Acción racional, conflicto y seguridad colectiva en la posguerra fría

 

 

8- La medida moral

 

8.1- Introducción.

En la segunda parte, al desarrollar mi modelo interpretativo de la acción de los estados y demás actores internacionales, hice referencia al respeto del derecho internacional como criterio legal equivalente, en el ámbito de los actores internacionales, a la consideración de un criterio normativo de racionalidad moral en el ámbito de los individuos. Se dijo también que en tanto el derecho internacional se orientaba según principios morales mundialmente aceptados, implicaba el respeto del criterio de racionalidad moral supuesto por tales principios. En base a esto, en la tercera parte se construyó una perspectiva propia de la lógica de la cooperación que supuso al derecho interno y al internacional como dados, sin hacer referencia al criterio o a los criterios morales implicados en ellos. Sin embargo, tanto a nivel interno como en el internacional se está lejos de concordar acerca de cuál es el criterio moral más apropiado de los propuestos por las distintas éticas. Las disidencias han adquirido particular relevancia en lo referente al derecho internacional, sobre todo a partir de la agudización del debate entre universalistas y relativistas, ya que la diferencia de culturas y religiones impediría aceptar, como ocurre en la mayoría de las constituciones estatales, una determinada ética religiosa como marco de referencia universal. Será para comprender ése y otros debates que se analizará primero el tema tal cual ha sido planteado al nivel de los individuos y en relación al derecho interno, para después extender las conclusiones obtenidas al ámbito de las relaciones internacionales.

 

8.2- La medida moral del Estado.

8.2.1- La carencia de la nueva ciencia política.

Se señaló antes a Maquiavelo como al iniciador de la transformación de la doctrina política clásica en una ciencia de la política, es decir del paso de la tradición de pensamiento conocida como filosofía práctica a la nueva ciencia política, disciplina constituida hoy en día según el modelo de las ciencias experimentales contemporáneas. Ahora, siguiendo a Madanes (artículo inédito 2), vale hacer referencia a tres características que distinguen a la nueva ciencia política de la filosofía política clásica:

1- Aspira establecer, de una vez y para siempre, las condiciones para el correcto ordenamiento del Estado y de la sociedad.

2- Aspira a calcular, mecánicamente, las leyes generales, relaciones e instituciones que granticen la eficacia del Estado, independientemente de la prudencia de los ciudadanos.

3- El científico social deja de lado las cuestiones morales y se aboca a la construcción de un Estado en el que los hombres se comportan necesariamente de una manera predecible, tal como los otros objetos de la naturaleza. El orden social, que en la antigüedad clásica se entendió como una jerarquía de virtudes, pasa a ser aquél en el que se obedece la ley positiva, independientemente de la moralidad de los principios en los que se sustenta y de la de las intenciones de los individuos. La ciencia política suele presentarse como valorativamente neutra. Así, reflexiona sobre la funcionalidad estratégica de sus leyes y constructos, pero deja de lado el análisis de su racionalidad moral.

Junto con Madanes, coincido en destacar la carencia de la ciencia política de la que habla el título de este punto, la que puede sintetizarse en su falta de respuesta a las siguientes preguntas: ¿cómo se puede resguardar la reflexión moral (asegurada por la filosofía política clásica) sin renunciar al rigor de la ciencia política moderna? ¿Bajo qué criterio criticar el absolutismo de Estado de Hobbes como mejor o peor que la democracia moderna? ¿Cómo distinguir los principios morales sobre los que se orientan las leyes? ¿Cómo juzgar una acción como buena y justa en sus circunstancias? ¿Qué papel le queda a la libertad individual dentro del Estado? ¿Cómo juzgar la moralidad o la inmoralidad de una política?

Todos estos interrogantes quedan subsumidos en el siguiente: ¿Existe, y en tal caso, cuál es el criterio normativo de racionalidad moral (la medida o patrón moral) a partir del cual juzgar las acciones de los individuos y del Estado, así como fundamentar objetivamente la moralidad de sus leyes?

 

8.2.2- Las dos líneas.

Se dijo que los anteriores interrogantes, si bien han ido quedando fuera del terreno de la ciencia política, sin embargo, han subsistido en el de la filosofía en general y en el de la filosofía política moderna en particular (aunque por supuesto no en todos los filósofos de la política, ni en todos con la misma fuerza).

Se ha observado ya el carácter moral que asumía la libertad positiva en la república mixta maquiaveliana, así como la difusa noción de la regla de oro implicada por las leyes de naturaleza de Hobbes (que respalda al derecho y obliga a los individuos pero no al Estado). Sin embargo, para reflexionar acerca de las preguntas formuladas en el punto anterior, que como se habrá advertido coinciden con mis cuestionamientos a la teoría de la elección racional planteados en 1.2.3, será bueno examinar algunas posiciones y distinciones sostenidas por la crítica posterior a Hobbes, que han conducido a la fundamentación del Estado tal como es conocido hoy en día. En primer lugar téngase en cuenta que a partir de Hobbes comienzan a distinguirse dos líneas de pensamiento en la filosofía política liberal, que llegan hasta la actualidad. Por un lado una línea de autores más "hobbesianos", economicistas, más afines a la ciencia política dura de la que se hablaba, "conservadores", partidarios del derecho positivo (justo es aquéllo sancionado por el soberano), que van a hacer hincapié en la racionalidad estratégica del "homo economicus". Por el otro, una línea más "kantiana", humanista, universalista, "liberal"(en el sentido que esta palabra toma dentro de la propia tradición liberal moderna), sostenedora de la existencia de un derecho natural (de derechos superiores inherentes al ser humano con independencia de la voluntad del soberano), que procurará defender un concepto más amplio de racionalidad, no restringido a los intereses estratégicos sino sustantivo, orientando su atención a la racionalidad moral del individuo y de las normas (y a su garantía de parte del Estado).

Como primer representante de la primera línea se puede citar a Baruch Spinoza (1632-1677), continuador y radicalizador de Hobbes, que a partir del esquema hobbesiano, pero en oposición al absolutismo, lleva a cabo una justificación del Estado democrático. El argumento de Spinoza es que si el soberano desea mantener el pacto (el poder), debe mantener el consenso de los gobernados. A su vez, el consenso se mantiene con la razón, común a todos los hombres, pero no con la satisfacción de deseos particulares. En ese sentido, el Estado democrático, el respeto de la tolerancia y la libertad, constituye para Spinoza la estrategia más racional para la conservación del poder, siendo ésta más ética pero fundamentalmente más útil que el abuso de poder. Otro autor que puede ubicarse en la primera línea es John Locke (1632-1704), quien recibe el esquema de Hobbes y lo transforma. Según Strauss (1970:65) el cambio introducido es en un solo punto: "Se da cuenta de que el hombre necesita fundamentalmente para su conservación los alimentos, o sea, la propiedad, más que la pistola. Entonces el instinto de conservación se transforma en deseo de prosperidad, deseo de adquirir, y el derecho de autoconservación se convierte en derecho a la adquisición ilimitada". Así, el ánimo de apropiación, pasión egoísta que no exige derramamiento de sangre y cuya puesta en práctica lleva consigo la mejora de la suerte de todos, sustituye el miedo a la muerte, en consecuencia, la propiedad reemplaza a la conservación de la vida como máxima utilidad. En ese sentido, la conflictualidad pierde terreno en la justificación del Estado de Locke, quien sosteniendo una concepción no conflictiva del estado de naturaleza, con individuos dispuestos a la cooperación, afirma la posibilidad de una convivencia social pacífica y armoniosa con un soberano al que se le delegue sólo un derecho, el de evitar que alguien sea juez en causa propia. Sin embargo esta crítica es asimilable desde la propia teoría de Hobbes y en particular desde la interpretación liberal. Cualquiera sea la sociedad pacífica de que se trate, siempre podrán surgir personas conflictivas o intereses contrapuestos que lleven al conflicto y a su resolución a través de la lucha. El papel del Estado será en ese caso no sólo el de aplicar imparcialmente el derecho sino el de garantizarlo. Como se dijo en el capítulo 5, suponer una sociedad de individuos con intereses comunes pero poco cooperativos (con un orden de preferencias del juego de seguridad) resulta más realista que tomar una de individuos altamente dispuestos a la cooperación (con un orden de preferencias kantiano o del juego de armonía). Al respecto Hobbes tiene una lógica liberal, según la cual el Estado se justifica para asegurar uno de los derechos (el de la conservación de la vida), de los que el individuo es portador previamente a la constitución del Estado. Puede coincidirse con Locke, en cambio, en que el individuo debe, en la medida que lo desee, conservar más derechos de los que se le atribuyen en el Estado absolutista hobbesiano (a esto me he referido en 7.1). Siguiendo con la enumeración de los exponentes de la primera línea, es Montesquieu (1689-1755) quien, en El espíritu de las leyes (1748), verá en la monarquía parlamentaria inglesa de su tiempo una nueva versión de la teoría del gobierno mixto, enunciada por Aristóteles, llevada a la práctica durante la República romana y reconocida siglos más tarde, como se ha visto, por Maquiavelo. Así, propondrá la división de poderes como alternativa a la monarquía absoluta de los Borbones. A partir de este momento los filósofos políticos considerarán la posibilidad de un equilibrio armónico pero tenso entre tres poderes, el ejecutivo (remanente de la monarquía absoluta), el judicial (remanente de la aristocracia, compuesto de hombres prudentes "que saben lo que está bien") y el legislativo (propiamente democrático). De la defensa de un poder incondicional se pasa a la de tres poderes que se condicionan mutuamente. El poder soberano se traslada del monarca al pueblo. En ese sentido, la separación dentro del Estado de las entidades encargadas de la ejecución, aplicación y elaboración de las normas legales surge entonces como límite al absolutismo hobbesiano y como medio más eficaz de conservación del mismo Estado. Montesquieu plantea, además, una oposición entre dos ideas político-sociales: la república romana, cuyo principio es la virtud, e Inglaterra, cuya expresión es la libertad política. Según Strauss (1970:66), "la supremacía de Inglaterra se basa, según él, en el hecho de que este país ha encontrado un elemento sucedáneo para la rígida virtud de la Roma republicana. Este sucedáneo es el comercio y las finanzas". El fundamento del orden social pasa ahora completamente al terreno estratégico.

De igual manera, tanto en Hume (1711-1776) como en Smith (1723-1790), la pasión que lleva al ordenamiento de la sociedad es el interés económico mediante el cual el mercado, del que participan individuos estratégicos (con el orden de preferencias de dilema del prisionero), ordena naturalmente la convivencia social. Según Smith en La riqueza de las naciones (1776), cada agente maximizador de la función costo-beneficio se especializa en producir el bien o el servicio que mejor sabe y lo intercambia por lo que otros ofrecen en un mercado libre de presiones. Si es ineficiente, otro operador lo desplazará. El resultado de la siguiente competencia (forma económica que asume el conflicto) es el desarrollo y la riqueza de las naciones.

Los continuadores contemporáneos de esta corriente, llamados neoclásicos, no han cuestionado en general sus supuestos esenciales, sino que han refinado sus argumentos de base economicista extendiéndolos a otros ámbitos, como el análisis de la acción y de las conductas sociales. Tal es el caso de la teoría de la elección racional (Rational Choice) y de la teoría de la elección pública (Public Choice). Se ha visto ya la gran contribución de esta línea en la interpretación de la acción individual y en lo relativo a la cuestión de la medida material del Estado (esto último en el punto 7.1). Más discutibles, desde mi punto de vista y como ya se adelantó en el capítulo 1, han sido sus soluciones respecto al parámetro moral según el cual las normas de derecho son elaboradas por el poder legislativo, aplicadas por el judicial y respaldadas por el ejecutivo, es decir respecto al parámetro moral sobre el que el Estado en general funda sus leyes, al que apuntan las preguntas que quedaron planteadas en 8.2.1.

Antes de pasar a la segunda línea debe decirse que la justificación del Estado de Hobbes puede aún ser sostenible y aplicable al Estado democrático moderno, a pesar de la andanada de críticas que le siguieron, si se lo enfoca desde el punto de vista de la interpretación liberal (es decir desde la perspectiva de la primera línea del pensamiento analizada antes), tal cual se ha venido haciendo. De tal forma el soberano de Hobbes no debe ser visto como un monstruo, sino como el intento de mostrar las características de la relación de obediencia: 1) todo poder soberano debe ser obedecido, en este sentido la democracia es tan absoluta como la dictadura (hay muchas maneras de organizar la soberanía, pero esta es absoluta independientemente de la forma de gobierno); 2) todo poder soberano es arbitrario, en última instancia la decisión discutida y aprobada por la mayoría de los representantes de los ciudadanos, en el marco de la división de poderes, se impone sobre la libertad individual. Es en este sentido en el que el uso de la violencia legítima es absoluto y arbitrario.

Sin embargo, la teoría de Hobbes, al excluir al Estado del pacto, y así de la obligación del cumplimiento de las leyes (como se analizó en la última parte del punto referido a este filósofo), deja anulada toda posible crítica moral al soberano. Al respecto, las críticas de Rousseau y Kant no pretenden restarle poder al soberano sino recuperar el espacio perdido de la crítica moral al Estado. En tal sentido, y de una manera que en sí no es contradictoria con la reformulación liberal de Hobbes, los filósofos de la segunda corriente argumentarán que la instancia moral no se agota una vez que el derecho ha hablado, sino que incluye al derecho, y que la justicia no depende sólo de la obediencia a cualquier dictamen del soberano. Si bien el Estado instaura la reciprocidad de derechos y deberes que permite la cooperación, él mismo no debe excluirse de esa relación.

J. J. Rousseau (1712-1778) se va a oponer a la eliminación del bien y del deber ser del pensamiento político haciendo la distinción entre voluntad general y voluntad de todos. Mientras la voluntad de todos constituye la suma de los intereses particulares de los ciudadanos, la voluntad general es la expresión del interés común. Como Maquiavelo, Rousseau pretende que a partir de la discusión de los intereses estratégicos particulares surja y se imponga el interés común, la cooperación, y con él, la recuperación de la instancia moral. Interpretando su posición según mi análisis de la lógica de la cooperación, Rousseau sostendría que la discusión de los intereses particulares conduce a los individuos a internalizar un nuevo conjunto de preferencias, a abandonar el orden del dilema del prisionero (expresado por la "voluntad de todos") por el del juego de seguridad (la "voluntad general"). Es decir, la interacción propiciaría un cambio desde una postura egoísta a una más solidaria de cooperación, que sería posible, claro está, sólo en la órbita de un Estado constituido.

Los ideales de Rousseau, y los de la Ilustración en general, culminarán en la Bill of Rights americana y en la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789, declaraciones de principios que junto a la apelación a las leyes religiosas cristianas, servirán de base y de criterio moral sobre el cual elaborar las normas de derecho de los nuevos estados modernos.

Como señala Strauss (1970:66), "Rousseau abandona el mundo moderno de las finanzas, ese mundo que él fuera el primero en denominar el mundo del "bourgeois" para volver al mundo de la ciudad y de la virtud, al mundo del "citoyen"". En ese sentido el beneficio general se obtiene no del mercado egoísta, sino anteponiendo el interés general al instinto de conservación particular, de manera hobbesiana. Sin embargo aparecen algunas dificultades. Si como sostiene Rousseau, la voluntad general no puede equivocarse en tanto en que participa en la ejecución de las leyes,"si es el criterio para determinar lo que es justo, el canibalismo es tan justo como una política cualquiera. Cualquier institución santificada por el consenso popular tendría que considerarse sagrada" (Strauss 1970:68).

Será Kant (1724-1804) quien más tarde tratará de rescatar de manera menos ingenua el punto de vista de Rousseau. Como señala Truyol en su presentación a Kant (1795), a diferencia de Rousseau, y en consonancia con Hobbes, Kant considera que la paz no es lo natural entre los hombres, sino una conquista de su voluntad conciente. "El estado de paz entre hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza, que es más bien un estado de guerra, es decir, un estado en el que, si bien las hostilidades no se han declarado, sí existe una constante amenaza. El estado de paz debe, por tanto, ser instaurado." (Kant 1795:14). Salir del estado de naturaleza para constituir una sociedad civil mediante el "contrato originario" resulta un imperativo de la razón práctica, un deber moral. Si bien las conclusiones de Kant no contrarían esencialmente a las de Hobbes, el punto del cual parte es distinto. Para Kant los hombres son seres no sólo estratégicamente racionales sino moralmente racionales, y en tanto libres y autónomos (capaces de darse su propia ley moral), organizan el Estado de acuerdo a leyes que reflejan los principios morales (la racionalidad moral). El Estado se entiende como condición y garantía del derecho. El derecho, al limitar a los ciudadanos, es la garantía de la ética que lo funda, la condición bajo la cual la autodeterminación (libertad) de un individuo puede ser compatible con la de otros. El legislador debe legislar para todos según las leyes universales que no contradigan el imperativo categórico, es decir el criterio kantiano de la racionalidad moral: Actúa de manera tal que puedas querer que la máxima de tu acción se convierta en ley universal. Dicho criterio puede parafrasearse aproximadamente con la Regla de Oro (no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti), que como vimos se deduce según Hobbes de sus leyes de la naturaleza. Esta es la causa por la que puede afirmarse que el pensamiento de Hobbes no resulta incompatible con el de Kant, ya que Hobbes no desconoce la existencia de la racionalidad moral de los individuos, sino que sostiene, con una cuota mayor de realismo, la inhibición del juicio moral en ausencia de un poder soberano. Una vez instaurado este poder, los ciudadanos pueden, a su amparo, establecer relaciones legales y morales. Sin embargo, y aquí es donde sí pesa la crítica de Kant, el Estado absolutista hobbesiano no entra en el juego moral, no pacta, por lo que no puede ser impugnado moralmente por el ciudadano. En Kant, en cambio, la moral pone límites a la acción del soberano, ante el cual el ciudadano tiene derecho a decir: "esto es inmoral". El Estado no puede ser paternalista o despótico, sino que las leyes, basadas en el reconocimiento de la libertad y de la igualdad de todos los individuos, deben reflejar los intereses de todos (la voluntad general, que aquí sí cuenta con un criterio), y aplicarse universalmente (incluso sobre los funcionarios de los tres poderes del Estado). Para Kant, debe existir un uso público de la razón, mediante el cual el pueblo, no el legislador absoluto, debata y decida las leyes.

Se tiene entonces que, frente a la explicación de la primera línea, llevada a cabo en términos de estrategias individuales egoístas de los actores (en virtud del orden de preferencias del dilema del prisionero), la recuperación de la instancia moral a la que se había aludido asumirá en Rousseau la forma de un cambio de las preferencias (hacia el orden del juego de la seguridad), mientras que en Kant supondrá el respeto del imperativo categórico, que por encima de cualquier consideración de costos, asume el rol de criterio normativo moral.

En lo que concierne a los seguidores contemporáneos de esta segunda corriente, puede tomarse una amplia gama de pensadores y teorías, cuya característica común es el intento de balancear las estrategias económicas egoístas del mercado, por medio de una interacción positiva entre éste y el Estado. En este gran conjunto se pueden incluir entre otros a Weber y a todos los teóricos de la socialdemocracia y del "estado de bienestar", así como también a los filósofos partidarios de éticas universalistas, entre ellos Apel, Habermas y Rawls.

He distinguido, por lo tanto, las dos grandes líneas que, a partir de Hobbes, han marcado el pensamiento liberal moderno. Dichas líneas no se han mantenido independientes la una de la otra, sino que se han ido contrastando e influyendo mutuamente a través del tiempo. En la actualidad, y en especial a partir de la conservadora década del ochenta, es la primera corriente la que ha tomado renovado auge. Sin embargo, y como se ha visto al iniciar mi crítica a la elección racional, no resulta satisfactoria la respuesta de estos teóricos en el campo de la ética, ni las propuestas alternativas a algunos de los cuestionamientos relativos a las limitaciones del sistema capitalista.

El desafío consiste en lograr una síntesis entre estas dos corrientes, es decir en conciliar a los representantes contemporáneos de dichas líneas, buscando un criterio sobre el cual basar la crítica ética a las posturas neoclásicas (utilitaristas), sin perder el rigor científico ni la capacidad descriptiva, explicativa y predictiva de éstas. Tal constituye quizás el más importante de los aspectos de mi crítica a la teoría de la elección racional.

 

8.3- Hacia una fundamentación objetiva de la ética.

8.3.1- Utilitarismo vs. Universalismo. El problema de una ética política.

Vuelvo ahora a la pregunta dejada pendiente en 7.2 y vuelta a plantear en 8.2.1: ¿cuál es el criterio con el cual juzgar moralmente a los individuos? La solución a este interrogante puede buscarse desde las dos líneas en que se dividió a la filosofía política. En lo que respecta a la corriente "conservadora", se ha visto y criticado, en el capítulo 1, la forma en que la teoría de la elección racional reduce en general el estudio empírico de la acción al de la acción estratégica, introduciendo, en lo referente a las cuestiones éticas, el criterio utilitarista de la maximización de la utilidad colectiva. Parece más apropiado entonces rastrear la solución del interrogante desde la perspectiva "liberal", más rica en este tipo de reflexiones. Se dijo en el punto anterior que el desafío consiste en llevar a cabo una síntesis dialéctica entre las dos líneas: partir desde planteamientos "liberales" y oponerlos a los "conservadores", no de manera ingenua ni destructiva, sino tomando en cuenta sus aportes. En otras palabras, dicho desafío es el de conciliar a Hobbes con Kant (como ya lo ha hecho en parte Rawls (1971)), o bien a Elster-Buchanan con Apel-Habermas-Rawls. Hacia esta dirección apunta la crítica del punto 1.3.3 tanto como las presentes consideraciones.

Mi rechazo al utilitarismo derivado de las teorías "conservadoras" me ha conducido a sostener la necesidad de alguna otra clase de criterio moral para el análisis de la racionalidad moral de la acción. En particular me inclinaré, como he venido adelantando, por los criterios universalistas del tipo de los que se desprenden de las posturas de Rawls o Apel. Sin pretender hacer un análisis exhaustivo, con el fin de consolidar mi crítica a la teoría de la elección racional y de ir estableciendo mi posición acerca de lo que debe ser la base ética del derecho internacional, resultará interesante en lo que sigue exponer y discutir algunos aspectos básicos de las posturas universalistas tomando como punto de partida al artículo de Apel (1985), "Etica normativa y racionalidad estratégica: el problema filosófico de una ética política".

Como bien lo señala en el título, la cuestión a la que apunta Apel es a la de la ética política, más precisamente a la de si existe una ética que sea al mismo tiempo "filosóficamente satisfactoria y sugerible a un político". En este sentido, luego de presentar a Maquiavelo como el emancipador de la racionalidad valorativamente neutral (pero éticamente insatisfactoria), se pregunta acerca de si existe "algo como una razón ética, o para expresarlo en otras palabras, un tipo de racionalidad que sería valorativamente neutral pero fundamentaría una norma básica de acción moral o el valor de una vida buena". Por lo tanto admite que antes de estudiar la posibilidad de una ética política hay que analizar la de "un fundamento racional de la ética en general". Este camino lo inicia en la tercera parte de su artículo, "El error de un intento de fundamentación de la ética por medio de la razón estratégica- instrumental". Si bien coincido con el diagnóstico expresado en dicho título, no comparto del todo su argumentación. Según Apel, para Hobbes y sus sucesores (se está refiriendo a la línea "conservadora"), sobre la base de las leyes naturales hobbesianas es posible fundar moralmente y explicar el origen del contrato social. El hecho de que estas leyes naturales sean imperativos hipotéticos (estratégicos) basados en el autointerés no permitiría, para Apel, que tuvieran la validez intersubjetiva necesaria como para constituirse en los principios morales fundantes de un Estado. Sin embargo, cuando hice referencia a Hobbes, en el punto 5.3, me preocupé en dejar aclarado que dicho filósofo no se refiere en ningún momento a sus leyes naturales como principios morales, sino como reglas generales de cuyo conjunto se deriva la regla de oro. Por otra parte, se ha visto desde mi perspectiva una salida a los problemas que se plantean a tal posición: la racionalidad estratégica establece las bases para que en una segunda instancia se aplique la racionalidad moral. Es en este sentido que las leyes naturales permiten fundar moralmente el contrato social, lo que no tiene nada que ver con identificar ley natural con principio moral en Hobbes, ni con una fundamentación de la ética a partir de la racionalidad estratégica. Por eso, para negar los intentos de tal fundamentación, es decir para llegar al diagnóstico del título de la tercera parte del artículo de Apel, preferí hacerlo de la manera en que ya se ha discutido el tema en el punto 1.2.3.

Apel introduce dentro de esta tercera parte a Rawls, de quien dice que busca la fundamentación suficiente de la justicia en una combinación de la teoría de juegos y la "teoría contractual", es decir bajo los supuestos del autointerés y de la racionalidad valorativa neutral. Sintéticamente, el procedimiento constructivista ideado por Rawls (1971) consiste en imaginar metodológicamente una "situación original" en la que los contrayentes ignoran no sólo su posición económica y social, sino también características tales como el color de la piel, el sexo y el grado de desarrollo de sus talentos y dotes naturales. En estas condiciones de extrema restricción, bajo el "velo de la ignorancia" (manera en que Rawls designa a esta forma de abstracción), los contrayentes en la "situación original" están en condiciones de elegir sin coerciones e imparcialmente aquellos principios universalmente válidos bajo cuyo amparo desearán desarrollar sus vidas. Ahora bien , como señala Guariglia (1993:320), a diferencia de Kant, quien "se sitúa desde la perspectiva de la primera persona, que es la que eleva la máxima de su acción a ley universal y establece la comparación entre el mundo social posible así creado y el mundo actual, a fin de comprobar su carácter no contradictorio, la perspectiva elegida por Rawls evita el procedimiento de universalización de la máxima individualidad como test y propone, desde el comienzo, dos principios sustantivos de justicia, que serán aquéllos con respecto a los cuales habrá un acuerdo unánime de las partes con anterioridad a cualquier otra acción o decisión" (es decir, aquéllos con los que se estará de acuerdo en la situación original). Tales principios, en la formulación dada en Rawls (1985), son los siguientes:

1- "Cada persona tiene un derecho igual a un esquema completamente adecuado de iguales derechos básicos y libertades, el cual es compatible con un esquema igual para todos".

2- "Las desigualdades sociales y económicas deberán satisfacer dos condiciones: primero, deberán estar ligadas a oficios y posiciones abiertas a todos bajo condiciones de una equitativa igualdad de oportunidades, y segundo, deben ser para el mayor beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad".

Según Apel (1985:14), para mostrar que los seres humanos racionales elegirían un estado de justicia sobre la base de los supuestos de la racionalidad estratégica, (Rawls) imagina una situación artificial a la que también llama "situación original", en la cual el "punto de vista moral", es decir, el reconocimiento recíproco de los seres humanos como seres dotados de los mismos derechos, se identificaría con el punto de vista del autointerés de todos. Y tal situación es alcanzable bajo el supuesto del así llamado "velo de la ignorancia" en relación con la propia posición que uno tendría en la sociedad surgida en virtud del contrato social, porque en tal situación, según Rawls, todos calcularían sus riesgos y en consecuencia elegirían a partir de su propio interés un orden social orientado a la compensación de las desventajas individuales, en lugar de confirmar la desigualdad natural y social de justicia. Así, Rawls, trata de compatibilizar, por así decirlo, la postura de Hobbes y la de Kant con respecto al contrato social".

Apel termina su reflexión sobre Rawls concluyendo que éste no logra su objetivo, ya que en la "situación original" la razón no sería una facultad valorativa neutral destinada a calcular al servicio del autointerés, sino una "facultad de motivación y valoración transubjetiva". Sin embargo, no considero apropiada la inclusión que Apel hace de la teoría de Rawls dentro de la tercera parte de su artículo, es decir dentro de los intentos de fundamentar la ética por medio de la razón estratégica. Si bien Rawls toma en cuenta a la racionalidad estratégica para llegar a sus principios de justicia, la toma dentro de las condiciones particulares, experimentales e irreales de la "situación original", en la que se lleva a cabo una valoración transubjetiva.

Siguiendo con mi revisión de las posiciones universalistas a partir del artículo de Apel, se tiene que el segundo intento de fundamentación racional de la ética que este autor analiza es el kantiano. Kant es el primero en postular a la razón como una facultad de valoración transubjetiva, al describir a la razón práctica como una facultad legislativa autónoma de la voluntad, capaz de darse su propia ley moral independientemente de determinaciones heterónomas tales como los mandatos divinos de la ética cristiana o el autointerés efectivo del utilitarismo. El imperativo categórico es dicha ley moral y proporciona un criterio de transubjetividad.

Sin embargo, según Apel, a pesar de que Kant fue el primero en plantear en forma adecuada el problema de la fundamentación de la ética, su concepción no brinda una solución satisfactoria a los problemas de la ética en general. Para Apel la causa de tal fracaso se encuentra en su metafísica dualista, que le impide elaborar una concepción basada en la unidad de la razón práctica y teórica. Al no concebir una intervención de la voluntad libre y por consiguiente de las acciones morales en el reino de la experiencia posible (para Kant en el mundo de la naturaleza no hay fenómenos posibles a partir de acciones intencionales sino sólo determinadas por causas naturales), no puede concebir la responsabilidad del hombre en relación con los efectos de sus acciones, lo que lo lleva a definir el bien moral haciendo abstracción explícita de la consideración de las consecuencias de las acciones del sujeto hacia otras personas.

Apel pone el ejemplo de Kant en relación con el problema de si se debe decir la verdad o mentir en el caso de que un asesino preguntara por el escondite de su víctima, y en el que Kant insiste en la prioridad del "deber perfecto" (el de decir la verdad), frente al "deber imperfecto" de salvar la vida a otro ser humano. Según Apel, la deficiencia de la solución kantiana se relaciona con el problema de la reciprocidad. No vivimos en un mundo donde la reciprocidad generalizada de los derechos y los deberes (tal como se postula en el imperativo categórico) sea reconocida y observada de manera general. Al político no se le permite dejar de lado las probables consecuencias de las acciones, ni que las considere desde la perspectiva kantiana de consecuencias buenas o malas para sí mismo, sino como consecuencias que afectan a las personas que dependen de él. De esta manera, el "rigorismo" de la ética kantiana, origen de la conocida distinción weberiana entre ética de la convicción y de la responsabilidad, coloca a Apel en posición para introducirse de lleno en la problemática acerca de la posibilidad de la ética política.

Apel plantea entonces "el problema específico de la ética política" en los siguientes términos: ¿Es posible tomar en cuenta el derecho y aún el deber de la autopreservación de los sistemas sociales en un mundo de probables conflictos entre sistemas, sin reducir la razón ética a una racionalidad estratégico-instrumental al servicio del autointerés?

Para contestar esta pregunta Apel debe resolver aún la cuestión pendiente acerca de una fundamentación satisfactoria de la ética en general. En este sentido el camino que toma es el de una reconstrucción de la ética kantiana en términos de una ética de la comunicación consensual.

Antes de precisar la posición de Apel, vale la pena hacer referencia a los puntos principales de la ética discursiva o argumentativa de Habermas con la que se emparenta, para lo cual me apoyaré en Guariglia (1993). De acuerdo a la teoría de la acción comunicativa planteada por Habermas (1981), el procedimiento para la fundamentación de la legitimidad normativa en un Estado postradicional está inscripto en las formas de comunicación intersubjetiva de acuerdo a reglas que son constitutivas de las estructuras de sentido, del "mundo de la vida", sobre las que se asienta la sociedad moderna. "La tematización de estas estructuras se produce cuando son cuestionadas ya sea las acciones o las normas bajo las que estas se amparan, dando lugar a la justificación argumentativa y discursiva de las mismas. El telos (fin) de esta argumentación está dado, intencionalmente, por la restauración basada en razones del consenso entre interlocutores, consenso que, en consecuencia, presupone la posibilidad de lograr tanto una comunicación libre de distorsiones como una aceptación no forzada de las coerciones impuestas por la razón argumentativamente desplegada". "El desarrollo, en efecto, de una argumentación en el campo ético no es más que un caso especial de las reglas argumentativas que rigen todo discurso, si éste ha de satisfacer el requisito de ser convincente y de no incurrir en contradicciones no solamente lógicas y semánticas, sino especialmente pragmáticas"(Guariglia 1993:325). De este modo, para forzar al escéptico a entrar en el juego moral basta con mostrarle lo que él mismo presupone cuando hace uso del lenguaje normativo, cuyo rechazo equivale a quedar reducido al silencio. En ese sentido, para Habermas la regla argumentativa implícitamente reconocida por todos los participantes de una discusión queda explicitada por su principio de universalización:

U: "Toda norma válida debe satisfacer la condición siguiente: que los efectos colaterales y las consecuencias que (previsiblemente) se producirán a partir de su aplicación general en favor de la satisfacción de los intereses de cada uno, puedan ser aceptadas por todos los involucrados -y puedan ser preferidas a los efectos de las reglamentaciones posibles alternativas que se conozcan-".

Como señala Guariglia, para que este principio argumentativo de universalización se convierta en un principio moral, debe transformarse en el criterio de validez que toda norma ha de satisfacer para ser reconocida como tal, para lo cual debe añadírsele un principio complementario, el llamado fundamento D de la ética comunicativa, que dice lo siguiente:

D: "Solamente pueden reclamar validez las normas que han obtenido (o podrían obtener) la aceptación de todos los involucrados como participantes de un discurso práctico".

Al igual que el imperativo categórico kantiano, ambos principios establecen sólo requisitos formales, sin predeterminar un contenido, para la validez de normas que pretendan aspirar a los rasgos de universalidad, imparcialidad y equidad implícitos en los ideales de una ética universalista.

De manera análoga a la teoría de la acción comunicativa de Habermas, Apel basa su punto de vista en una reflexión sobre la situación del discurso argumentativo, en la que, si se quiere argumentar algo seriamente, se debe admitir a priori que en principio es posible compartir la validez intersubjetiva del significado y la verdad de todos los interlocutores de la "comunidad de argumentación". De la transubjetividad inherente a toda argumentación seria se implica la norma fundamental de la ética de Apel: el principio de reciprocidad generalizada de derechos y deberes. Esto es así, según Apel, porque en el discurso argumentativo se debe suponer una situación de habla ideal, y en consecuencia "adjudicar iguales derechos y deberes de preguntar y contestar toda clase de cuestiones relativas a cualquier tópico concebible a todos los miembros de una comunidad de argumentación". El principio de reciprocidad generalizada no constituye así una norma material, sino una meta-norma que prescribe el procedimiento ideal de fundamentación o legitimación de normas materiales que debe lograrse "buscando el consenso de todas aquellas personas afectadas por una mediación argumentativa de sus intereses".

Esta es pues, la transformación a la ética kantiana propuesta por Apel como fundamentación satisfactoria de la ética. A partir de dicha fundamentación pasa a reflexionar sobre la posibilidad de una ética política de la responsabilidad estratégica. En ese sentido, comienza sosteniendo que las limitaciones de Kant respecto de la ética política radican en que no consideró que el imperativo categórico debe implicar el principio de reciprocidad generalizada de derechos y deberes, y en consecuencia no debe aplicarse al hablar con un hombre que tiene la intención de asesinar. Como admite Apel, el problema del político de buena voluntad es el de hacer frente a una situación de reciprocidad insuficientemente realizada entre individuos, grupos o estados, ya que las situaciones reales de comunicación se caracterizan por una mezcla de interacción comunicativa consensual y estratégica. De esta manera, la solución de Apel no nos deja mejor parados que las alternativas anteriores en lo que concierne a la ética política. Sin embargo, admitiendo que "hasta ahora no hay una ética filosóficamente satisfactoria que al mismo tiempo pueda ayudar o servir realmente a un político", propone desde su perspectiva algunas interpretaciones en el ámbito de la política nacional e internacional. En lo que respecta a la política interna defiende la tesis de que los estados democráticos modernos han reconocido ya el principio de reciprocidad y la necesidad de ir realizando progresivamente los ideales de una ética de la comunicación consensual, proceso que sólo puede llevarse a cabo en la "segunda instancia" a las que me referí en mis reflexiones sobre el Estado a partir de Hobbes. En relación a la política exterior, observa síntomas de un desarrollo tendiente al respeto del principio de reciprocidad en las relaciones internacionales, sobre todo a la luz de la mediación consensuada de intereses que se trata de establecer tanto en las Naciones Unidas como en los demás organismos internacionales.

Para terminar su artículo, Apel (1985:26) postula una máxima para una ética de la responsabilidad política: "tratar de utilizar tantos recursos estratégicos (como por ejemplo amenazas militares) como sea necesario (a fin de garantizar la seguridad) y de proveer la mayor cantidad de medidas previas a fin de lograr una solución de los conflictos de manera consensual comunicativa".

Personalmente, creo que no tiene sentido plantearse el problema de una ética políticamente aceptable. La ética y la política constituyen disciplinas diferentes, cada una con sus criterios y leyes específicos tal como señalé en mi crítica al utilitarismo ético de la teoría de la elección racional y como se reafirmó en el análisis de Maquiavelo (cuya división entre moral y estrategia política sigue siendo resistida todavía). En particular una ética política o de la responsabilidad (como la defendida por Weber en El político y el científico), que incluya la evaluación de las consecuencias de la acción de un político en el juicio moral, se guiará siempre por consideraciones de utilidad estratégico-política antes que de valor moral. La política no siempre es ética, hay casos en que el político se ve obligado a ir en contra de la moral para defender a sus representados de consecuencias adversas a sus intereses. No se trata de condenar a toda estrategia política que utilice medios moralmente peligrosos, sino simplemente de señalar que tales casos no entran en el campo de la ética, por lo que sus responsables deberían asumir los eventuales costos derivados de esas acciones, que podrán ser aceptadas (si no son ilegales) o condenadas por la justicia (las ilegales), o por el voto (las meramente inmorales ya que no todas las inmoralidades políticas son ilegales, especialmente en la sociedad internacional). Sin embargo, resulta más fácil, y mucho más "político", escudarse y decir que se ha actuado conforme a una "ética de la responsabilidad", cuando en realidad se ha llevado a cabo una acción de estrategia política. La falta de reciprocidad no puede ser la excusa que permita el encubrimiento ideológico de acciones como el perdón de personas juzgadas y sentenciadas culpables de asesinatos y torturas, la distracción frente al aniquilamiento sistemático de un pueblo, o el arrojar una bomba atómica sobre una ciudad indefensa, sean tomadas como acciones de ética política. Porque, por más que las miremos desde todos los ángulos posibles no parece que tales acciones merezcan el adjetivo "éticas", sino solamente el de "políticas" o "estratégicas".

Por supuesto, el problema que intenta solucionar sin éxito la ética política no atañe a todas las acciones del político, sino a aquéllas que entran en contradicción con principios morales. En ese sentido, la máxima de comportamiento que sugiere Apel insta al político a que, en aquellas acciones en las que se contradice el bien estratégico con el bien moral, se juzgue cada vez más, en la medida de lo posible y en el marco del consenso democrático, en base a un criterio moral antes que a uno estratégico. En todo caso serán las leyes nacionales e internacionales las que, a la luz de principios éticos y contando con el necesario poder coercitivo que las respalde, deberán ir acotando el rango de acción de los políticos, de manera de evitar que les sea concebible una política inmoral (que podrán reservar para aquellas acciones que siendo inmorales no sean ilegales). En cuanto al papel del Estado y del eventual auténtico organismo de seguridad colectiva internacional como instituciones, expresadas a través de sus leyes y medidas y por medio de la acción de sus funcionarios, como garantes del derecho deberán ser quienes más lo respeten, ya que como expresé en mi estudio de la lógica de la acción cooperativa, un régimen corrupto genera las bases de su disolución al aumentar el número de "francotiradores". Es decir, que una falta moral o de derecho de una institución es una falta doble, una falta en sí y una falta atentatoria contra el sistema.

 

8.3.2 Universalismo vs. Comunitarismo.

En su disputa teórica acerca de la fundamentación objetiva del sistema de normas morales, el universalismo ha tenido que enfrentarse no sólo con las teorías utilitaristas, sino también con una corriente ética desarrollada durante los años ochenta y a la que se ha denominado comunitarismo, neoaristotelismo o particularismo. Los supuestos básicos de esta corriente, resultado de la confluencia entre la adaptación de la hermenéutica heideggeriana llevada a cabo por Ritter y Gadamer y la renovación de la moral de la virtud aristotélica efectuada por Anscombe, se sintetizan a continuación a partir de las consideraciones al respecto de Guariglia (1993):

1) Férrea oposición al universalismo de Kant y demás filósofos herederos de la Ilustración, en particular a las nociones de deber, como obligación incondicional de la acción, y de la ley moral, como fundamento objetivo de la existencia de esa obligación.

2) El individuo es incapaz de acceder por sí mismo a una forma de norma moral universalmente válida para todos en toda circunstancia, dada la incapacidad de la razón para ofrecer una norma moral de ese tipo, independientemente de las circunstancias históricas y de las tradiciones culturales o religiosas dentro de las que se sitúa.

3) Dado que en la deliberación precedente a la elección de la acción se parte de la situación particular del agente, nadie que no haya sido educado previamente en los modos de conducta que permiten reconocer las situaciones particulares como casos que caen bajo el alcance de una determinada virtud, puede tener acceso a las premisas evaluativas que permiten extraer la conclusión correcta.

4) A la concepción moral propia de la modernidad oponen los comunitarios "la necesidad de una idea del bien ampliamente compartida por los miembros de una misma comunidad y expresada tanto en el lenguaje valorativo que acompaña la ponderación de las buenas acciones como en la participación de un mismo "ideal de la buena vida", como telos (finalidad) de las prácticas sociales" (Guariglia 1993:319).

Me voy a oponer al comunitarismo en favor del universalismo. Creo que, como el utilitarismo social, el comunitarismo conduce al relativismo y a la fundamentación de aberraciones morales como la castración, el autoritarismo o el asesinato en nombre de tradiciones culturales o religiosas. Al respecto, tendré bastante que decir en el siguiente punto, cuando me refiera a la disputa entre universalistas y relativistas en el ámbito del derecho internacional, más precisamente, en el de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre los Derechos Humanos. Por otra parte, sus argumentos resultan insuficientes para anular la validez de los diversos intentos universalistas de fundamentación de una ética postmetafísica basada en la autonomía del individuo, es decir, de los intentos de construcción de un criterio de racionalidad a partir del cual deducir los principios morales orientadores de las leyes del Estado postradicional que, siendo en sí valorativamente neutro, permita la atribución de valor moral a las acciones dejando de lado a la utilidad, la tradición o la religión como referencias valorativas de los juicios éticos. Es más, sostendré que, de hecho, el compromiso con la argumentación discursiva ampliamente aceptado como consecuencia de la difusión global de la reflexividad moderna, implica criterios lógicos universales que superan las diferenciaciones culturales. Acerca de cuál es el criterio universalista específicamente adecuado, si el incluido en el paradigma de Rawls, Apel o Habermas, o bien una mezcla de algunos de ellos, la pregunta permanece abierta en el terreno de la ética y, por supuesto, no tengo espacio aquí para siquiera arriesgar una respuesta.

 

8.4- La medida moral objetiva del derecho internacional.

Dentro del ámbito de la comunidad mundial, la búsqueda de un fundamento moral sobre el cual apoyar el derecho internacional se da en el marco de la lucha entre las posiciones universalistas y las particularistas o relativistas a la que se hizo referencia. Así, mientras las primeras defienden la adopción de criterios morales objetivos de aplicación universal del tipo de aquéllos a los que aludimos al comentar los puntos de vista de eticistas como Rawls, Habermas o Apel, las segundas hacen hincapié en el papel de la costumbre y la tradición en la justificación de la acción moral, cuestionando la capacidad del individuo de acceder por sí mismo a un criterio moral universalmente válido y poniendo en tela de juicio la capacidad de la razón para ofrecer un criterio de esta clase independientemente de las circunstancias históricas y de las tradiciones culturales dentro de las cuales se sitúa. Este debate quedó claramente manifestado durante el desarrollo de la Conferencia de Viena sobre los Derechos Humanos que con el auspicio de las Naciones Unidas tuvo lugar en junio de 1993. En esa ocasión se produjo un avance de las tendencias relativistas, auspiciado en particular por los representantes de países de religión musulmana, que llegó a cuestionar incluso algunos de los puntos incluidos en la Declaración de los Derechos del Hombre de 1948. Ese avance relativista no aparece en forma casual sino que se da en un marco de escepticismo moral internacional acerca de la posibilidad de acordar normas de alcance mundial y de que éstas sean respetadas. Según Cohen (1984), en la configuración de ese marco influyen no sólo la larga historia de egoísmo y brutalidad que ha caracterizado las relaciones entre las naciones, sino también el auge del paradigma realista y de un "escepticismo hobbesiano" en el que se podría ubicar a los pesimistas que sostienen la imposibilidad de la ética en un ámbito en el que la situación de estado de naturaleza sería esencial y definitoria. Respecto de esto último, se ha visto que el análisis lógico de la situación hobbesiana no conduce ineludiblemente al escepticismo o a la aceptación resignada de la política de balance de poder, sino que, por lo contrario, lleva a comprender la necesidad de principios morales universales (en esto coincide Cohen), de reciprocidad, y de un orden mundial colectivo.

Así, frente al escepticismo y contra el relativismo, vuelvo a tomar partido y a depositar mis esperanzas en las fundamentaciones universalistas de la ética, sosteniendo la necesidad, en un mundo plural, de un criterio de racionalidad moral objetivo, neutro y autónomo. Se ha visto ya, al hacer referencia a Kant, la definición de la autonomía como la capacidad del individuo de darse su propia ley moral universal con independencia de factores externos, culturales y religiosos, a los que se refieren los criterios heterónomos. La autonomía de la razón permite al individuo reflexionar lógicamente sobre criterios de aplicación general y universal (el imperativo categórico kantiano, el criterio de universalización habermasiano), la heteronomía, en cambio, implica la adhesión no cuestionada por la razón a algún criterio externo (la aceptación de los diez mandamientos o de alguna costumbre cultural). Al defender a los criterios heterónomos (la moral cristiana, la moral musulmana) frente a los autónomos (una única moral universal), el particularismo se enlaza con el relativismo y posibilita la justificación de la intolerancia religiosa o cultural. Desde ya, no tengo nada contra la práctica privada de la religión o de las tradiciones culturales, sino contra la pretensión de alguna de ellas de imponer públicamente su visión por sobre las de todas las minorías de la sociedad, nacional o internacional. En el caso de las religiones el riesgo de intolerancia está asociado a su naturaleza dogmática e intransigente. Como señala Vargas Llosa (1995),"todas ellas postulan una verdad, que tiene la abrumadora coartada de la trascendencia y el padrinazgo abracadabrante de un ser divino, contra los que se estrellan y pulverizan todos los argumentos de la razón, y se negarían a sí mismas, se suicidarían, si fueran tolerantes y retráctiles y estuvieran dispuestas a aceptar los principios elementales de la vida democrática", permitiendo el cuestionamiento de sus dogmas. En la base particular en la que descansan las distintas éticas religiosas, se cimenta el rechazo a lo diferente (algo moral para un cristiano puede ser inmoral para un musulmán y viceversa) y la explicación para los numerosos conflictos y guerras religiosas "contra los infieles" que han caracterizado la historia. La esencia dogmática e intolerante de las religiones se hace evidente en el caso del islamismo, porque las sociedades donde éste se ha asentado no han experimentado el proceso de secularización que en Occidente separó a la religión del Estado, convirtiéndola en un derecho individual en lugar de un deber público. Tómese como ejemplo a la Declaración de El Cairo sobre los derechos del Hombre en el Islam, preparatoria para la Conferencia de Viena. Según ese documento, sometido a la chari'a, la vida no puede quitarse "sin motivo legítimo", así como la libertad de expresión y la producción literaria, científica o artística deben ser garantizadas sólo si no se contradice la ley islámica (la diversidad cultural terminó constituyendo en Viena la moneda de cambio para los países islámicos, los que condicionaron la firma del documento final, afirmando la universalidad de los derechos humanos, a la adopción de una resolución sobre la situación de Bosnia). Pero también la Iglesia Católica, como señala Vargas Llosa (1995), en aquellas sociedades tercermundistas donde todavía tiene influencia decisiva en la redacción de las leyes y en el gobierno de la sociedad, no vacila en imponer sus verdades sobre la censura, el divorcio o el control de la natalidad a como dé lugar, y no sólo a sus fieles, sino también a todos los infieles que se le pongan a su alcance. Por eso, una sociedad internacional pluralista debe impedir que cualquier iglesia imponga sus particulares convicciones en el derecho internacional, algo que sólo puede hacer atropellando la libertad de los no creyentes.

En lo que respecta a las tradiciones culturales, son muchos y conocidos los ejemplos de intolerancia y discriminación en los que ellas pueden desembocar. La aceptación de la diversidad cultural no implica ni justifica la complacencia con aberraciones morales como la corrupción política o la castración femenina.

En suma, como no hay manera de respetar todas las creencias religiosas y culturales a la vez, el derecho internacional no puede ser otra cosa que neutral. Está claro que en una sociedad internacional de innumerables minorías, la autonomía a la que apelan los criterios morales universalistas es la única garantía de la neutralidad valorativa a la hora de diseñar las normas legales de alcance mundial. En ese sentido, se verá en la quinta parte que el compromiso con la argumentación discursiva ampliamente aceptado como consecuencia de la difusión global de la reflexividad moderna implica la aceptación de criterios lógicos y morales universales más allá de las diferencias culturales. El reconocimiento de tales diferencias culturales no determina el triunfo del relativismo, sino que constituye un desafío a la razón: la búsqueda de criterios morales y derechos universales en un universo marcado por la diversidad cultural. En todo caso, el respeto completo del derecho internacional y la no suspensión de la racionalidad moral que lo inspire será posible en el marco de un mecanismo de seguridad colectiva con la fuerza suficiente para castigar a los infractores.