sus leyes en principios inmorales (sin considerar la igualdad de los individuos al beneficiar a unos más que a otros según la raza o la clase social, por ejemplo), o bien en principios morales, pero apartándose en este caso del alcance y del respeto de las leyes que él mismo dicte. Al contrario del Estado democrático, que fija como se ha señalado los mecanismos de participación y control de sus acciones internas que lo involucran a él mismo en el pacto, propiciando su evolución y preservación como entidad cooperativa, la dictadura se autoexcluye del pacto, anulando o negándose a establecer los mencionados mecanismos. En este sentido, puede decirse que en el caso de la imposición de una dictadura (bonapartista o de otro tipo), la segunda instancia del proceso de cooperación resulta más traumática y sólo parcial, ya que si bien un dictador permite que los ciudadanos establezcan relaciones morales entre sí, que cambien su orden de preferencias egoísta al del juego de seguridad o al del imperativo categórico, él mismo se excluye del juego moral, continuando con su orden egoísta y constituyéndose (junto con su entorno) en un francotirador del propio sistema que ha instaurado. Tal situación podrá ser mantenida con puño de hierro, pero tarde o temprano el cuestionamiento moral de un régimen absolutista (su irracionalidad moral) habrá de llevarlo hacia la democratización o hacia la disolución.

Resta considerar cómo se fundamentan de manera éticamente objetiva las leyes de un sistema democrático, asunto al que habré de referirme en la cuarta parte. Dejando este tema pendiente, paso entonces a extender las conclusiones de este capítulo al ámbito internacional.