Acción racional, conflicto y seguridad colectiva en la posguerra fría

 

 

6- La cooperación internacional. Hacia una auténtica seguridad colectiva.

 

6.1- El problema de poder.

Todos los estados, como los individuos hobbesianos, aspiran a la paz. Basta, sin embargo, una mirada a la historia y a nuestra realidad cotidiana para dar cuenta de una interminable lista de guerras y conflictos, con sus consecuencias de miseria, hambre, destrucción y muerte. ¿Cómo se explica esta paradoja? Puede decirse, en primera instancia, que si bien es cierto que los estados desean la paz, también lo es el hecho de que antes que a ella privilegian a la seguridad, definida como la suma de sus intereses vitales. La preferencia de los estados por la paz no resulta entonces incondicional, sino que queda en segundo término respecto de su seguridad. Por ello, a pesar de que los estados se sientan más seguros en tiempos de paz, ninguno vacila en ir a la guerra cuando se ponen en juego intereses vitales como la integridad de su territorio o la vida de sus habitantes. Así como el individuo hobbesiano era arrastrado al conflicto por la necesidad de defender su vida amenazada, los estados van a la guerra cuando juzgan en peligro los intereses vitales que determinan su existencia como tales. Ningún estado se conforma con una paz de cementerios, ni con una paz que considera indigna, impuesta por otro estado, o en condiciones inmerecidas, injustas o no equitativas. En todo caso, como señala Hartmann (1983), la paz constituye más bien un subproducto de la seguridad.

Debido a que a nivel internacional no existe un organismo imparcial de justicia con la fuerza suficiente para imponer sus decisiones, cada estado juzga sus humillaciones y ambiciones según sus propios intereses, por lo que resulta inevitable la conformación de un sistema esencialmente conflictivo. La ausencia de un poder soberano por encima del de los estados da pie al llamado "problema de poder" de la sociedad internacional: Todo estado existe en un mundo de estados soberanos, en el que cada uno dispone de poder capaz de ser utilizado con fines hostiles. La incertidumbre conduce a la sospecha y a la situación subóptima de no cooperación. Al no existir una instancia superior de justicia y coacción, los estados se niegan a desarmarse y a renunciar a la fuerza, renuncia que en estas circunstancias puede costarle caro a aquel que la efectúe en forma individual.

Mientras las doctrinas legalistas- idealistas pretenden seguir sosteniendo que la paz y la seguridad pueden deducirse del respeto al derecho, resulta evidente que en la práctica ocurre todo lo contrario, es decir, que la paz y el respeto del derecho resultan subproductos de la seguridad. La comprobación fáctica de este hecho en la sociedad internacional contemporánea hace que valga la pena plantear el problema de poder desde la perspectiva de los filósofos del siglo XVII. En ese sentido, la realidad internacional ha sido tomada como uno de los ejemplos más claros y clásicos de estado de naturaleza y de situación de dilema del prisionero (a partir de la cual se caracterizó en el capítulo anterior al problema de la acción colectiva). Ya el mismo Hobbes (1651:104) afirmaba que "aunque nunca existió un tiempo en que los hombres particulares se hallaran en una situación de guerra de uno contra otro, en todas las épocas, los reyes y personas revestidas con autoridad soberana, se hallan en estado de continua enemistad, en la situación y postura de los gladiadores, con las armas asestadas y los ojos fijos uno en otro". Con algunas diferencias conceptuales, la misma situación es reconocida entre otros por Spinoza, Locke y Kant, y ya en nuestros días por un gran número de estudiosos de las relaciones internacionales, que como Aron (1962:842) sostienen que para el logro definitivo de la paz y la seguridad internacionales "no hay que preocuparse primordialmente de los objetos de los litigios ni de los actores, sino del fundamento de la situación hobbesiana: la reivindicación por los estados del derecho a hacerse justicia a sí mismos y, por lo tanto, el reservarse la última ratio del recurso de las armas".

En esa dirección, los institucionalistas, a partir de trabajos como los de Axelrod (1984), Keohane (1984), Axelrod y Keohane (1986), Lipson (1984) y Stein (1983), definen al estado de anarquía internacional como a la falta de un gobierno común, tomando a la sociedad internacional como esencialmente descripta por el juego del dilema del prisionero, en el que la cooperación es posible pero no necesaria ni individualmente accesible en ausencia de una autoridad central. Si bien el dilema del prisionero no es tomado como la única situación de juego presente en la sociedad internacional, los institucionalistas aceptan su coexistencia con juegos más cooperativos (juegos de armonía, de seguridad y otros) o menos cooperativos (juego de estancamiento ("deadlock")), éste es tomado como el más característico pero sobre todo como aquel que describe la esencia del problema de poder. Reconocida la existencia de intereses comunes (la preferencia U se supone mayor a la preferencia E, contrariamente al juego de estancamiento) el dilema del prisionero constituye la perspectiva menos cooperativa, ya que si bien permite la posibilidad de cooperación ésta no resulta individualmente accesible (en el juego de estancamiento el hecho de que la defección mutua sea preferida a la cooperación mutua anula toda posibilidad de cooperación). En base a este diagnóstico, los institucionalistas han puesto énfasis en el papel facilitador de la cooperación atribuido a las instituciones, a la vez que se han lanzado a la descripción de la cooperación internacional bajo anarquía y al estudio de estrategias como la cooperación condicional o el logro de acuerdos institucionalizados en procura de desincentivar a los francotiradores.

Las conclusiones del institucionalismo han sido sin embargo impugnadas por neorrealistas como Grieco (1988, 1992), quienes ven una posibilidad muy limitada para la cooperación entre los estados. Según estos autores, la inseguridad general de la anarquía internacional conduce a los estados a preocuparse no sólo por cómo les va a ellos mismos sino también por cómo les va a los demás, es decir, a considerar no sólo sus ganancias (utilidades) absolutas (absolute gains) sino sus ganancias relativas (relative gains). En palabras de Waltz (1979:105) citadas tanto por Baldwin (1993) como por Snidal (1991), "cuando enfrentan la posibilidad de cooperar por un bien común, los estados, inseguros, se preguntan cómo el bien será dividido. Ellos no son compelidos a preguntarse "¿Ganaremos los dos?" sino "¿Quién ganará más?" Si una ganancia esperada se divide, digamos, en una proporción de dos a uno, un estado puede usar esta desigual ganancia para implementar una política tendiente a dañar o a destruir al otro". Así, la anarquía llevaría a la búsqueda de la utilidad relativa, lo que inhibiría la cooperación al conducir a los estados a situaciones de juego menos cooperativas que las descriptas por el dilema del prisionero.

Lejos de amedrentarse, el institucionalismo ha sabido responder a las críticas neorrealistas incorporando a su propio enfoque las observaciones acerca de la utilidad relativa. En general los autores de esa línea se muestran dispuestos a aceptar el hecho de que un estado, al evaluar los resultados de una posible cooperación no se limita a evaluar las ganancias absolutas a obtener, sino que también toma en cuenta la influencia de las ganancias mutuas en las intenciones futuras de los demás cooperadores. De manera que en el cálculo de utilidades de los cooperadores ya estaría incluido el "costo" asociado al temor a lo que los demás hagan a partir de las ganancias mutuas futuras. Es decir se produciría un "linkage" entre el juego presente y un juego futuro, de modo que la deliberación sobre un hipotético juego futuro llevaría a un cambio de preferencias en el presente.

Por otro lado, los institucionalistas han demostrado que la consideración de la utilidad relativa adquiere importancia en los casos en que ella conduce a la transformación de los dilemas del prisionero de dos jugadores en juegos de estancamiento o en juegos de suma cero (en los que la ganancia de un jugador es tomada como pérdida por el otro), es decir en juegos de dos jugadores totalmente enfrentados, sin intereses comunes. Dado que también se ha probado que el impacto de la utilidad relativa decrece a medida que aumenta el número de actores, los institucionalistas concluyen que el a su entender excesivo pesimismo de los neorrealistas respecto de las posibilidades para la cooperación internacional se debe a una equivocada extensión de las conclusiones obtenidas en base a juegos de dos actores al conjunto de una sociedad internacional de múltiples jugadores, en la que la ausencia de intereses comunes no es el caso general, sino una situación más bien difícil de encontrar. De manera que al llevar a cabo la referida generalización, el neorrealismo se mostraría, paradójicamente, poco realista.

En suma, el institucionalismo acepta las suposiciones realistas acerca de la anarquía consecuente de la falta de gobierno común y de la consideración de la utilidad relativa, pero argumenta que cuando existen intereses comunes, el neorrealismo es demasiado pesimista respecto a las perspectivas para la cooperación y acerca del rol de las instituciones. Al respecto, el institucionalismo no predice la cooperación ni la formación de instituciones internacionales, simplemente dice que ante la evidencia de ganancias mutuas tales fenómenos son posibles.

Es entonces que de la mano del institucionalismo, a partir de mi modelo interpretativo de la acción de los actores internacionales y de mis reflexiones sobre la lógica de la cooperación obtenidas en base al análisis de Maquiavelo y Hobbes, que en el siguiente punto comenzaré mi indagación sobre la posibilidad de instituir un auténtico organismo de seguridad colectiva internacional que permita una mayor cooperación política y militar. Es decir, se no tratará de analizar la posibilidad de un organismo que se limite simplemente a favorecer la cooperación en el marco de anarquía internacional, sino la de uno que consiga eliminar el estado de anarquía mismo y con él la referencia a utilidad relativa, optimizando así la cooperación mundial en todos los terrenos y posibilitando la acción conforme al derecho internacional. En ese sentido, el desafío consistirá en mostrar, a partir de la aplicación de la lógica de la cooperación al ámbito internacional, la factibilidad de un auténtico organismo de seguridad colectiva que no constituya una carga sino un elemento útil para los países, de manera que la consideración de los intereses comunes y de las ganancias mutuas a obtener de la inhibición de la utilidad relativa y del aumento de la cooperación, lleven a los estados a una toma de conciencia de las bondades de tal organismo.

Vale aclarar que en tanto involucraría la cooperación de todos los estados, la eliminación de la utilidad relativa no estaría en sí misma afectada por consideraciones de utilidad relativa, dado que el número de cooperadores evitaría que tales consideraciones influyeran en la construcción de la seguridad colectiva. Es decir, la eliminación de la utilidad relativa sería posible a través de un proceso en el que ésta careciera de relevancia debido al elevado número de participantes.

Resultará de sumo interés, por lo tanto, aplicar aquí las conclusiones que en el capítulo anterior se obtuvieron, a partir de la lógica de la cooperación individual, para la descripción y explicación de la constitución del Estado. En este sentido, se investigarán las consecuencias que se desprenden de la implementación de dicha lógica al estudio de la acción colectiva de los estados, con el objeto de analizar las bases lógicas de un auténtico sistema interestatal de seguridad colectiva. Además, a medida que se vaya avanzando en esta tarea, se irán comparando sus resultados teóricos con los intentos prácticos de seguridad colectiva llevados a cabo en el presente siglo, fundamentalmente el de las Naciones Unidas, de manera de obtener nuevas conclusiones. Nótese que mi fundamentación de la seguridad colectiva, a diferencia de las perspectivas idealistas-juridicistas, partirá del ser de las relaciones internacionales, el conflicto, para avanzar en el entendimiento de la cooperación necesaria para el logro del deber ser, el respeto del derecho internacional. Más precisamente, se irá del ser práctico del conflicto al deber ser teórico de las formas cooperativas, para desde allí volver al ser y reflexionar acerca del fracaso en el establecimiento de una auténtica seguridad colectiva.

 

6.2. La seguridad colectiva, alternativa de solución al problema de poder.

Identificando a la anarquía internacional con la falta de un gobierno común por sobre el de las naciones, desde las relaciones internacionales se plantean cinco respuestas organizativas posibles al problema de poder de los estados en la sociedad internacional:

1) El unilateralismo: consiste en "arreglárselas solo", independientemente de toda alianza o disposición de seguridad colectiva. El aislacionismo y la neutralidad son sus expresiones más conocidas, aunque también pueda tomar la forma del intervencionismo individual.

2) El balance de poder: constituye, como se ha visto, la forma más tradicional de las relaciones entre estados. Consiste en la cooperación estratégica de un estado con otros con intereses comunes, ya sea mediante alianzas o entendimientos menos formales.

3) La seguridad colectiva: modelo surgido luego de la Primera Guerra Mundial con el objeto de resolver el problema de poder de manera más eficaz que el unilateralismo y el balance de poder. La idea consiste, básicamente, en un plan de seguro mutuo con participación lo más universal posible, según el cual todos los miembros de la organización de seguridad deben auxiliar a cualquier miembro atacado, ya fuese por otro (otros) miembro (miembros) o por un país ajeno a la organización. Este modelo es el que ha sido auspiciado por Sociedad de Naciones y, después de la Segunda Guerra Mundial, por las Naciones Unidas.

Según Hartmann (1983:16), estos tres modelos de poder "son las estrategias alternativas estructurales u organizativas de que disponen los estados para hacer frente al problema de poder, suponiendo que el sistema de naciones-estados continuara existiendo, bajo cualquier forma parecida a la actual". Existen, sin embargo, otras dos posibles soluciones teóricas:

4) El imperio mundial: sería posible si un estado lograra poder destruir o someter a su poder a todos los demás mediante la conquista del mundo.

5) La federación mundial: la resolución del problema de poder mediante la eliminación de los estados nacionales podría también ocurrir, si todos ellos se uniesen, entregando voluntariamente la soberanía a un gobierno mundial.

¿Cuál de estas cinco soluciones aparece como la mejor o más deseable? Desde mi interpretación del problema de poder a la luz del dilema del prisionero puede decirse que tanto el unilateralismo como el balance de poder conducen, ya sea en la relación entre países, alianzas, o entre países y alianzas, a un equilibrio no cooperativo y por lo tanto subóptimo. En particular, el unilateralismo, al considerar a la sociedad internacional como un juego de estancamiento en el que la defección mutua se prefiere a la cooperación mutua, se ha tornado reconocidamente impracticable en el ámbito de una comunidad internacional cada vez más interdependiente. Por su parte, reconocida la existencia de intereses comunes y en consecuencia de la posibilidad de identificar al problema de poder con el dilema del prisionero, el balance de poder se ha mostrado como una solución ineficaz, inestable y peligrosa, a consecuencia de las rigideces en las que suelen derivar los cambios de sistemas de poder y que han llevado las más de las veces a distintas guerras (la duración de un balance de poder se define comunmente entre el fin de una guerra y el inicio de otra). En ese sentido, las opciones 3, 4 y 5 representan otras soluciones posibles al dilema del prisionero (problema de poder). Entre ellas, las alternativas teóricas posibles a partir de la disolución del sistema de estados nacionales no parecen muy alentadoras. Un imperio mundial, en realidad una dictadura mundial, resulta moralmente inaceptable. Pero además, en tanto el estado hegemónico constituiría un francotirador del propio sistema al autoexcluirse del cumplimiento de las reglas que él mismo impondría a los demás, el imperio vería amenazada su estabilidad. Inmoralidad e inestabilidad serían así dos razones que permitirían calificar de subóptimo al imperio frente a una federación mundial voluntaria. Sin embargo, este último modelo de poder tampoco parece el ideal. En primer lugar, resulta difícil imaginar, en un tiempo en el que las soberanías nacionales y el nacionalismo se hallan fuertemente arraigados, que una mayoría de estados se avengan a renunciar totalmente a su soberanía en favor de un único poder mundial. Pero si esto ocurriera, aún así no quedaría superado el problema de poder, ya que algunas unidades podrían decidir no adherirse, o separarse de la federación, e incluso enfrentarla en forma individual o colectiva. Por otro lado, queda claro que al igual que el imperio, la federación no eliminaría las luchas de poder entre grupos rivales por los intereses en el control del estado mundial.

Parece ser, entonces, que la solución más adecuada al problema de poder pasa por el establecimiento de un auténtico mecanismo de seguridad colectiva que oriente un cambio de preferencias de los estados, de manera que sus relaciones abandonen el marco del juego del dilema del prisionero por el del juego de la seguridad. A partir de dicha seguridad, la paz y la aplicación del derecho internacional serían posibles subproductos derivados de ella.

¿Cómo debería constituirse este auténtico mecanismo de seguridad colectiva? Mi respuesta a esta pregunta comenzará, como ya se adelantó, con una aplicación de mi interpretación maquiavélico-hobbesiana de la lógica de la cooperación al análisis del deber ser de la cooperación internacional, para pasar luego a una comparación con la realidad de la referida cooperación. Finalmente, a la luz de esa investigación, intentaré dar las pautas que permitirían pasar del actual intento de seguridad colectiva propiciado por las Naciones Unidas a una seguridad colectiva real y efectiva. Comenzaré entonces afirmando que en una sociedad internacional anárquica pura, el establecimiento de la seguridad colectiva debería darse teóricamente del modo siguiente:

1) Necesariamente, en ausencia de un garante inicial, el primer paso debería surgir a partir de una solución interna de algunos estados que, reconociendo intereses comunes, se decidieran a superar la situación subóptima del dilema del prisionero y a constituirse en los fundadores de un organismo de seguridad colectiva que optimice la cooperación.

2) Tales estados, cooperando condicionalmente entre sí, deberían ponerse de acuerdo en establecer las instituciones y fundar las leyes del mencionado organismo. Pero sobre todo, y al mismo tiempo, para asegurar la seguridad colectiva, deberían reunir un poder disuasivo capaz de inducir en el resto de los países un cambio en el orden de sus preferencias que los condujera a una solución externa del dilema del prisionero (de su problema de poder), es decir, que transformara el sistema anárquico internacional en un juego de seguridad. La existencia de dicho poder debería también contribuir a que se lograra una internalización voluntaria más allá de la coacción.

3) Para conseguir una cooperación rápida, honesta y sostenible en el tiempo, las leyes instauradas por los fundadores deberían cumplir ciertos requisitos morales mínimos, por ejemplo, la aceptación al menos de la igualdad de derechos y deberes de sus miembros. En ese sentido una vez superado el proceso fundacional, fijadas las leyes iniciales y los mecanismos del nuevo organismo, los "pecadores originales" deberían integrarse a éste como miembros normales e iguales, favoreciendo el control "público" de sus actos y la participación equitativa y democrática de sus integrantes.

4) Una vez logrado el umbral de participación y establecido el organismo de seguridad colectiva, la cooperación condicional de los jugadores del juego de la seguridad (francotiradores corregidos, kantianos cotidianos, seguidores de la norma de la honestidad) debería quedar asegurada a partir de la atribución del monopolio del uso de la violencia legítima a dicho organismo, de manera que se castigara a los francotiradores que no cumplieran con las leyes establecidas.

5) La calificación de las violaciones al derecho internacional, así como el juzgamiento de los litigios, deberían quedar a cargo de organismos imparciales internacionales creados a tal fin.

Se tiene entonces que, de acuerdo a mi interpretación de la lógica de la cooperación, el logro del deber ser de la cooperación internacional llevaría también implicado el estudiado pasaje de la racionalidad estratégica al conflicto, del conflicto a la cooperación y de la cooperación al respeto del derecho. En particular, la reciprocidad estratégica propia de la cooperación condicional inicial sería el inicio del camino a la reciprocidad legal y moral. En ese sentido, el hecho de partir de la asociación de la anarquía internacional con el dilema del prisionero y de sostener que tanto la cooperación espontánea como el respeto del derecho internacional (racionalidad moral) son posibles sólo en una segunda instancia, una vez lograda la cooperación estratégica, marcará la dirección "realista idealista" de mi enfoque.

 

6.3- Los intentos prácticos de seguridad colectiva: la Liga de las Naciones y la Organización de las Naciones Unidas.

El deber ser de la lógica de la cooperación dirigida contrasta con la historia y la realidad de los organismos que han procurado imponer el modelo de la seguridad colectiva, la Liga de las Naciones y la Organización de las Naciones Unidas.

Antes de hacer referencia a los mencionados organismos, debe decirse que el tratado de Kant sobre La paz perpetua (1795) constituye la primera justificación seria de organización mundial tendiente a la superación del estado de naturaleza internacional, dentro de una serie de proyectos aparecidos desde la Baja Edad Media hasta la actualidad, y entre los que se destacan, con anterioridad a Kant, los de Sully y Emeric Crucé, Will Penn, el abate de Saint-Pierre y Bentham. Culminación de la literatura anterior sobre el tema, que en algunos autores se identifica con el género de la utopía, dicha obra se sitúa en el marco de los escritos kantianos, constituyendo su propia filosofía de la sociedad internacional. Para Kant (1795:21), "los estados con relaciones recíprocas entre sí no tienen otro medio, según la razón, para salir de la situación sin leyes, que conduce a la guerra (cuya eliminación es un deber moral), que el de consentir leyes públicas coactivas, de la misma manera que los individuos entregan su libertad salvaje (sin leyes), y formar un Estado de pueblos (civitas gentium) que (siempre, por supuesto, en aumento) abarcaría finalmente a todos los pueblos de la tierra". Como acota Truyol y Serra en su presentación a Kant (1795), es la misma exigencia racional del imperativo categórico que obliga a los individuos a asociarse en el Estado, la que los obliga también a superar el estado de naturaleza que impera entre los estados y a constituir una unión de estados. Mientras no se llegue al Estado mundial, cosmopolita, el derecho de gentes (internacional) no pasará de ser un sucedáneo "provisional" carente de eficacia. Es precisamente la idea de que la precariedad del derecho internacional sólo puede ser superada por la vía de la organización internacional, y de que la paz, éticamente necesaria, va vinculada a tal clase de organización, la que ejerció gran inflluencia a lo largo de los siglos XIX y XX, especialmente en la creación de la Liga de las Naciones. Sin embargo, al considerar el establecimiento de una institución supranacional desde una perspectiva puramente moral, independientemente de la consideración de los intereses estratégicos de los estados, Kant peca de ingenuidad. Ese idealismo ingenuo, tomado por la Liga de las Naciones, es el que le impedirá ver sus problemas estructurales y la conducirá a la disolución.

La Liga de las Naciones surge tras el fuerte impacto producido, después de un siglo de paz general, por la Primera Guerra Mundial. Así, inspirados en el idealismo del presidente norteamericano Woodrow Wilson, los estados vencedores de dicha contienda reconocen sus intereses comunes y la suboptimalidad de la no cooperación, dan una "solución interna" a sus problemas de poder y se avienen a cooperar en la creación del primer organismo de seguridad colectiva. La aplicación de la seguridad colectiva exigía mayores responsabilidades para los estados que la incorporación a una alianza de balance de poderes, ya que suponía extender la obligación de la defensa ante la agresión de intereses vitales a todos los estados (y no sólo a los amigos), sin importar cuál fuera atacado y por qué. Como señala Hartmann (1983:407), desde la incorporación de este principio al Pacto de la Liga, el mundo nunca volvió a ser el mismo."Estuvieran o no dispuestos a cumplir con el espíritu y la letra de sus obligaciones de seguridad colectiva, las naciones ya no pudieron actuar como lo habían hecho antes de la Primera Guerra Mundial", apartándose o manteniéndose neutrales ante una agresión flagrante que no afectara sus intereses específicos,"cada guerra local se convirtió - al menos en teoría y en cuanto a presión moral - en una responsabilidad de toda la "familia de naciones"".

A la estructura de la seguridad colectiva de la Liga se agrega en 1928 la firma del Pacto Briand-Kellog, en el que por primera vez los estados "condenan el recurso a la guerra para resolver controversias internacionales y renuncian a él, como instrumento de política nacional, en sus relaciones recíprocas" (artículo 1) y convienen que "el arreglo o solución a todas las disputas o conflictos que pudieran surgir entre ellas, sea cual fuera su naturaleza u origen, nunca serán buscados por otros medios que no sean los pacíficos" (artículo 2). Sin embargo, tanto el Pacto de la Liga de las Naciones como el Briand-Kellog, contenían lagunas y excepciones contradictorias con la lógica de la cooperación que los condujeron al fracaso.

En primer lugar, ninguno de los dos hacía ilegales todas las guerras. La guerra seguía siendo legal si se hacía contra un estado no signatario del Pacto de la Liga, o contra un estado signatario que lo hubiera violado (cada estado podía interpretar con amplitud las disposiciones al respecto). Por otro lado, el artículo 16 de ese Pacto, que introducía la seguridad colectiva, consideraba que un estado cometía un acto de guerra contra los otros miembros de la Liga si a) recurría a la guerra antes de pasados los tres meses siguientes a la decisión arbitral o judicial de su reclamo, b) entraba en guerra con un estado parte que hubiese aceptado el juicio de un árbitro o el veredicto de un tribunal, c) entraba en guerra con un estado que hubiese aceptado las recomendaciones de un informe votado por unanimidad (excluidos los estados parte del conflicto) por el Consejo de la Liga de Naciones. No obstante, si bien los estados se comprometían a someter sus disputas al arbitraje, a la decisión de un tribunal o al Consejo de la Liga, no se obligaban a ello, continuando libres de decidir su recurrencia a tales mecanismos de solución de conflictos. Así, la única manera que existía de aplicar la seguridad colectiva a un conflicto no llevado a arbitraje o juicio por las partes (o en que éstas hubieran rechazado la solución dispuesta) era mediante una recomendación unánime del Consejo. Demás está decir que no era difícil que esta unanimidad no fuera conseguida, caso en el que "los miembros de la Liga se reservaban el derecho a actuar como creyeran necesario para el mantenimiento del derecho y de la justicia" (artículo 15). Pero aún si la unanimidad era conseguida, el Consejo no podía sino formular recomendaciones acerca de la participación de los distintos estados en las sanciones militares.

Por otra parte, los signatarios se habían reservado dos vías de evasión por las que se filtraban las prácticas tradicionales: el derecho a la legítima defensa propia y la posibilidad de emplear la fuerza sin declarar la guerra. El derecho a la defensa propia fue también reconocido por el pacto Briand-Kellog e introducía una excepción tan importante que prácticamente dejaba sin sentido todo lo demás. Dado que no se preveía ningún organismo que limitara este derecho, así como por consecuencia de la vaguedad y globalidad del término "defensa propia", cualquier estado podía argumentar que se limitaba a ejercerla (así lo hicieron Japón en referencia a Manchuria e Italia respecto de Etiopía).

De todos modos y a pesar de las numerosas lagunas y excepciones citadas, el Pacto de la Liga, con algunas modificaciones como la supresión del requisito de la unanimidad para las recomendaciones del Consejo, podría haber sido suficiente para preservar la seguridad colectiva si no fuera por la imperfección esencial que constituía el estar formada por estados que no habían enajenado su soberanía militar, que no deseaban respetarlo ni se sentían obligados por sus recomendaciones y contra los cuales la Liga no contaba con la fuerza de sanción suficiente para imponer sus decisiones. He ahí la causa profunda del fracaso de la tentativa de obligar a Italia a renunciar a la conquista de Etiopía (las potencias europeas se negaban, a pesar de la resolución unánime del Consejo, a entrar en una guerra de segundo orden con Italia teniendo la amenaza alemana a sus espaldas).

Puede concluirse que el sistema que intentó imponer la Liga de las Naciones contradecía al menos los puntos 2, 4 y 5 de la lista en la que sinteticé las condiciones básicas para el establecimiento de la seguridad colectiva:

- Los estados fundadores no alcanzaron a reunir un poder disuasivo tal que orientara un cambio en las preferencias egoístas y no cooperativas de los demás países, sobre todo de los revisionistas (Alemania, Italia, Japón).

- A pesar de la instauración de un Tribunal Internacional de Justicia, se otorgó excesiva libertad de interpretación a los estados en cuestiones relativas a la necesidad de someterse a los tribunales, a la legítima defensa y al juzgamiento acerca de si una determinada guerra violaba o no el Pacto (al permitírsele alterar la unanimidad, cada estado podía boicotear la aplicación de la seguridad colectiva en un conflicto en el que no estuviera directamente involucrado).

- Los distintos equívocos, falencias y lagunas que se han observado en el sistema favorecían la aparición de francotiradores que violaban sus reglas sin ser castigados y que lo hacían tender inevitablemente hacia su disolución. De hecho, el modelo de seguridad colectiva nunca llegó a darse de manera pura sino que siempre, como consecuencia de la inseguridad original del sistema propuesto, continuaron subsistiendo las alianzas estratégicas propias del balance de poder.

La Organización de las Naciones Unidas nace en 1945, promovida por los triunfadores de la Segunda Guerra Mundial e inspirada en la misma filosofía legalista y pacifista que su predecesora. No es casual que el preámbulo de la Carta comience haciendo referencia a la resolución de los miembros de "preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles", ni que el artículo 1 señale como principales propósitos el de "mantener la paz y la seguridad internacionales" tomando "medidas colectivas eficaces para prevenir y eliminar amenazas a la paz" y el de "realizar la cooperación internacional en la solución de problemas internacionales de carácter económico, social, cultural o humanitario". Puede interpretarse a partir de estas citas que los estados vencedores de la guerra, luego de una larga interacción continua y de los terribles costos de las dos guerras mundiales, toman conciencia de la ineficacia del sistema de balance de poderes para la consecución de sus intereses comunes y deciden cooperar para evitar que la desgracia se repita. Esta "solución interna" del problema de poder se plasma en la creación de un nuevo organismo de seguridad colectiva que permitiría sustentar y canalizar la cooperación induciendo a una "solución externa" a todos los estados. Así, con el fin de cumplir con sus propósitos, la Carta establece, en el artículo 2, los principales principios que deberán seguir los estados en la resolución de sus conflictos internacionales:

-"La Organización está basada en el principio de la igualdad soberana de todos sus miembros" (Principio de la igualdad soberana, artículo 2.1).

-"Los miembros de la Organización arreglarán sus controversias internacionales por medios pacíficos, de tal manera que no se pongan en peligro ni la paz y la seguridad internacionales ni la justicia" (Principio de reglamento pacífico de las controversias, artículo 2.3).

-"Los miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier estado o en cualquier otra forma incompatible con los Propósitos de las Naciones Unidas". (Principio de no uso de la fuerza, artículo 2.4).

Como señala Aron (1962), puede decirse que estos principios constituyen fórmulas vagas (de hecho han sido frecuente e inevitablemente retorcidos e ignorados por los estados) que expresan ideales más que obligaciones precisas o que no imponen obligaciones legales a los estados más que en la medida en que vienen precisadas en los capítulos VI y VII, es decir los relativos al arreglo pacífico de las controversias y a la acción en caso de amenazas a la paz o actos de agresión.

El capítulo VII de la Carta constituye el núcleo del sistema de seguridad colectiva de las Naciones Unidas, resultando en ese sentido análogo a los artículos 10 a 16 del Pacto. Sus artículos son más precisos, claros y detallados, lo que permite corregir muchas de las lagunas de aquél, aunque dejando sin resolver sus principales falencias. En primer lugar, es ahora el Consejo de Seguridad el que determina la existencia de una amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz o acto de agresión y el que cuenta con la autoridad de decidir las medidas, militares o no, tendientes a imponer su respeto y restablecer la paz. Es decir que el Consejo puede decidir el uso de la fuerza, para lo cual los miembros se comprometen (pero no se obligan) a poner a su disposición las fuerzas armadas necesarias para el cumplimiento de su tarea. No obstante, según el capítulo V, si bien no se requiere unanimidad, las medidas del Consejo relativas al uso de la fuerza deben contar con el voto afirmativo de los cinco miembros permanentes (Estados Unidos, Rusia, Reino Unido, Francia, China). Es decir, los miembros permanentes disponen de derecho de veto de las decisiones del Consejo, incluso sobre aquellas cuestiones que los afectan directamente. Por su parte , la Asamblea puede por una mayoría de dos tercios votar recomendaciones sobre cualquier tema, pero no actuar para imponer su respeto.

El capítulo VII recoge también, en el artículo 51, la expresión de la legítima defensa individual o colectiva empleada en el Pacto Briand-Kellog. Su inclusión ha sido vista como una de las cláusulas de evasión más importantes del tratado, ya que permitió la proliferación de alianzas estratégicas "de defensa" y la formación de bloques hostiles durante la guerra fría, en contradicción con lo que se propusieron los creadores de la Carta. Sin embargo, se admite que el mantenimiento de las políticas de balance de poder resultó no una consecuencia de este único artículo sino de las fallas esenciales del sistema de seguridad colectiva, fallas que le impidieron suprimir los motivos de inseguridad y de conducta no cooperativa de los estados. Como señala Aron (1962), la defensa colectiva es un sustituto impuesto por la inacción del Consejo derivada del derecho de veto, no una consecuencia de la seguridad colectiva sino de su inexistencia.

Hay que agregar que la recurrencia al artículo 51 como justificación de distintas agresiones resultó producto de la mala fe y de las estrategias egoístas de los estados que así lo hicieron, y no de su redacción, ya que ésta limita expresamente el derecho a la legítima defensa individual y colectiva al "caso de un ataque armado" contra un miembro, impidiendo por ejemplo los ataques preventivos o las represalias armadas.

Comparando ahora el sistema de Naciones Unidas con mi síntesis de la lógica de la cooperación dirigida pueden hacerse las siguientes observaciones.

- Las Naciones Unidas surgen como consecuencia de la "solución interna" al problema de poder y la subsiguiente cooperación condicional de ciertos estados fundadores (los vencedores de la Segunda Guerra Mundial) decididos a evitar la reiteración del conflicto y la no cooperación.*

- Dichos estados consiguen aglutinar una gran cantidad de naciones, superando el umbral de participación que los autoriza a instaurar las instituciones y las leyes de la nueva organización. Pero, si bien establecen un organismo destinado a determinar los casos en que se amenaza a la paz o se incurre en una agresión, no se obligan ni obligan a los demás estados a aportar los recursos militares necesarios para hacer respetar sus decisiones.

- Es más, al arrogarse el derecho de veto, los estados fundadores se autoexcluyen del cumplimiento de la Carta, convirtiéndose en los principales francotiradores impunes del sistema de cooperación colectiva que ellos mismos intentan imponer. El derecho de veto, inmoral y antidemocrático, introduce una deliberada inequidad en el sistema. Este instrumento permite que dichos estados continuen con la inercia de la "solución interna" (en la que no hay un cambio de preferencias sino una cooperación condicional que mantiene las del dilema del prisionero), negándose a internalizar el orden del juego de la seguridad que ellos mismos pretenden imponer a los demás. Es decir, los "pecadores originales" mantienen su reciprocidad estratégica pero impiden la reciprocidad legal- moral.

- La inexistencia de una fuerza disponible suficiente para desalentar toda agresión, producto de la escasa disposición de los estados a colaborar militarmente allí donde no se encuentren afectados sus intereses (actitud alimentada por la no obligatoriedad de tales compromisos), a lo que se suma la incertidumbre sobre una agresión de alguno de los miembros permanentes (no sancionables de manera colectiva), conducen a los estados a adoptar estrategias no cooperativas, a jugar sobre seguro en un mundo colectivamente inseguro y a la preservación de las condiciones esenciales del estado de naturaleza. Es decir, el mismo sistema hace imposible que los estados puedan resolver su problema de poder adoptando las preferencias del juego de la seguridad, ya que desde el vamos están dadas las circunstancias que hacen factible la posibilidad de ser defraudados en caso de prestarse a la cooperación. En todo caso, al no existir una solución externa, los estados cooperarán sólo de manera condicional, la mayoría de las veces como seguidores de la norma de la honestidad. Debe conseguirse entonces una solución externa que asegure el cumplimiento de los requisitos que a falta de ella son necesarios para la cooperación del seguidor de la mencionada norma de la honestidad.

- La Carta es netamente juridicista, habla de paz pero no establece los mecanismos adecuados para fundar una auténtica seguridad colectiva. Así, los estados siguen buscando la seguridad por su cuenta poniendo en peligro la paz, que como se ha visto constituye un subproducto de ella.

- En cuanto al arbitraje y juzgamiento de los litigios, al no ser obligatoria la recurrencia a la Corte Internacional de Justicia, los estados se muestran renuentes a presentarse ante ella, prefiriendo otros métodos de resolución de diferendos como la negociación o la conciliación, en las cuales no existe una sentencia de cumplimiento obligatorio (aunque la Corte, la mayoría de las veces, no cuente con la fuerza para hacer cumplir las sentencias).

Inexistencia de fuerza coactiva y derecho de veto constituyen los dos elementos estructurales que hacen posible el fracaso de la seguridad colectiva propugnada por las Naciones Unidas y determinan la continuación del juego clásico de la política de poder.

Si bien el Consejo puede tomar e imponer una decisión colectiva por las armas, esto raramente ha ocurrido por la imposición del veto. Por otro lado, como señala Aron, cuando las grandes potencias están de acuerdo, con o sin seguridad colectiva, no tiene lugar una gran guerra. En ese sentido la Carta estaba más orientada a evitar el resurgimiento de las potencias del Eje (contra quiénes sino era más factible obtener el voto de los miembros permanentes del Consejo) que a conformar un auténtico y estable sistema de seguridad colectiva, lo que resultaba comprensible si se tiene en cuenta la cercanía de las dos guerras mundiales por ellas provocadas.

 

6.4- Algunas enseñanzas aportadas por las experiencias en seguridad colectiva.

Antes de pasar a investigar los requisitos a ser cumplidos para la consecución de una auténtica seguridad colectiva, vale la pena tener en cuenta algunas conclusiones obtenidas de la experiencia de los distintos intentos en ese sentido.

- El caso ítalo-etíope, más precisamente la decisión de levantar las sanciones a Italia, interpretado como uno de los fracasos más notorios de la Liga, resultó una consecuencia directa de la falta de capacidad coercitiva de esa organización. En ese sentido, la determinación de Gran Bretaña y Francia de evitar una guerra con Italia fue acertada, teniendo en cuenta la presencia de Hitler, agazapado a sus espaldas y a la espera de beneficios. Coincido entonces con Hartmann (1983:413), en que las normas éticas y jurídicas sustentadas en el Pacto, además de distar de ser universalmente aceptadas, excedían la capacidad de la Liga para cumplirlas, lo que ocasionó efectos desastrosos en las relaciones internacionales anteriores a la Segunda Guerra Mundial.

- La intervención de la ONU en la guerra de Corea, inicialmente exitosa, se vio alterada radicalmente con el ingreso de China Popular en la contienda, que transformó la superioridad absoluta de las fuerzas internacionales en una lucha entre fuerzas relativamente parejas y determinó que el final de la contienda se diera a través de un armisticio conciliado que, si bien no castigaba la agresión norcoreana, satisfacía el más limitado y realista objetivo de reinstaurar el statu quo ante bellum. De esta manera, el conflicto coreano puso sobre el tapete el problema que se le presenta a las Naciones Unidas cuando se ven en la necesidad de coaccionar por la fuerza a una gran potencia (problema que el derecho de veto ha evitado al costo de conservar las prácticas de balance de poderes entre las potencias y en desmedro de la seguridad colectiva), así como evidenció las dificultades que, salvo un pequeño puñado de países, afrontan las naciones para aportar, equipar y sostener un número significativo de fuerzas para la defensa colectiva sin dejar descubiertas sus defensas nacionales. A su vez, la experiencia de Corea dejó un precedente según el cual, a falta de consenso y de normas aceptadas mundialmente, el castigo a una agresión no debe ir más allá de negarle al agresor el botín deseado.

- Resulta muy difícil que se dé en la práctica el caso teórico clásico de seguridad colectiva en el que un estado agresor es condenado y resistido por todas las demás naciones en favor del agredido. Aún después de la clara agresión de Irak a Kuwait algunos estados árabes respaldaron a Saddam Hussein. Sin embargo, la experiencia ha demostrado que los resultados y potencialidades de la seguridad colectiva no dependen del estricto cumplimiento de la situación clásica, sino de que el grupo antiagresor quiera y pueda comprometer fuerzas conjuntas muy superiores a las involucradas por el agresor y sus eventuales aliados.

- Se dice que, así como hasta 1914 era concebible un sistema de poder mixto en el que mientras algunos países optaban por la neutralidad era posible que otros estuvieran enmarcados en un balance de poder, desde 1945 existe un régimen mixto de balance de poder y seguridad colectiva. Sin embargo, la seguridad colectiva, como los modelos de la federación y el imperio, es teóricamente contradictoria con el balance de poderes que intenta desterrar. La mencionada "coexistencia" no marca otra cosa que la sostenida vigencia del balance de poderes en desmedro de la seguridad colectiva, desvirtuada y reducida su aplicación a los casos en que hay acuerdo entre las potencias, es decir, cuando no modifica el balance de poderes existente.

- De la teoría y también de la práctica de la acción colectiva se deduce también que mientras los estados conserven la posibilidad de defender con armas aquellos intereses que consideren vitales, ningún organismo de seguridad colectiva será capaz de eliminar las guerras, así como las leyes o el poder de policía de un estado sobre su territorio no pueden de por sí eliminar el crimen. No obstante, pueden concebirse mecanismos que permitan minimizar en número y magnitud los delitos internacionales. Del mismo modo, aunque la seguridad colectiva tampoco va a hacer desaparecer las guerras civiles (la guerra en Chechenia, por ejemplo, fue reconocida como un problema interno ruso que no justificaba un conflicto entre las Naciones Unidas y Rusia), permitiría ejercer controles efectivos y efectuar recomendaciones a ser cumplidas bajo amenaza de sanciones económicas.

- El funcionamiento de los distintos intentos de seguridad colectiva ha confirmado la frase que dice que "no hay mayor injusticia que tratar a los desiguales como si fueran iguales". Mientras un país grande o de alta población, con significativos aportes e intereses en la buena marcha del organismo no ve bien su ausencia en la toma de decisiones importantes, un país pequeño no puede ser sometido a las mismas exigencias que uno grande. Así, sobre la base democrática de la igualdad de trato ante los tribunales y en las votaciones (un país, un voto), quedan justificadas tanto la proporcionalidad de los aportes y obligaciones como la desigualdad en las asignaciones de ayuda económica y la desigualdad de responsabilidades que implica la existencia de miembros permanentes en el Consejo de Seguridad. Este argumento no alcanza, sin embargo, para justificar el derecho de veto que, como vimos, constituye un abuso de poder que atenta contra todo el sistema.

- Pese a todos sus defectos, las Naciones Unidas han logrado constituirse en un foro de acercamiento de los pueblos, generador y coordinador de conductas cooperativas de todo tipo en los terrenos económico, humanitario y cultural. Es de esperar que estas formas de compromiso colectivo estimulen a esos pueblos a encontrar las soluciones institucionales necesarias a nivel de la seguridad colectiva que permitan asegurar también la cooperación política y militar.

- Si bien ha constituido una gran contribución al entendimiento y al desarrollo de los pueblos, no puede decirse que el sistema de seguridad colectiva propiciado por las Naciones Unidas haya sido el responsable de los cincuenta años sin conflictos generales que han seguido a su conformación en 1945. De hecho, salvo casos aislados, la aplicación del derecho de veto privó al organismo de un papel importante en los acontecimientos internacionales. Así, al haber sido dejado intacto el esquema de preferencias del dilema del prisionero, en lo relativo a las grandes potencias, las causas de la ausencia de guerras generales deben más bien ser rastreadas en las consideraciones estratégicas de dichas potencias basadas en la posibilidad de la destrucción mutua. En ese sentido, la relación entre las dos superpotencias de la guerra fría, los Estados Unidos y la Unión Soviética, se caracterizó por la desconfianza y la falta de cooperación recíproca en todos los niveles. Sin embargo, la mencionada capacidad de respuesta a las armas de destrucción masiva, al asegurar la mutua destrucción consecuente a un ataque de cualquiera de las superpotencias, al identificar la no cooperación en materia nuclear como un suicidio, advirtió sobre la existencia de intereses comunes que debían ser conciliados y evitó que la falta de cooperación en todos los niveles se transformara, en el terreno militar, en una conflagración nuclear. La evidencia contrafáctica de un colapso nuclear supo conducir a las superpotencias a una solución interna que dio pie a una cooperación condicional en temas militares bilaterales. De esta manera, si bien las superpotencias conservaron sus preferencias del dilema del prisionero, durante la guerra fría trasladaron su falta de cooperación y antagonismo militar a los conflictos internos de países pequeños como Vietnam, Nicaragua o Afganistán, con el objetivo de integrarlos a uno o a otro de los bloques rivales.

- Inmediatamente concluida la guerra fría, la exitosa operación de las Naciones Unidas en Irak, el caso histórico más cercano al ideal de la seguridad colectiva, pareció abrir un nuevo y auspicioso horizonte para el modelo de poder auspiciado por dicho organismo. Sin embargo, el fracaso de la intervención en Somalía, así como la ineficacia y las complicaciones surgidas durante la guerra de Bosnia, han resucitado el escepticismo así como han hecho patente la dificultad que representa, en el marco desideologizado y economicista de la posguerra fría, organizar y mantener una intervención en aquellos lugares en los que, a diferencia de las ricas arenas kuwaitíes, las potencias carecen de intereses relevantes afectados.

Por lo tanto, es ahora, y sobre todo a partir del descrédito adquirido por las Naciones Unidas luego de las mencionadas participaciones en Somalía y Bosnia, aparentemente ya superados los recelos de la guerra fría y de cara a las oportunidades de la posguerra fría, que se impone una reformulación del sistema de ese organismo de manera que, teniendo en cuenta la nueva configuración de la sociedad internacional, acierte en la consecución de una auténtica y efectivamente útil seguridad colectiva que permita asegurar la vigencia del derecho internacional. Es decir, se hace necesario el paso de la actual estructura anárquica del sistema internacional (en la que el uso de la fuerza entre los Estados no es constante pero permanece como "última ratio") a una estructura jerárquica que termine con la incertidumbre inhibitoria de la cooperación y de la racionalidad moral.

 

6.5- Los requisitos para una auténtica seguridad colectiva.

¿Qué requisitos deberían agregarse al actual marco de las Naciones Unidas para que éstas pudieran cumplir auténticamente con su rol de seguridad colectiva?

Al respecto, se han elaborado numerosas sugerencias, entre las que merece destacarse el completo y detallado plan de revisión de la Carta de las Naciones Unidas llevado a cabo por Clark y Sohn (1958). Este proyecto, al que resulta muy interesante rescatar a la luz de la posguerra fría, parte de mi punto de llegada respecto de la lógica de la acción colectiva (la necesidad de un conjunto de normas emanadas de una autoridad mundial y susceptibles de ser aplicables de manera efectiva), pero debido a su carácter juridicista deja casi sin explicar las causas por las que los estados habrían de delegar poder a una organización mundial, más allá de apelar a la superación de los atavismos tradicionales y culturales. Mi esquema argumentativo, en cambio, resulta más persuasivo ya que ataca la irracionalidad estratégica y moral inherentes al mantenimiento del balance de poder a partir de la forma en que ésta es determinada por la lógica de la acción colectiva. Al final de este punto se volverá a tratar este tema.

Sin pretender ser tan minucioso como Clark y Sohn en la descripción de los cambios jurídicos a introducir para el logro de una institución eficaz para la prevención de la guerra, de acuerdo a las conclusiones alcanzadas en mi estudio de la lógica de la cooperación, a su comparación con los intentos prácticos de seguridad colectiva y a las enseñanzas dejadas por ellos, me atreveré a formular algunas sugerencias.

En primer lugar, el funcionamiento de la seguridad colectiva no debe quedar librado a la buena voluntad de cooperación de los estados miembros, sino que debe ser respaldado por una fuerza permanente de sanción, no condicionada a lealtades nacionales, que a partir de contribuciones proporcionales directas y obligatorias de todos los estados miembros, adquiera una dimensión y potencial irresistible que disuada a los eventuales agresores. Una fuerza de policía mundial con la potencialidad y el armamento que le permitan prevenir o suprimir rápida y certeramente cualquier violencia internacional resulta indispensable, a pesar del riesgo que supone que esa fuerza pueda ser usada indebidamente. En todo caso, como señalan Clark y Sohn, ese riesgo, que debería ser controlado por medio de límites y vigilancias estrictos a la fuerza de policía, sería el precio inevitable de la paz. En la misma dirección apuntan las sugerencias de Boutros Ghali (1992) respecto de la creación de "unidades de resguardo de la paz" a disposición permanente del Consejo de Seguridad cuya fácil disponibilidad podría servir, por sí misma, para disuadir a los agresores potenciales. Aunque la fuerza militar debería utilizarse sólo si han fracasado todos los medios pacíficos, "la posibilidad de recurrir a ella es esencial para que se pueda dar crédito a las Naciones Unidas como garantes de la seguridad internacional" (Boutros Ghali 1992:128). El Secretario General añade que para que haya confianza es indispensable que se pueda tener fe en que las Naciones Unidas reaccionarán con rapidez, firmeza e imparcialidad y que no será debilitada por el oportunismo político ni por las deficiencias administrativas o financieras. Ello presupone "una administración pública internacional vigorosa, eficiente e independiente, y de una integridad intachable, así como una administración financiera segura que rescate a la organización, de una vez por todas, de su actual estado de mendicidad" (Boutros Ghali 1992:131).

Por ejemplo, podría establecerse que las naciones se avinieran a utilizar un porcentaje (digamos un 3%) de sus gastos de defensa en la preparación de una fuerza a permanente disposición, so pena de castigos económicos (quizá a través de las instituciones de crédito dependientes del organismo), de las Naciones Unidas y para los propósitos que ésta estimare necesario. Hay otras ideas, como la del Premio Nobel de Economía James Tobin de aplicar un impuesto del 0,05 % a las transferencias monetarias internacionales, que permitiría recaudar unos 150 mil millones de dólares al año para el financiamiento de la organización mundial (téngase en cuenta que actualmente se dedican sólo 3 mil millones para financiar todas las misiones de paz y 3600 para los programas y fondos para el desarrollo). Como señala Boutros Ghali (1992:129), "el contraste entre el costo de las actividades de mantenimiento de la paz por las Naciones Unidas y el costo de la alternativa, la guerra, al igual que el contraste entre lo que se pide a la Organización que haga y los medios que se le proporcionan para ello, serían risibles si las consecuencias no fueran tan perniciosas para la estabilidad mundial y para el prestigio de la Organización".

En cuanto a las armas de destrucción masiva, debería acelerarse el actual proceso de control y reducción coordinada de los arsenales y de los riesgos propiciada en el marco del Tratado de No Proliferación Nuclear, conservando la mínima proporción que asegure la destrucción mutua (y la consecuente cooperación militar) entre las superpotencias hasta tanto estén dadas las condiciones para un adecuado funcionamiento de la seguridad colectiva, momento en el que las Naciones Unidas podrán conservar un escaso número de ellas como poder disuasivo y disponer la eliminación del resto, prohibiendo totalmente su uso, fabricación, comercio y almacenamiento. Incluso, los recursos a obtenerse podrían ser destinados a la construcción de un sistema tecnológico de seguridad, del tipo de la Iniciativa de Defensa Estratégica norteamericana (Star War), que asegure la disuación a nivel global. Como señala el quizás más descarnado defensor del realismo y el balance de poder, Morgenthau (1948:752), "sólo cuando las naciones hayan sometido a una autoridad superior los medios de destrucción que la tecnología moderna ha puesto en sus manos (...) podrá la paz internacional ser tan segura como la paz doméstica". La pérdida de capacidad de defensa de cada país se vería compensada con la disminución de la amenaza y la desaparición de hipótesis de conflicto consecuentes de la nueva y real seguridad colectiva, además de lograrse un nivel mayor de transferencia y cooperación tecnológica como consecuencia de la eliminación de los temores respecto a los fines de su utilización. El ideal a alcanzar aquí sería lograr una progresiva y paralela disminución de los presupuestos de defensa, que iría acompañada de un aumento del porcentaje de la proporción destinada a la fuerza multinacional, hasta lograr la desaparición de los ejércitos nacionales a cambio de la contribución por cada país de un porcentaje de su presupuesto (que desde ya sería proporcionalmente mucho menor a las actuales partidas de defensa) destinado a la fuerza de seguridad multinacional. Aún sin llegar a este ideal, sino desde el punto de partida del 3% de los gastos actuales de defensa, el nuevo sistema impediría que la cooperación de los miembros en las distintas situaciones se vea afectada por cálculos de costos y beneficios, especulaciones que como señalamos han llevado por ejemplo a Estados Unidos a comandar una gigantesca operación de Naciones Unidas en Irak (allí donde se afectaban sus intereses nacionales), pero también a abstenerse de enviar tropas antes del cese de hostilidades en el terreno de Bosnia, donde evidentemente no tenía nada por ganar. Con el nuevo sistema será el Consejo el que decidirá la cantidad y procedencia de tropas y recursos a movilizar para la solución de determinado conflicto, mientras los estados se limitarán a contribuir con su parte obligatoria de apoyo, que deberán dar de manera constante, independientemente de la existencia de un conflicto y, de haberlo, del tipo de conflicto. En situaciones de paz internacional o de no utilización plena, los recursos comunes podrán ser destinados a otras necesidades tales como ayuda humanitaria.

El segundo elemento a tener en cuenta para el logro de una auténtica seguridad colectiva pasa por la composición y atribuciones del Consejo de Seguridad. En principio coincido con Brzezinsky (1994) en la necesidad de aumentar el número de miembros permanentes del Consejo, entre los que se podrían incluir, teniendo en cuenta la nueva realidad internacional, países representativos de los cinco continentes como Alemania, Japón, Australia, India, Egipto, Nigeria, Sudáfrica, México, Brasil y Argentina. Desde ya que el derecho de veto, fuente de inequidad y de incertidumbre internacional (como quedó nueva y trágicamente demostrado en el conflicto de Bosnia), sería suprimido.

Se tiene, que si bien las dos únicas disposiciones analizadas aquí, la formación de una fuerza multinacional irresistible y permanente y el cambio de la composición y atribuciones del Consejo de Seguridad, bastarían para hacer funcionar el mecanismo de seguridad colectiva, una tercera sería deseable: el que los estados se obligaran, una vez agotados todos los métodos no formales de solución de controversias, a dirimir sus conflictos por canales formales como el arbitraje o el recurso a la Corte Internacional de Justicia. Respecto a la elaboración y aplicación del derecho internacional, la cuarta parte hará referencia a los criterios éticos que a mi juicio deberían guiarlas.

Puede preguntarse por último por qué los estados, y en particular las grandes potencias, habrían de avenirse a someter su conducta exterior al derecho internacional y a aceptar la constitución de un organismo capaz de coaccionarlas. Se dijo que ya han sido elaborados planes de "constituciones internacionales" que como el de Clark y Sohn (1958), contaban con un poder ejecutivo (el Consejo de Seguridad), un poder legislativo (la Asamblea de las Naciones Unidas), un tribunal (la Corte Internacional de Justicia) y una policía (fuerzas armadas obedientes al ejecutivo). La creación de una "policía internacional" sugerida ya en 1946 por el húngaro Emery Reves en su libro Anatomía de la paz, figura como ha visto entre las ambiciones del actual Secretario General Boutros Ghali, para quien el actual período constituye una etapa de transición hacia la aplicación de una auténtica seguridad colectiva. Hasta el momento, las rivalidades de poder, las contradicciones de intereses y las incompatibilidades ideológicas se han impuesto a tales proyectos. Sin embargo, creo que a partir del fin de la guerra fría, las circunstancias de la sociedad internacional han cambiado de forma tal que podría permitirse pensar lo que hasta hace poco parecía una utopía, la internalización de parte de las potencias del orden de preferencias del juego de la seguridad y la puesta en marcha de un sistema de cooperación basado en una real seguridad colectiva, en contemplación de los elementos que he marcado. El punto consiste en demostrar a las potencias, como pretende hacer este trabajo, que dicho sistema no sólo implica una mayor racionalidad ética, sino que también resulta de conveniencia estratégica. Este optimismo se verá mayormente justificado en la quinta parte, en la que se analizarán las oportunidades y perspectivas abiertas a la seguridad colectiva por la situación originada a partir de la posguerra fría.