Acción racional, conflicto y seguridad colectiva en la posguerra fría

 

 

10- Oportunidades y peligros de la posguerra fría

 

10.1- Posmodernidad y posguerra fría. Las circunstancias propicias para la seguridad colectiva.

Se le llama posguerra fría a la etapa de distensión abierta con el fin de la disputa ideológica y militar Este-Oeste y marcada por acontecimientos como la caída del muro de Berlín, la reunificación alemana, la Guerra del Golfo y la disolución de la antigua Unión Soviética. Lógicamente, no se trata de una circunstancia surgida de manera espontánea y repentina, sino que puede interpretarse dentro del marco del progresivo proceso de radicalización de la modernidad caracterizado en el anterior capítulo. Desde esa perspectiva se deduce que ni siquiera la férrea cortina soviética habría podido poner freno a los factores dinámicos de la modernidad y a la mundialización y radicalización de sus dimensiones institucionales, a partir de lo cual habría resultado inevitable la comparación reflexiva entre la pujanza económica y las formas de participación democrática de las principales naciones occidentales, y la decadencia económica y el autoritarismo político (justificado con un discurso ideológico dogmatizado) del bloque oriental.

Por ahora, la posguerra fría ha demostrado ser un período de relajamiento de tensiones y aumento de la cooperación que, luego del optimismo inicial (y como después quedó demostrado excesivo) consecuente a la Guerra del Golfo Pérsico, ha marcado el paso de la bipolaridad nuclear a la tripolaridad económica (Estados Unidos, Unión Europea, Japón). Sin embargo, la continuidad de esta etapa de distensión no es de ninguna manera necesaria ya que, como se ha visto, el mencionado proceso de radicalización y mundialización de la modernidad no implica por sí solo el desarrollo sin trabas de las optimistas tendencias inmanentes planteadas por Giddens, sino que está expuesto a riesgos de graves consecuencias. En ese sentido, el actual período de posguerra fría constituye una coyuntura especial en la que se presentan circunstancias propicias para la realización de proyectos de realismo utópico en general, y del modelo de seguridad colectiva auspiciado por mi realismo idealista en particular, que permitan asentar el camino de las tendencias inmanentes de la modernidad minimizando sus peligros. Entre estas circunstancias se destacan las siguientes:

a) La difusión de la democracia como forma de gobierno de los estados y en consecuencia del respeto por el principio de la mayoría, de la mano con el aumento del compromiso con la argumentación discursiva y de la reciprocidad legal y moral.

b) El mencionado fin del conflicto ideológico Este-Oeste y el consiguiente paso de un sistema internacional bipolar heterogéneo a uno multipolar homogéneo, en el que la mayoría de los estados comparten ideales y valores, abre el camino a una mayor confianza y cooperación vía soluciones internas a sus dilemas del prisionero. Como señala Boutros Ghali (1994), las naciones que durante la guerra fría definían sus intereses nacionales mirando a las ideologías contrarias como si fueran el demonio, se encuentran más predispuestas a adaptarse al concepto de un interés común, global o planetario y enfocan su atención sobre los demonios reales: la pobreza, el hambre, las enfermedades, la polución, la ausencia de democracia y la violación de los derechos humanos.

c) Mientras en la guerra fría el peso de la consideración de utilidades relativas condujo a la falta de intereses comunes, a la multiplicación de juegos de estancamiento o de la clase de los de suma cero y, en consecuencia, a la no cooperación, en la posguerra fría la desaparición de la rivalidad ideológica y el surgimiento del interés común por evitar los peligros asociados a la posmodernidad lleva a la proliferación de situaciones de juego más cooperativas (dilema del prisionero, juego de armonía). Las potencias ya no consideran a la destrucción del otro dentro de sus intereses vitales, sino que por el contrario, dejan de apuntarse para buscar formas de cooperación provechosas.

d) Las luchas internas desatadas en países como Yugoslavia pueden ser entendidas de la manera vista en el capítulo 7, como guerras de liberación nacional orientadas a la autonomía política y económica, es decir, a la adquisición del status de actor internacional. Sin embargo, los estados han renunciado, en general, a la fuerza y la conquista para imponer su voluntad a los otros, lo que ha puesto freno a la carrera armamentista entre las superpotencias. La vida de los soldados de cada país es tomada cada vez con mayor consideración, hecho que determina que una potencia militar como Estados Unidos (que ha renunciado expresamente a su poder de "policía del mundo") medite cómo asegurarse una mínima cantidad de bajas antes de inmiscuirse en operaciones como las de Irak, Haití, o Bosnia. Asimismo, la influencia y el poder de las potencias pasan más ahora por el comercio y la tecnología que por la anexión de territorios y el mantenimiento de costosas fuerzas de ocupación provocadoras de tensiones y alimentadoras del peligro de debacle nuclear. Se dice en ese sentido que Mercurio tiende a reemplazar a Marte, o bien que la guerra tiende a dejar de ser la forma de comercio entre naciones descripta por Clausewitz. En consecuencia, las sanciones económicas en poder de las Naciones Unidas toman ahora una mayor importancia y efectividad.

e) Se multiplican las tareas encargadas a las Naciones Unidas que, junto a otras organizaciones colectivas como la Unión Europea o la Organización Mundial del Comercio, ponen de manifiesto el importante rol a cumplir por las instituciones internacionales.

f) La clave para que las potencias acepten un mecanismo de seguridad colectiva como el propuesto en estas páginas consiste en demostrarles, en línea con el institucionalismo, que en el marco de la posguerra fría dicho mecanismo resulta no sólo moralmente preferible sino también estratégicamente más beneficioso que el balance de poderes.

 

10.2- Factores de peligro para la seguridad en la posguerra fría. La irracionalidad del fundamentalismo.

He coincidido con Giddens en que la posguerra fría se da en un marco de modernidad radicalizada entre cuyas tendencias inmanentes se encuentra el paso a una sociedad global más coordinada. Cité también una serie de auspiciosas circunstancias en esa dirección propiciadas por el actual momento de la realidad internacional. Es así que en base al conjunto de mis reflexiones se pueda interpretar la presente situación internacional como una oportunidad para que las Naciones Unidas, un proyecto de neta inspiración moderna, "radicalicen" su accionar y se aboquen a cumplir la función original para la cual fueron creadas: la de constituirse en un auténtico mecanismo de seguridad colectiva que garantice de manera eficaz la paz y la seguridad internacionales. Para lograr este cometido deberán saberse aprovechar las mencionadas circunstancias, que como se señaló no son ni necesarias ni eternas, buscando minimizar los riesgos de graves consecuencias de la propia modernidad planteados por Giddens: el colapso de los mecanismos de crecimiento económico, el desastre ecológico, el totalitarismo y la guerra nuclear.

En ese sentido, deberá también hacerse frente a una serie de factores que amenazan con conducir al mundo hacia tales peligros, en dirección contraria a las circunstancias favorables al desarrollo de las optimistas tendencias inmanentes planteadas por Giddens. Los factores a los que me refiero son los siguientes:

1) El dogmatismo ideológico. Se ha visto ya cómo la radicalización de la modernidad lleva asociada la extensión de su índole reflexiva a todos los aspectos de la vida humana, la institucionalización de la duda y de la conjetura y, en consecuencia, una crítica a las exacerbaciones totalizantes y uniformadoras que se escudan detrás de la razón moderna. Frente a esto, el dogmatismo aparece como la actitud contraria de la reflexividad, es decir de la razón moderna bien entendida, constituyendo como se afirmó en la primera parte, un modo de actuar irracional en el que el agente detiene la recolección de evidencia negándose a considerar nuevos elementos de juicio aportados por la experiencia. El dogmático se resiste a aceptar cualquier información probada o probable disponible que conduzca a la refutación de hipótesis o creencias rígidas que desea mantener como absolutamente verdaderas e indiscutibles, achacando sus fracasos explicativos y predictivos a factores accesorios. En ese sentido, las "verdades absolutas" a ser defendidas pueden estar ligadas a un conjunto de ideas o bien a la superioridad o "destino manifiesto" de una nación, raza o religión. Allí radica el "peligro social" del dogmático, ya que éste no se conforma por lo general con elevar su creencia a verdad incontrovertible, sino que intenta imponerla a los demás usando la coerción y la coacción. Cuando el dogmático tiene éxito, el otro tiene sólo dos opciones: o acata o se convierte en transgresor.

El dogmatismo ideológico consiste en la adopción de un conjunto de ideas (de una ideología) como absolutamente verdadero e irrefutable. Es el caso de la forma tomada por el comunismo de carácter totalitario, especialmente por el stalinismo (no sólo el soviético) y el maoísmo de la "revolución cultural", bajo los cuales se consideraba a los heterodoxos que no compartían la "verdad" oficial como rebeldes recalcitrantes que debían ser encarcelados o como enfermos mentales a ser recuperados en una clínica. Convertidos en dirigentes, los dogmáticos ideológicos, nuevos y antiguos, se lanzan contra la conciencia crítica temiendo que el pueblo "se desvíe", intentando exorcizar el demonio de la duda ajena para no visitar la propia.

2) El nacionalismo extremista. Cuando la "verdad indiscutible" incluye creencias referidas a la superioridad de una raza o al "destino manifiesto" de una nación, el dogmatismo ideológico se convierte en nacionalismo extremo. Como señala Vargas Llosa (1993) tomando a Aleix Vidal-Quadras, el nacionalismo en general consiste en "un producto intelectual inferior, de ideas rudimentarias, que no se propone fundamentar racionalmente una verdad sino revestir con la apariencia de una doctrina lo que es nada más que una pasión, un instinto y un acto de fe", por lo que no resulta casual que nunca haya habido grandes pensadores nacionalistas. Sustentado en prejuicios y miedos atávicos que no resisten el análisis racional, el empeño doctrinario del nacionalismo extremo consiste en el paralogismo de querer transformar la contingencia de vivir en ciertas circunstancias espacio-temporales en un absoluto sacralizado. Es normal que un individuo quiera y se identifique con el país y la gente entre la que nació y creció. "Pero convertir al accidente geográfico que es el nacimiento en una fatalidad ontológica, valor moral o distinción trascendente que comporta responsabilidades irrenunciables, es una aberración dogmática y una servidumbre que recorta la soberanía del individuo negándole una de las más admirables conquistas de la civilización que es la que confirió al ser humano la posibilidad de elegir su propio destino" (Vargas Llosa 1994). El nacionalismo extremo debe distinguirse del sentimiento nacional sano de un pueblo que por ejemplo busca librarse de una opresión extranjera y del patriotismo que, a diferencia del primero, constituye "un sentimiento solidario y afirmativo de lo propio y de lo próximo" (Vargas Llosa 1993) que no excluye al otro ni menosprecia lo ajeno.

El miedo y la violencia son los componentes inevitables de todo nacionalismo extremo. Miedo al otro, a lo diferente y a lo nuevo, a cambiar e innovar, al mestizaje, al pluralismo, a la coexistencia en la diversidad esencial a la cultura democrática. Violencia que surge cuando a la natural propensión de individuos y colectividades a mezclarse y confundirse (en un mundo cada vez más interrelacionado), el nacionalismo extremo tiene que oponerle la coerción para no perder su razón de ser. La coerción, desde ya, puede incluir el genocidio, la "limpieza étnica" o la defensa de acciones como el asesinato y la expulsión de extranjeros en virtud de alguna imprecisa y reduccionista "identidad cultural".

A pesar de la pobreza conceptual y filosófica que lo sostiene, el nacionalismo extremo resulta motivador porque descansa en instintos y atavismos enraizados en la naturaleza humana: "la propensión natural de la especie es la horda, no el individuo, la servidumbre y no la rebeldía, la superstición y la magia y no la averiguación inteligente de los fenómenos, la pasión y el instinto en vez de la racionalidad" (Vargas Llosa 1993). "La seguridad que proporciona la conciencia de pertenecer a un grupo homogéneo, el odio o el temor a lo que es distinto o extraño, la satisfacción narcisista de percibir el universo a través de lo que uno es o pretende ser y la necesidad de autoafirmación frente a los demás laten en el núcleo oscuro y oculto de los fervores nacionalistas" (Fragmento de Cuestión de fondo de Vidal-Quadras citado por Vargas Llosa 1993). Para tomar sólo un ejemplo de esta peligrosa tendencia visible en numerosos países, desarrollados y subdesarrollados, baste hacer alusión al caso de las milicias ultraderechistas norteamericanas implicadas en el atentado llevado a cabo en Oklahoma y extendidas por todo Estados Unidos. Tales grupos tienen en común su desprecio por el otro (el no WASP), su racismo, su mesianismo y su temor por un nuevo orden mundial de tolerancia y seguridad colectiva al que ven como "un complot de las Naciones Unidas contra la soberanía norteamericana". Los fascistas norteamericanos, como los neonazis europeos opuestos a la integración del viejo mundo, son partidiarios del mayor egoísmo anticooperativo, se niegan a pagar impuestos, luchan contra el gobierno federal y están en contra de las restricciones a las ventas de armas, buscando tanto a nivel nacional como internacional una sociedad anárquica y violenta en la que reine el más fuerte y en la que los rifles hagan valer la "supremacía blanca". Hablan también de religión y de identidad cristiana (en esto rozan, como se verá enseguida, con el fundamentalismo), pero sus actos se revelan profundamente inmorales, cualquiera sea el criterio religioso o moral no metafísico con el que se los juzgue. Todo esto ha llevado a un gran número de internacionalistas y figuras políticas mundiales, entre ellas el Secretario General de las Naciones Unidas Boutros Ghali, a señalar al nacionalismo extremo como al factor de mayor riesgo para la seguridad colectiva en la posguerra fría.

3) El fundamentalismo. Cuando el conjunto de creencias "incontrovertibles" es de naturaleza religioso-política, es válido calificar al dogmatismo como fundamentalismo. Como señala Sosa (1994), el fundamentalismo recurre siempre a un sustento o apelación trascendente de donde se extrae y en donde se sostiene el carácter fundamental, esencial, intergiversable de la doctrina y, por ende, la justificación de la coerción y la coacción para quienes no la acepten. El dogma del fundamentalista no sólo es indiscutible sino por sobre todo sagrado, lo que ayuda a entender el fanatismo de sus seguidores. Así, la división que el fundamentalista hace de la humanidad no es entre "respetuosos" y "transgresores" o entre "nacionalistas" y "extranjerizantes" sino entre fieles y extraños o infieles, a los que se condena por herejes. Cabe agregar que los pueblos que no han separado el campo religioso del político, aquéllos cuya religión es un componente esencial de su historia y nacionalidad, tienen tendencia a constituirse en estados nacionalistas extremos, fundamentalistas o ambas cosas a la vez.

Se tiene que los tres factores de riesgo de la posguerra fría analizados hasta aquí tienen como base el tipo de acción irracional a la que denominé dogmatismo, distinguiéndose un factor de otro según si este tipo de acción se ejecuta en referencia a creencias políticas, culturales o religiosas. En ese sentido, puede interpretarse que si bien vale esperar, como señala Huntington (1993), que los próximos conflictos sean más culturales que económicos o ideológicos, estos no deberían necesariamente tener por protagonistas a las "civilizaciones" ni por escenario a las líneas de falla entre esas civilizaciones. Me parece más natural entrever conflictos entre dogmáticos y no dogmáticos, entre premodernos y modernos no radicalizados, entre premodernos entre sí, entre modernos no radicalizados y radicalizados, entre marginados e integrados a los beneficios de la modernidad, tanto en el interior de una misma civilización como entre civilizaciones distintas, aunque en este último caso no de manera homogénea sino cruzada, por ejemplo entre dogmáticos de una civilización y modernos no radicalizados de otra o entre premodernos de dos civilizaciones distintas. Se trataría de luchas entre sociedades "cerradas" y "abiertas", según la famosa distinción establecida por Popper (1944), o bien entre distintas clases de sociedades cerradas. Afortunadamente, como afirma Vargas Llosa (1994), ni la religión ni la nacionalidad ni la cultura, son hoy los alambrados infranqueables dentro de los cuales vivía confinado el hombre primitivo, sino que en buena parte del mundo constituyen opciones que el individuo puede elegir libremente. El "espíritu de la tribu" del que también hablaba Popper en referencia al nacionalismo extremo, el integrismo religioso y el totalitarismo, ha sufrido serios reveses que han elevado el papel de la racionalidad y de la elección individual ofreciendo oportunidades para la concreción de una sociedad mundial internacionalizada, pluricultural, democrática, justa, segura y en paz. Sin embargo, se trata sólo de un retroceso de las distintas formas de dogmatismo que, lejos de ser derrotadas, continúan como factores de peligro para la sociedad internacional de la posguerra fría. Tal retroceso podrá ser sólo circunstancial o definitivo, hecho que dependerá de la manera en que la humanidad sepa aprovechar las oportunidades de cooperación del actual momento de distensión mundial.

Paso ahora a enumerar otros factores de peligro.

4) El "mercantilismo salvaje": la indiferencia de los países desarrollados por los problemas derivados del subdesarrollo que afectan a una gran proporción de la población mundial tiende a poner en peligro la estabilidad de los propios países subdesarrollados y del planeta en general. Se impone, entonces, un genuino programa de desarrollo, con un fuerte financiamiento a través de los mecanismos sugeridos en 6.5, que evite el acentuamiento de la división del mundo entre ricos y pobres. La ayuda al desarrollo constituye no sólo un deber moral de toda la comunidad internacional, sino también un deber estratégico de los países industrializados.

5) La superpoblación. Se estima que, a menos que se haga algo al respecto, la población llegará a 9.000 millones en el 2.050. Un aumento descontrolado de la cantidad de habitantes atentaría contra el desarrollo social y económico planetario y agravaría los peligros de la modernidad planteados por Giddens: el colapso de los mecanismos de crecimiento económico, el desastre ecológico, el totalitarismo y la guerra a gran escala. Puede decirse que la superpoblación, ligada a la pobreza y el desconocimiento, constituye un problema de características premodernas, al que se trata de poner fin a través de la mundialización coordinada de modernos métodos de anticoncepción. Sin embargo, dichos intentos tienen como principal obstáculo la oposición de distintos dogmatismos religiosos contrarios a todo control de la natalidad, tal como quedó demostrado el la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Población y Desarrollo llevada a cabo en El Cairo en 1994.

6) La persistencia en el uso de la fuerza. Se habla frecuente e imprecisamente de la irracionalidad de la guerra. Sin embargo, las naciones recurren a la fuerza en defensa de sus "intereses vitales", para reforzar su seguridad extendiendo o preservando el poder, el control y la influencia sobre su entorno. En consecuencia, como se ha señalado en toda la segunda parte, dentro de un marco de anarquía internacional la guerra ha resultado estratégicamente racional y, en casos como la respuesta a una agresión injustificada, hasta moralmente racional. La irracionalidad de la guerra surge de la comparación entre un mundo en el que ésta es admitida, tolerada y por lo tanto necesaria, con otro mundo posible en el que la cooperación permitiría el paso a la paz y al respeto del derecho internacional. En estas páginas he desarrollado un modelo de realismo utópico que incluye las bases de un enfoque que he denominado realismo idealista, favorable a la constitución de un auténtico mecanismo internacional de seguridad colectiva que elimine la incertidumbre y permita el paso a la cooperación o al menos a la no agresión. Para que ese paso sea posible, debe generarse una toma de conciencia, tanto a nivel de los estados como de los habitantes del planeta, acerca de los beneficios de la seguridad colectiva. Si ayudando a que esto ocurra, mi trabajo contribuye al logro de la paz, la cooperación y el respeto por los derechos del hombre, a cincuenta años de la creación de las Naciones Unidas y a doscientos de la publicación de La paz perpetua de Kant, se habrá cumplido la mayor de mis aspiraciones.