Estados Unidos

Discurso de Asunción del poder del Presidente Bush (h)

20 de enero de 2001

             

             

      Presidente Clinton, distinguidos invitados y conciudadanos, la transferencia pacífica de la autoridad es un hecho raro en la historia y, sin embargo, es común en nuestro país. Con un simple juramento, reafirmamos antiguas tradiciones y emprendemos nuevos comienzos.

      Al comenzar, le agradezco al presidente Clinton su servicio a nuestra nación. Y le agradezco al vicepresidente Gore una contienda llevada a cabo con vigor y concluida con cortesía. Me honra y me hace sentir humilde estar aquí, donde tantos líderes de Norteamérica han estado antes que yo, y donde tantos han de venir después.

      Todos nosotros tenemos un lugar en un largo relato, un relato que continuamos pero cuyo final no llegaremos a ver. Es el relato de un mundo nuevo que se convirtió en amigo y libertador del viejo, un relato de una sociedad esclavista que se convirtió en una servidora de la libertad, el relato de una potencia que entró en el mundo para proteger y no para poseer, para defender y no para conquistar.

      Es el relato norteamericano, un relato de gente imperfecta y falible, unida a través de las generaciones por ideales grandes y perdurables.  El más grande de estos ideales es una promesa norteamericana revelada que dice que todos forman parte, que todos merecen una oportunidad, que nunca ha nacido alguien que fuera insignificante.

      Los norteamericanos hemos sido llamados a hacer realidad esta promesa en nuestras vidas y nuestras leyes. Y aunque nuestra nación en ocasiones se ha detenido y en ocasiones se ha demorado, no debemos seguir ningún otro rumbo. 

      Durante gran parte del último siglo, la fe de Norteamérica en la libertad y la democracia fue una roca en un mar enfurecido. Ahora es una semilla al viento, que echa raíces en muchas naciones.

      Nuestra fe democrática es algo más que el credo de nuestro país, es la esperanza innata de nuestra humanidad, un ideal que llevamos con nosotros pero que del que no somos dueños, una responsabilidad que asumimos y transmitimos. Y aún después de cerca de 225 años, tenemos todavía un largo camino que recorrer.

      Aunque muchos de nuestros ciudadanos prosperan, otros dudan de la promesa, hasta de la justicia de nuestro propio país. Las ambiciones de algunos norteamericanos se ven limitadas por escuelas decadentes, el prejuicio oculto y las circunstancias de su nacimiento. Y en ocasiones nuestras diferencias calan tan hondo que parece que compartiamos un continente, no un país.

      No aceptamos esto, y no lo permitiremos. Nuestra unidad, nuestra unión es la tarea seria de líderes y ciudadanos de cada generación. Y esta es mi promesa solemne: trabajaré para construir una única nación de justicia y oportunidad.

      Sé que esto está a nuestro alcance porque nos guía un poder mayor que nosotros mismos, que nos creó iguales a imagen suya. Y tenemos confianza en los principios que nos unen y nos llevan adelante.

      Norteamérica nunca ha estado unida por la sangre, el nacimiento o el suelo. Nos unen ideales que nos llevan más allá de nuestros orígenes, que nos elevan por encima de nuestros intereses y nos enseñan lo que significa ser ciudadanos. A cada niño se le deben enseñar estos principios. Cada ciudadano debe sostenerlos. Y cada inmigrante, al adherirse a estos ideales, hace que nuestro país sea más, no menos norteamericano.

      Hoy contraemos un nuevo compromiso de cumplir las promesas de nuestra nación por medio de la civilidad, el valor, la compasión y el carácter.

      Estados Unidos, en lo mejor de sí, conjuga un compromiso con los principios con la preocupación por la civilidad. Una sociedad civil nos exige a cada uno de nosotros la buena voluntad y el respeto, trato justo y capacidad de perdonar.

      Parece que algunos consideran que nuestra política puede permitirse ser trivial dado que, en una época de paz, lo que está en juego en nuestros debates parece pequeño.

      Pero para Estados Unidos los riesgos nunca son pequeños. Si nuestro país no lidera la causa de la libertad, la causa de la libertad no será liderada. Si no volvemos el corazón de los niños hacia el conocimiento y el carácter, perderemos sus dotes y socavaremos su idealismo. Si permitimos que nuestra economía se desoriente y decline, los vulnerables serán los que sufrirán más.

      Tenemos que cumplir con el llamado que todos compartimos. La civilidad no es una táctica o un sentimiento. Es la elección deliberada entre la confianza y el cinismo, entre la comunidad y el caos. Y este compromiso, si lo mantenemos, es una manera de compartir logros. Estados Unidos, en lo mejor de sí, también es valiente.

      Nuestra valentía nacional ha sido evidente en las épocas de depresión y guerra, cuando la defensa frente a los peligros comunes definió nuestro bien común. Ahora debemos determinar si el ejemplo de nuestros padres y madres nos inspirará o nos condenará. Debemos mostrar valentía en una época feliz, enfrentando los problemas en lugar de pasarlos a las futuras generaciones.

      Juntos recuperaremos las escuelas de Norteamérica, antes que la ignorancia y la apatía cobren más vidas jóvenes.

      Reformaremos el Seguro Social y el Medicare, ahorrándole a nuestra niñez las dificultades que podemos prevenir. Y reduciremos los impuestos, para recuperar el impulso de nuestra economía y recompensar el esfuerzo y la empresa de los trabajadores norteamericanos.

      Construiremos nuestras defensas por encima de cualquier desafío, para que la debilidad no invite al desafío. Enfrentaremos las armas de destrucción masiva, para ahorrarle nuevos horrores al nuevo siglo.

      Que los enemigos de la libertad y nuestro país no se engañen: Norteamérica sigue participando en el mundo por razones históricas y por decisión propia, conformando un equilibrio de poder que favorece la libertad. Defenderemos a nuestros aliados y nuestros intereses. Mostraremos determinación sin arrogancia. Enfrentaremos la agresión y la mala fe con resolución y fortaleza. Y a todas las naciones les hablaremos en favor de los valores que dieron la vida a nuestra nación.

      Norteamérica, en lo mejor de sí, es compasiva. En el fondo de la conciencia norteamericana sabemos que la pobreza profunda y persistente es indigna de las promesas de nuestra nación.

      Y sea cual sea nuestro punto de vista sobre su causa, podemos coincidir en que los niños que están en peligro no tienen la culpa.  El abandono y el abuso no son accidentes, sino fracasos del amor.

      Y la proliferación de prisiones, a pesar de su necesidad, no es en nuestras almas un sustituto de la esperanza y el orden.

      Donde hay sufrimiento, hay deberes. Los norteamericanos necesitados no son extraños, son ciudadanos, no son problemas sino prioridades. Y a todos nosotros nos disminuye el que haya alguien desesperanzado.

      El gobierno tiene grandes responsabilidades en cuanto a la seguridad pública y la salubridad pública, los derechos civiles y las escuelas comunes. Sin embargo la compasión es la obra de una nación, no solamente de un gobierno.

      Y algunas necesidades y dolores son tan profundos que responden únicamente al afecto de un mentor o la oración de un pastor. La iglesia y la caridad, la sinagoga y la mezquita, les brindan a nuestras comunidades su humanidad, y tendrán un lugar de honor en nuestros planes y en nuestras leyes.

      Muchos en nuestro país no conocen el dolor de la pobreza, pero nosotros podemos escuchar a quienes sí lo conocen. Y comprometo a nuestra nación a alcanzar una meta: Cuando nosotros veamos a ese viajero herido en el camino a Jericó, no nos haremos a un lado.

      Norteamérica, en sus mejores aspectos, es un lugar donde la responsabilidad personal se valora y se respeta.

      Alentar la responsabilidad no es una búsqueda de chivos expiatorios, es un llamado a la conciencia. Y aunque requiere sacrificio, trae una satisfacción más profunda. Hallamos la plenitud de la vida, no solamente en las opciones, sino también en los compromisos. Y encontramos que los niños y la comunidad son los compromisos que nos hacen libres.

Nuestro interés público depende del carácter privado; del deber cívico y los vínculos de familia y la justicia básica; de actos anónimos de decencia que dan dirección a nuestra libertad.

      A veces en la vida se nos llama a hacer cosas grandes. Pero, como dijo un santo de nuestros días, todos los días se nos pide que hagamos cosas pequeñas con gran amor. Las tareas más importantes de una democracia las hacemos todos.

      Viviré y lideraré de acuerdo con estos principios: promover mis convicciones con civilidad; procurar el interés público con valor; abogar por que haya más justicia y compasión; exigir responsabilidad, y tratar también de asumirla.

De todas estas maneras, aportaré los valores de nuestra historia al cuidado de nuestros tiempos.  

      Lo que ustedes hacen es tan importante como todo lo que el gobierno hace. Les pido que busquen un bien común más allá de su comodidad; que defiendan de los obvios ataques las reformas que son necesarias; que sirvan a su nación, comenzando con su vecino. Les pido que sean ciudadanos: ciudadanos, no espectadores; ciudadanos, no súbditos; ciudadanos responsables, que construyen comunidades de servicio y una nación de carácter.

      Los norteamericanos somos generosos, fuertes y decentes, no porque creemos en nosotros mismos, sino que porque sostenemos creencias que van más allá de nosotros mismos. Cuando falta este espíritu de ciudadanía, ningún programa de gobierno puede reemplazarlo. Cuando este espíritu está presente, ningún mal puede oponerse a él.

      Después de que se firmó la Declaración de Independencia, el estadista de Virginia John Page le escribió a Thomas Jefferson: "Sabemos que la carrera no la gana el veloz ni la batalla el fuerte. ¿No cree usted que un ángel cabalga el torbellino y dirige esta tormenta?".

      Mucho tiempo ha pasado desde que Jefferson llegó asumir la presidencia. Los años y los cambios se acumulan. Pero él habría sabido los temas de este día: el gran relato de valentía de nuestra nación, y su sencillo sueño de dignidad.

      No somos el autor de esta historia, que llena tiempo y eternidad con su propósito. Sin embargo, su propósito se logra mediante nuestro deber; y nuestro deber se cumple con el servicio a nuestro prójimo.

      Sin cansarnos nunca, sin rendirnos nunca, sin terminar nunca, renovamos hoy ese propósito: hacer nuestro país más justo y generoso; afirmar la dignidad de nuestras vidas y de toda vida.

      Esta tarea continúa.  Esta historia continúa.  Y un ángel todavía cabalga el torbellino y dirige esta tormenta.

      Que Dios los bendiga, y que Dios bendiga a Norteamérica.

 

 

      Traducción extraoficial del mensaje
 según trascripción distribuida por la Casa Blanca