Anuario de Relaciones Internacionales, Año 1996 Discurso de Su Santidad el Papa Juan Pablo II con motivo del 50º Aniversario de las Naciones Unidas

Discurso de Su Santidad el Papa Juan Pablo II con motivo del 50º

Aniversario de las Naciones Unidas

 

Es un Honor para mi tomar la palabra en esta Asamblea de los Pueblos, para celebrar con los hombres y mujeres de todos los países, razas, lenguas y culturas, los 50 años de la fundación de las Naciones Unidas.

Expresó un profundo agradecimiento, en primer lugar, al Secretario General, Sr. Boutros Boutros-Ghali, por haber alentado cálidamente mi visita. Estoy también agradecido a usted, Señor Presidente, por la cordial bienvenida con la que me ha acogido en esta eminente reunión. Saludo asimismo a todos ustedes, miembros de esta Asamblea General, y les expreso mi reconocimiento por su presencia y por su amable atención.

En el umbral de un nuevo milenio somos testigos de cómo aumenta de manera extraordinaria y global la búsqueda de libertad, que es una de las grandes dinámicas de la historia del hombre. Este fenómeno no se limita a una sola parte del mundo, ni es expresión de una única cultura. Al contrario, en cada rincón de la Tierra hombres y mujeres, aunque amenazados por la violencia, han afrontado el riesgo de la libertad, pidiendo que les fuera reconocido el espacio en la vida social, política y económica que les corresponde por su dignidad de personas libres. Esta búsqueda universal de libertad es verdaderamente una de las características que distinguen nuestro tiempo.

Es importante para nosotros comprender lo que podríamos llamar la estructura interior de este movimiento mundial. Una primera y fundamental clave de la misma nos la ofrece precisamente su carácter planetario, confirmando que existen realmente unos derechos humanos universales, enraizados en la naturaleza de la persona, en los cuales se reflejan las exigencias objetivas e imprescindibles de una ley moral universal. Lejos de ser afirmaciones abstractas, estos derechos nos dicen más bien algo importante sobre la vida concreta de cada hombre y de cada grupo social. Nos recuerdan también que no vivimos en un mundo irracional o sin sentido, sino que, por el contrario, hay una lógica moral que ilumina la existencia humana y hace posible el diálogo entre los hombres y entre los pueblos. Si queremos que un siglo de constricción violenta deje paso a un siglo de persuasión, debemos encontrar el camino para discutir, con un lenguaje comprensible y común, acerca del futuro del hombre. La ley moral universal, escrita en el corazón del hombre, es una especie de gramática que sirve al mundo para afrontar esta discusión sobre su mismo futuro.

Las dinámicas morales de la búsqueda universal de la libertad han aparecido claramente en Europa central y oriental con las revoluciones no violentas de 1989. Aquellos históricos acontecimientos, acaecidos en tiempos y lugares determinados, han ofrecido, no obstante, una lección que va más allá de los confines de un área geográfica específica. Las revoluciones no violentas de 1989 han demostrado que la búsqueda de la libertad es una exigencia ineludible que brota del reconocimiento de la inestimable dignidad y valor de la persona humana, y acompaña siempre el compromiso en su favor. El totalitarismo moderno ha sido, antes que nada, una agresión a la dignidad de la persona, una agresión que ha llegado incluso a la negación del valor inviolable de su vida. Las revoluciones de 1989 han sido posibles por el esfuerzo de hombres y mujeres valientes, que se inspiraban en una visión diversa y, en última instancia, más profunda y vigorosa: la visión del hombre como persona inteligente y libre, depositaria de un misterio que la transciende, dotada de la capacidad de reflexionar y de elegir y, por tanto, capaz de sabiduría y de virtud. Decisiva, para el éxito de aquellas revoluciones no violentas, fue la experiencia de la solidaridad social. Ante regímenes sostenidos por la fuerza de la propaganda y del terror, aquella solidaridad constituyó el núcleo moral del "poder de los no poderosos", fue una primicia de esperanza y es un aviso sobre la posibilidad que el hombre tiene de seguir, en su camino a lo largo de la historia, la vía de las más nobles aspiraciones del espíritu humano.

La búsqueda de la libertad en la segunda mitad del siglo XX ha comprometido no sólo a los individuos, sino también a las naciones. A 50 años del final de la segunda guerra mundial es importante recordar que aquel conflicto tuvo su origen en violaciones de los derechos de las naciones. Por desgracia, incluso después del final de la segunda guerra mundial los derechos de las naciones han continuado siendo violados. Por poner sólo algunos ejemplos, los Estados Bálticos y amplios territorios de Ucrania y Bielorrusia fueron absorbidos por la Unión Soviética, como había sucedido ya con Armenia, Azerbaiyán y Georgia en el Cáucaso.

Contemporáneamente, las llamadas "democracias populares" de Europa central y oriental perdieron de hecho su soberanía y se les exigió someterse a la voluntad que dominaba el bloque entero. El resultado de esta división artificial de Europa fue la "guerra fría", es decir, una situación de tensión internacional en la que la amenaza del holocausto nuclear estaba suspendida sobre la cabeza de la humanidad. Sólo cuando se restableció la libertad para las naciones de Europa central y oriental, la promesa de paz, que debería haber llegado con el final de la guerra, comenzó a concretarse para muchas de las víctimas de aquel conflicto.

La Declaración Universal de Derechos Humanos, adoptada en 1948, ha tratado de manera elocuente los derechos de las personas, pero todavía no hay un acuerdo internacional análogo que afronte de modo adecuado los derechos de las naciones. Se trata de una situación que debe ser considerada atentamente, por las urgentes cuestiones que conlleva acerca de la justicia y la libertad del mundo contemporáneo. Una reflexión sobre estos derechos ciertamente no es fácil, teniendo en cuenta la dificultad de definir el concepto mismo de nación, que no se identifica a priori y necesariamente con el de Estado. Es, sin embargo, una reflexión improrrogable si se quieren evitar los errores del pasado y tender a un orden mundial justo.

Presupuesto de los demás derechos de una nación es ciertamente su derecho a la existencia: nadie, pues -un Estado, otra nación o una organización internacional- puede pensar legítimamente que una nación no sea digna de existir. El derecho a la existencia implica naturalmente para cada nación, también el derecho a la propia lengua y cultura, mediante las cuales un pueblo expresa y promueve lo que llamaría su originaria "soberanía" espiritual. La historia demuestra que, en circunstancias extremas, como aquéllas que se han visto en la tierra donde he nacido, es precisamente su misma cultura lo que permite a una nación sobrevivir a la pérdida de la propia independencia política y económica. Toda nación tiene también, consiguientemente, derecho a modelar su vida según las propias tradiciones, excluyendo, naturalmente, toda violación de los derechos humanos fundamentales y, en particular, la opresión de las minorías. Cada nación tiene el derecho de constituir el propio futuro proporcionando a las generaciones más jóvenes una educación adecuada.

En los 17 años pasados, durante mis peregrinaciones pastorales entre las comunidades de la Iglesia católica, he podido entrar en diálogo con la rica diversidad de naciones y culturas de todas las partes del mundo. Desgraciadamente, el mundo debe aprender todavía a convivir con la diversidad, como nos han recordado dolorosamente los recientes acontecimientos en los Balcanes y en Africa central. La realidad de la "diferencia" y la peculiaridad del "otro" pueden sentirse a veces como un peso, incluso como una amenaza. El miedo a la "diferencia", alimentado por resentimientos de carácter histórico y exacerbado por las manipulaciones de personajes sin escrúpulos, puede llevar a la negación de la humanidad misma del "otro", con el resultado de que las personas entran en una espiral de violencia de la que nadie -ni siquiera los niños- se libra. Tales situaciones nos son hoy bien conocidas, y en mi corazón y en mis oraciones están presentes en este instante de modo especial los sufrimientos de las martirizadas poblaciones de Bosnia y Herzegovina.

Por amarga experiencia, por tanto, sabemos que el miedo a la "diferencia", especialmente cuando se expresa mediante un reductivo y excluyente nacionalismo que niega cualquier derecho al "otro", puede conducir a una verdadera pesadilla de violencia y de terror. Y sin embargo, si nos esforzamos en valorar las cosas con objetividad, podemos ver que, más allá de todas las diferencias que caracterizan a los individuos y los pueblos, hay una fundamental dimensión común, ya que varias culturas no son en realidad sino modos diversos de afrontar la cuestión del significado de la existencia personal. Precisamente aquí podemos identificar una fuente del respeto que es debido a cada cultura y a cada nación: toda cultura es un esfuerzo de reflexión sobre el misterio del mundo y, en particular, del hombre: es un modo de expresar la dimensión transcendente de la vida humana. El corazón de cada cultura está constituido por su acercamiento al más grande de los misterios: el misterio de Dios.

Por tanto, nuestro respeto por la cultura de los otros está basado en nuestro respeto por el esfuerzo que cada comunidad realiza para dar respuesta al problema de la vida humana. En este contexto, nos es posible constatar lo importante que es preservar el derecho fundamental a la libertad de religión y a la libertad de conciencia, como pilares esenciales de la estructura de los derechos humanos y fundamento de toda sociedad realmente libre. A nadie le está permitido conculcar estos derechos usando el poder coactivo para imponer una respuesta al misterio del hombre.

En este contexto, es necesario aclarar la divergencia esencial entre una forma peligrosa de nacionalismo, que predica el desprecio por las otras naciones o culturas, y el patriotismo, que es en cambio el justo amor por el propio país de origen. Un verdadero patriotismo nunca trata de promover el bien de la propia nación en perjuicio de otras. En efecto, esto terminaría por acarrear daño también a la propia nación, produciendo efectos perdiciosos tanto para el agresor como para la víctima. El nacionalismo, especialmente en sus expresiones más radicales, se opone por tanto al verdadero patriotismo, y hoy debemos empeñarnos en hacer que el nacionalismo exacerbado no continúe proponiendo con formas nuevas las aberraciones del totalitarismo.

La libertad es la medida de la dignidad y de la grandeza del hombre. Vivir la libertad que los individuos y los pueblos buscan es un gran desafío para el crecimiento espiritual del hombre y para la vitalidad moral de las naciones. La cuestión fundamental, que hoy todos debemos afrontar, es la del uso responsable de la libertad, tanto en su dimensión personal como social. Es necesario, por tanto, que nuestra reflexión se centre en la cuestión de la estructura moral de la libertad, que es la arquitectura interior de la cultura de la libertad.

La libertad no es simplemente ausencia de tiranía o de opresión, ni es licencia para hacer todo lo que se quiera. La libertad posee una lógica interna que la cualifica y la ennoblece: está ordenada a la verdad y se realiza en la búsqueda y en el cumplimiento de la verdad. Separada de la verdad de la persona humana, la libertad decae en la vida individual en libertinaje y en la vida política en la arbitrariedad de los más fuertes y en la arrogancia del poder. Por eso, lejos de ser una limitación o amenaza a la libertad, la referencia a la verdad sobre el hombre -verdad que puede ser conocida universalmente gracias a la ley moral inscrita en el corazón de cada uno- es, en realidad, la garantía del futuro de la libertad.

Bajo esta perspectiva se entiende que el utilitarismo, doctrina que define la moralidad no en base a lo que es bueno sino en base a lo que aporta una ventaja, sea una amenaza a la libertad de los individuos y de las naciones e impida la construcción de una verdadera cultura de la libertad. El utilitarismo tiene consecuencias políticas a menudo devastadoras, porque inspira un nacionalismo agresivo, en base al cual el someter a una nación más pequeña o más débil, por ejemplo, es considerado como un bien simplemente porque responde a los intereses nacionales. No menos graves son las consecuencias del utilitarismo económico, que lleva a los países más fuertes a condicionar a los más débiles y a aprovecharse de ellos.

A veces el utilitarismo nacionalista y el económico se combinan, un fenómeno que ha caracterizado con suma frecuencia las relaciones entre el Norte y el Sur. Para las naciones en vías de desarrollo, el alcanzar la independencia política a menudo ha comportado de hecho una dependencia económica de otros países. Semejantes situaciones ofenden la conciencia de la humanidad y plantean un formidable desafío moral a la familia humana.

Es necesario que en el panorama económico internacional se imponga una ética de la solidaridad, si se quiere que la participación, el crecimiento económico y una justa distribución de los bienes caractericen el futuro de la humanidad. La cooperación internacional, auspiciada por la Carta de las Naciones Unidas

"en la solución de problemas internacionales de carácter económico, social, cultural o humanitario",

no puede ser concebida exclusivamente como ayuda o asistencia, o incluso mirando a las ventajas de contrapartida por los recursos puestos a disposición. Cuando millones de personas sufren la pobreza -que significa hambre, desnutrición, enfermedad, analfabetismo y miseria- debemos no sólo recordar que nadie tiene derecho a explotar a otro en beneficio propio, sino también y sobre todo reafirmar nuestro compromiso con la solidaridad que permite a los otros vivir en las circunstancias económicas y políticas concretas, y nuestro compromiso con la creatividad, que es una característica de la persona humana y que hace posible la riqueza de las naciones en el mundo actual.

Ante estos enormes desafíos, ¿cómo no reconocer el papel que corresponde a las Naciones Unidas? Es necesario que las Naciones Unidas se eleven cada vez más de la fría condición de institución -de tipo administrativo a la de centro moral, en el que todas las naciones del mundo se sientan como en su casa, desarrollando la conciencia común de ser, por así decir, una familia de naciones. El concepto de "familia" evoca inmediatamente algo que va más allá de las simples relaciones funcionales o de la mera convergencia de intereses. La familia es, por su naturaleza, una comunidad fundada en la confianza recíproca, en el apoyo mutuo y en el respeto sincero. En una auténtica familia no existe el dominio de los fuertes; al contrario, los miembros más débiles son, precisamente por su debilidad, doblemente acogidos y ayudados.

Son éstos, trasladados al nivel de la familia de las naciones, los sentimientos que deben construir, antes aún del mero derecho, las relaciones entre los pueblos. Las Naciones Unidas tienen el cometido histórico, quizás epocal, de favorecer este salto de cualidad de la vida internacional, no solo actuando como centro de mediación eficaz para la solución de los conflictos, sino también promoviendo aquellas actitudes, valores e iniciativas concretas de solidaridad que sean capaces de elevar las relaciones entre las naciones desde el nivel organizativo al, por así decir, orgánico; desde la simple existencia con, a la existencia para los otros, en un fecundo intercambio de dones, ventajoso sobre todo para las naciones más débiles pero en definitiva favorecedor de bienestar para todos.

Que todo esto no parezca una utopía irrealizable. Es la hora de una nueva esperanza, que nos exige quitar del futuro de la política y de la vida de los hombres la hipoteca paralizante del cinismo. Nos invita a esto precisamente el aniversario que estamos celebrando, proponiéndonos de nuevo, con la idea de las "naciones unidas", una idea que habla elocuentemente de mutua confianza, de seguridad y solidaridad. Inspirados por el ejemplo de cuantos han asumido el riesgo de la libertad, ¿podríamos nosotros no acoger también el riesgo de la solidaridad y, por tanto, el riesgo de la paz?

Una de las mayores paradojas de nuestro tiempo es que el hombre, que ha iniciado el período que llamamos la "modernidad" con una segura afirmación de la propia madurez y autonomía, se aproxima al final del siglo XX con miedo de sí mismo, asustado por lo que él mismo es capaz de hacer, asustado ante el futuro. En realidad, la segunda mitad del siglo XX ha visto el fenómeno sin precedentes de una humanidad incierta respecto a la posibilidad misma de que haya un futuro, debido a la amenaza de una guerra nuclear. Aquel peligro, gracias a Dios, parece haberse alejado- y es necesario alejar con firmeza, a nivel universal, todo lo que lo pueda volver a acercar, si no reactivar-, pero permanece sin embargo el miedo por el futuro y del futuro.

Para que el milenio que está ya a las puertas pueda ser testigo de un nuevo auge del espíritu humano, favorecido por una auténtica cultura de la libertad, la humanidad debe aprender a vencer el miedo. Debemos aprender a no tener miedo, recuperando un espíritu de esperanza y confianza. La esperanza no es un vano optimismo, dictado por la confianza ingenua de que el futuro es necesariamente mejor que el pasado. Esperanza y confianza son la premisa de una actuación responsable y tienen su apoyo en el íntimo santuario de la conciencia, donde "el hombre está solo con Dios" y por eso mismo intuye que no está solo entre los enigmas de la existencia, porque está acompañado por el amor del Creador.

Esperanza y confianza podrían parecer argumentos que van más allá de los fines de las Naciones Unidas. En realidad no es así, porque las acciones políticas de las naciones, argumento principal de las preocupaciones de vuestra Organización, siempre tienen que ver también con la dimensión trascendente y espiritual de la experiencia humana, y no podrían ignorarla sin perjudicar a la causa del hombre y de la libertad humana. Todo lo que empequeñece al hombre daña la causa de la libertad. Para recuperar nuestra esperanza y confianza al final de este siglo de sufrimientos, debemos recuperar la visión del horizonte trascendente de posibilidades al cual tiende el de espíritu humano.

Como cristiano, además, no puedo no testimoniar que mi esperanza y ni confianza se fundan en Jesucristo, de cuyo nacimiento se celebrarán los 2000 años al alba del nuevo milenio. Nosotros, los cristianos, creemos que en su muerte y su resurrección han sido plenamente revelados el amor de Dios y su solicitud por toda la creación. Jesucristo es para nosotros Dios hecho hombre, que ha entrado en la historia de la humanidad. Precisamente por esto la esperanza cristiana respecto al mundo y su futuro se extiende a cada persona humana. No hay nada auténticamente humano que no tenga eco en el corazón de los cristianos. Por tanto, mientras nos acercamos al bimilenario del nacimiento de Cristo, la Iglesia no pide más que poder proponer respetuosamente este mensaje de la salvación y promover, con espíritu de caridad y servicio, la solidaridad de toda la familia humana.

Debemos vencer nuestro miedo del futuro. Pero no podemos vencerlo del todo si no es juntos. La respuesta a aquel miedo no es la coacción, ni la represión o la imposición de un único modelo social al mundo entero. La respuesta al miedo que ofusca la existencia humana al final del siglo es el esfuerzo común por construir la civilización del amor, fundada en los valores universales de la paz, de la solidaridad, de la justicia y de la libertad. Y el alma de la civilización del amor es la cultura de la libertad: la libertad de los individuos y de las naciones, vivida en una solidaridad y responsabilidad oblativas.

No debemos tener miedo del futuro. No debemos tener miedo del hombre. No es casualidad que nos encontremos aquí. Cada persona ha sido creada a imagen y semejanza de Aquél que es el origen de todo lo que existe. Tenemos en nosotros la capacidad de sabiduría y de virtud. Con estos dones, con la ayuda de la gracia de Dios, podemos construir en el siglo que está por llegar y para el próximo milenio una civilización digna de la persona humana, una verdadera cultura de la libertad. ¡Podemos y debemos hacerlo! Y, haciéndolo, podremos danlos cuenta de que las lágrimas de este siglo han preparado el terreno para una nueva primavera del espíritu humano.

Quisiera dar un pequeño saludo en árabe y chino.

Que las Naciones Unidas contribuyan a la construcción la paz y la prosperidad genuinas de la familia humana.

Deseo que todos los pueblos del mundo vivan en libertad, paz y coexistencia.

Que todos vivan con dignidad, libertad y una paz genuina.