Discurso
de Su Santidad el Papa Juan Pablo II con motivo del 50º
Aniversario
de las Naciones Unidas
Es un
Honor para mi tomar la palabra en esta Asamblea de los Pueblos, para celebrar
con los hombres y mujeres de todos los países, razas, lenguas y culturas, los
50 años de la fundación de las Naciones Unidas.
Expresó un
profundo agradecimiento, en primer lugar, al Secretario General, Sr. Boutros
Boutros-Ghali, por haber alentado cálidamente mi visita. Estoy también
agradecido a usted, Señor Presidente, por la cordial bienvenida con la que me
ha acogido en esta eminente reunión. Saludo asimismo a todos ustedes, miembros
de esta Asamblea General, y les expreso mi reconocimiento por su presencia y
por su amable atención.
En el
umbral de un nuevo milenio somos testigos de cómo aumenta de manera extraordinaria
y global la búsqueda de libertad, que es una de las grandes dinámicas de la
historia del hombre. Este fenómeno no se limita a una sola parte del mundo, ni
es expresión de una única cultura. Al contrario, en cada rincón de la Tierra
hombres y mujeres, aunque amenazados por la violencia, han afrontado el riesgo
de la libertad, pidiendo que les fuera reconocido el espacio en la vida social,
política y económica que les corresponde por su dignidad de personas libres.
Esta búsqueda universal de libertad es verdaderamente una de las
características que distinguen nuestro tiempo.
Es
importante para nosotros comprender lo que podríamos llamar la estructura
interior de este movimiento mundial. Una primera y fundamental clave de la
misma nos la ofrece precisamente su carácter planetario, confirmando que
existen realmente unos derechos humanos universales, enraizados en la
naturaleza de la persona, en los cuales se reflejan las exigencias objetivas e
imprescindibles de una ley moral universal. Lejos de ser afirmaciones
abstractas, estos derechos nos dicen más bien algo importante sobre la vida
concreta de cada hombre y de cada grupo social. Nos recuerdan también que no
vivimos en un mundo irracional o sin sentido, sino que, por el contrario, hay
una lógica moral que ilumina la existencia humana y hace posible el diálogo
entre los hombres y entre los pueblos. Si queremos que un siglo de constricción
violenta deje paso a un siglo de persuasión, debemos encontrar el camino para
discutir, con un lenguaje comprensible y común, acerca del futuro del hombre.
La ley moral universal, escrita en el corazón del hombre, es una especie de
gramática que sirve al mundo para afrontar esta discusión sobre su mismo
futuro.
Las
dinámicas morales de la búsqueda universal de la libertad han aparecido
claramente en Europa central y oriental con las revoluciones no violentas de
1989. Aquellos históricos acontecimientos, acaecidos en tiempos y lugares
determinados, han ofrecido, no obstante, una lección que va más allá de los
confines de un área geográfica específica. Las revoluciones no violentas de
1989 han demostrado que la búsqueda de la libertad es una exigencia ineludible
que brota del reconocimiento de la inestimable dignidad y valor de la persona
humana, y acompaña siempre el compromiso en su favor. El totalitarismo moderno
ha sido, antes que nada, una agresión a la dignidad de la persona, una agresión
que ha llegado incluso a la negación del valor inviolable de su vida. Las
revoluciones de 1989 han sido posibles por el esfuerzo de hombres y mujeres
valientes, que se inspiraban en una visión diversa y, en última instancia, más
profunda y vigorosa: la visión del hombre como persona inteligente y libre,
depositaria de un misterio que la transciende, dotada de la capacidad de
reflexionar y de elegir y, por tanto, capaz de sabiduría y de virtud. Decisiva,
para el éxito de aquellas revoluciones no violentas, fue la experiencia de la
solidaridad social. Ante regímenes sostenidos por la fuerza de la propaganda y
del terror, aquella solidaridad constituyó el núcleo moral del "poder de
los no poderosos", fue una primicia de esperanza y es un aviso sobre la
posibilidad que el hombre tiene de seguir, en su camino a lo largo de la
historia, la vía de las más nobles aspiraciones del espíritu humano.
La
búsqueda de la libertad en la segunda mitad del siglo XX ha comprometido no
sólo a los individuos, sino también a las naciones. A 50 años del final de la
segunda guerra mundial es importante recordar que aquel conflicto tuvo su
origen en violaciones de los derechos de las naciones. Por desgracia, incluso
después del final de la segunda guerra mundial los derechos de las naciones han
continuado siendo violados. Por poner sólo algunos ejemplos, los Estados
Bálticos y amplios territorios de Ucrania y Bielorrusia fueron absorbidos por
la Unión Soviética, como había sucedido ya con Armenia, Azerbaiyán y Georgia en
el Cáucaso.
Contemporáneamente,
las llamadas "democracias populares" de Europa central y oriental
perdieron de hecho su soberanía y se les exigió someterse a la voluntad que
dominaba el bloque entero. El resultado de esta división artificial de Europa
fue la "guerra fría", es decir, una situación de tensión
internacional en la que la amenaza del holocausto nuclear estaba suspendida
sobre la cabeza de la humanidad. Sólo cuando se restableció la libertad para
las naciones de Europa central y oriental, la promesa de paz, que debería haber
llegado con el final de la guerra, comenzó a concretarse para muchas de las
víctimas de aquel conflicto.
La
Declaración Universal de Derechos Humanos, adoptada en 1948, ha tratado de
manera elocuente los derechos de las personas, pero todavía no hay un acuerdo
internacional análogo que afronte de modo adecuado los derechos de las
naciones. Se trata de una situación que debe ser considerada atentamente, por
las urgentes cuestiones que conlleva acerca de la justicia y la libertad del
mundo contemporáneo. Una reflexión sobre estos derechos ciertamente no es
fácil, teniendo en cuenta la dificultad de definir el concepto mismo de nación,
que no se identifica a priori y necesariamente con el de Estado. Es, sin
embargo, una reflexión improrrogable si se quieren evitar los errores del
pasado y tender a un orden mundial justo.
Presupuesto
de los demás derechos de una nación es ciertamente su derecho a la existencia:
nadie, pues -un Estado, otra nación o una organización internacional- puede
pensar legítimamente que una nación no sea digna de existir. El derecho a la
existencia implica naturalmente para cada nación, también el derecho a la
propia lengua y cultura, mediante las cuales un pueblo expresa y promueve lo
que llamaría su originaria "soberanía" espiritual. La historia
demuestra que, en circunstancias extremas, como aquéllas que se han visto en la
tierra donde he nacido, es precisamente su misma cultura lo que permite a una
nación sobrevivir a la pérdida de la propia independencia política y económica.
Toda nación tiene también, consiguientemente, derecho a modelar su vida según
las propias tradiciones, excluyendo, naturalmente, toda violación de los
derechos humanos fundamentales y, en particular, la opresión de las minorías.
Cada nación tiene el derecho de constituir el propio futuro proporcionando a
las generaciones más jóvenes una educación adecuada.
En los 17
años pasados, durante mis peregrinaciones pastorales entre las comunidades de
la Iglesia católica, he podido entrar en diálogo con la rica diversidad de
naciones y culturas de todas las partes del mundo. Desgraciadamente, el mundo
debe aprender todavía a convivir con la diversidad, como nos han recordado
dolorosamente los recientes acontecimientos en los Balcanes y en Africa
central. La realidad de la "diferencia" y la peculiaridad del
"otro" pueden sentirse a veces como un peso, incluso como una amenaza.
El miedo a la "diferencia", alimentado por resentimientos de carácter
histórico y exacerbado por las manipulaciones de personajes sin escrúpulos,
puede llevar a la negación de la humanidad misma del "otro", con el
resultado de que las personas entran en una espiral de violencia de la que
nadie -ni siquiera los niños- se libra. Tales situaciones nos son hoy bien
conocidas, y en mi corazón y en mis oraciones están presentes en este instante
de modo especial los sufrimientos de las martirizadas poblaciones de Bosnia y
Herzegovina.
Por amarga
experiencia, por tanto, sabemos que el miedo a la "diferencia",
especialmente cuando se expresa mediante un reductivo y excluyente nacionalismo
que niega cualquier derecho al "otro", puede conducir a una verdadera
pesadilla de violencia y de terror. Y sin embargo, si nos esforzamos en valorar
las cosas con objetividad, podemos ver que, más allá de todas las diferencias
que caracterizan a los individuos y los pueblos, hay una fundamental dimensión
común, ya que varias culturas no son en realidad sino modos diversos de
afrontar la cuestión del significado de la existencia personal. Precisamente
aquí podemos identificar una fuente del respeto que es debido a cada cultura y
a cada nación: toda cultura es un esfuerzo de reflexión sobre el misterio del
mundo y, en particular, del hombre: es un modo de expresar la dimensión
transcendente de la vida humana. El corazón de cada cultura está constituido
por su acercamiento al más grande de los misterios: el misterio de Dios.
Por tanto,
nuestro respeto por la cultura de los otros está basado en nuestro respeto por
el esfuerzo que cada comunidad realiza para dar respuesta al problema de la
vida humana. En este contexto, nos es posible constatar lo importante que es
preservar el derecho fundamental a la libertad de religión y a la libertad de
conciencia, como pilares esenciales de la estructura de los derechos humanos y
fundamento de toda sociedad realmente libre. A nadie le está permitido
conculcar estos derechos usando el poder coactivo para imponer una respuesta al
misterio del hombre.
En este
contexto, es necesario aclarar la divergencia esencial entre una forma
peligrosa de nacionalismo, que predica el desprecio por las otras naciones o
culturas, y el patriotismo, que es en cambio el justo amor por el propio país
de origen. Un verdadero patriotismo nunca trata de promover el bien de la
propia nación en perjuicio de otras. En efecto, esto terminaría por acarrear
daño también a la propia nación, produciendo efectos perdiciosos tanto para el
agresor como para la víctima. El nacionalismo, especialmente en sus expresiones
más radicales, se opone por tanto al verdadero patriotismo, y hoy debemos
empeñarnos en hacer que el nacionalismo exacerbado no continúe proponiendo con
formas nuevas las aberraciones del totalitarismo.
La
libertad es la medida de la dignidad y de la grandeza del hombre. Vivir la
libertad que los individuos y los pueblos buscan es un gran desafío para el
crecimiento espiritual del hombre y para la vitalidad moral de las naciones. La
cuestión fundamental, que hoy todos debemos afrontar, es la del uso responsable
de la libertad, tanto en su dimensión personal como social. Es necesario, por
tanto, que nuestra reflexión se centre en la cuestión de la estructura moral de
la libertad, que es la arquitectura interior de la cultura de la libertad.
La
libertad no es simplemente ausencia de tiranía o de opresión, ni es licencia
para hacer todo lo que se quiera. La libertad posee una lógica interna que la
cualifica y la ennoblece: está ordenada a la verdad y se realiza en la búsqueda
y en el cumplimiento de la verdad. Separada de la verdad de la persona humana,
la libertad decae en la vida individual en libertinaje y en la vida política en
la arbitrariedad de los más fuertes y en la arrogancia del poder. Por eso,
lejos de ser una limitación o amenaza a la libertad, la referencia a la verdad
sobre el hombre -verdad que puede ser conocida universalmente gracias a la ley
moral inscrita en el corazón de cada uno- es, en realidad, la garantía del
futuro de la libertad.
Bajo esta
perspectiva se entiende que el utilitarismo, doctrina que define la moralidad
no en base a lo que es bueno sino en base a lo que aporta una ventaja, sea una
amenaza a la libertad de los individuos y de las naciones e impida la
construcción de una verdadera cultura de la libertad. El utilitarismo tiene
consecuencias políticas a menudo devastadoras, porque inspira un nacionalismo
agresivo, en base al cual el someter a una nación más pequeña o más débil, por
ejemplo, es considerado como un bien simplemente porque responde a los
intereses nacionales. No menos graves son las consecuencias del utilitarismo
económico, que lleva a los países más fuertes a condicionar a los más débiles y
a aprovecharse de ellos.
A veces el
utilitarismo nacionalista y el económico se combinan, un fenómeno que ha
caracterizado con suma frecuencia las relaciones entre el Norte y el Sur. Para
las naciones en vías de desarrollo, el alcanzar la independencia política a
menudo ha comportado de hecho una dependencia económica de otros países.
Semejantes situaciones ofenden la conciencia de la humanidad y plantean un
formidable desafío moral a la familia humana.
Es
necesario que en el panorama económico internacional se imponga una ética de la
solidaridad, si se quiere que la participación, el crecimiento económico y una
justa distribución de los bienes caractericen el futuro de la humanidad. La
cooperación internacional, auspiciada por la Carta de las Naciones Unidas
"en
la solución de problemas internacionales de carácter económico, social,
cultural o humanitario",
no puede
ser concebida exclusivamente como ayuda o asistencia, o incluso mirando a las
ventajas de contrapartida por los recursos puestos a disposición. Cuando
millones de personas sufren la pobreza -que significa hambre, desnutrición,
enfermedad, analfabetismo y miseria- debemos no sólo recordar que nadie tiene
derecho a explotar a otro en beneficio propio, sino también y sobre todo
reafirmar nuestro compromiso con la solidaridad que permite a los otros vivir
en las circunstancias económicas y políticas concretas, y nuestro compromiso
con la creatividad, que es una característica de la persona humana y que hace
posible la riqueza de las naciones en el mundo actual.
Ante estos
enormes desafíos, ¿cómo no reconocer el papel que corresponde a las Naciones
Unidas? Es necesario que las Naciones Unidas se eleven cada vez más de la fría
condición de institución -de tipo administrativo a la de centro moral, en el
que todas las naciones del mundo se sientan como en su casa, desarrollando la
conciencia común de ser, por así decir, una familia de naciones. El concepto de
"familia" evoca inmediatamente algo que va más allá de las simples
relaciones funcionales o de la mera convergencia de intereses. La familia es,
por su naturaleza, una comunidad fundada en la confianza recíproca, en el apoyo
mutuo y en el respeto sincero. En una auténtica familia no existe el dominio de
los fuertes; al contrario, los miembros más débiles son, precisamente por su
debilidad, doblemente acogidos y ayudados.
Son éstos,
trasladados al nivel de la familia de las naciones, los sentimientos que deben
construir, antes aún del mero derecho, las relaciones entre los pueblos. Las
Naciones Unidas tienen el cometido histórico, quizás epocal, de favorecer este
salto de cualidad de la vida internacional, no solo actuando como centro de
mediación eficaz para la solución de los conflictos, sino también promoviendo
aquellas actitudes, valores e iniciativas concretas de solidaridad que sean
capaces de elevar las relaciones entre las naciones desde el nivel organizativo
al, por así decir, orgánico; desde la simple existencia con, a la existencia
para los otros, en un fecundo intercambio de dones, ventajoso sobre todo para
las naciones más débiles pero en definitiva favorecedor de bienestar para
todos.
Que todo
esto no parezca una utopía irrealizable. Es la hora de una nueva esperanza, que
nos exige quitar del futuro de la política y de la vida de los hombres la
hipoteca paralizante del cinismo. Nos invita a esto precisamente el aniversario
que estamos celebrando, proponiéndonos de nuevo, con la idea de las
"naciones unidas", una idea que habla elocuentemente de mutua
confianza, de seguridad y solidaridad. Inspirados por el ejemplo de cuantos han
asumido el riesgo de la libertad, ¿podríamos nosotros no acoger también el
riesgo de la solidaridad y, por tanto, el riesgo de la paz?
Una de las
mayores paradojas de nuestro tiempo es que el hombre, que ha iniciado el
período que llamamos la "modernidad" con una segura afirmación de la
propia madurez y autonomía, se aproxima al final del siglo XX con miedo de sí
mismo, asustado por lo que él mismo es capaz de hacer, asustado ante el futuro.
En realidad, la segunda mitad del siglo XX ha visto el fenómeno sin precedentes
de una humanidad incierta respecto a la posibilidad misma de que haya un
futuro, debido a la amenaza de una guerra nuclear. Aquel peligro, gracias a
Dios, parece haberse alejado- y es necesario alejar con firmeza, a nivel
universal, todo lo que lo pueda volver a acercar, si no reactivar-, pero
permanece sin embargo el miedo por el futuro y del futuro.
Para que
el milenio que está ya a las puertas pueda ser testigo de un nuevo auge del
espíritu humano, favorecido por una auténtica cultura de la libertad, la
humanidad debe aprender a vencer el miedo. Debemos aprender a no tener miedo,
recuperando un espíritu de esperanza y confianza. La esperanza no es un vano
optimismo, dictado por la confianza ingenua de que el futuro es necesariamente
mejor que el pasado. Esperanza y confianza son la premisa de una actuación
responsable y tienen su apoyo en el íntimo santuario de la conciencia, donde
"el hombre está solo con Dios" y por eso mismo intuye que no está
solo entre los enigmas de la existencia, porque está acompañado por el amor del
Creador.
Esperanza
y confianza podrían parecer argumentos que van más allá de los fines de las
Naciones Unidas. En realidad no es así, porque las acciones políticas de las
naciones, argumento principal de las preocupaciones de vuestra Organización, siempre
tienen que ver también con la dimensión trascendente y espiritual de la
experiencia humana, y no podrían ignorarla sin perjudicar a la causa del hombre
y de la libertad humana. Todo lo que empequeñece al hombre daña la causa de la
libertad. Para recuperar nuestra esperanza y confianza al final de este siglo
de sufrimientos, debemos recuperar la visión del horizonte trascendente de
posibilidades al cual tiende el de espíritu humano.
Como
cristiano, además, no puedo no testimoniar que mi esperanza y ni confianza se
fundan en Jesucristo, de cuyo nacimiento se celebrarán los 2000 años al alba
del nuevo milenio. Nosotros, los cristianos, creemos que en su muerte y su
resurrección han sido plenamente revelados el amor de Dios y su solicitud por
toda la creación. Jesucristo es para nosotros Dios hecho hombre, que ha entrado
en la historia de la humanidad. Precisamente por esto la esperanza cristiana
respecto al mundo y su futuro se extiende a cada persona humana. No hay nada
auténticamente humano que no tenga eco en el corazón de los cristianos. Por
tanto, mientras nos acercamos al bimilenario del nacimiento de Cristo, la
Iglesia no pide más que poder proponer respetuosamente este mensaje de la
salvación y promover, con espíritu de caridad y servicio, la solidaridad de
toda la familia humana.
Debemos
vencer nuestro miedo del futuro. Pero no podemos vencerlo del todo si no es
juntos. La respuesta a aquel miedo no es la coacción, ni la represión o la
imposición de un único modelo social al mundo entero. La respuesta al miedo que
ofusca la existencia humana al final del siglo es el esfuerzo común por
construir la civilización del amor, fundada en los valores universales de la
paz, de la solidaridad, de la justicia y de la libertad. Y el alma de la
civilización del amor es la cultura de la libertad: la libertad de los
individuos y de las naciones, vivida en una solidaridad y responsabilidad
oblativas.
No debemos
tener miedo del futuro. No debemos tener miedo del hombre. No es casualidad que
nos encontremos aquí. Cada persona ha sido creada a imagen y semejanza de Aquél
que es el origen de todo lo que existe. Tenemos en nosotros la capacidad de
sabiduría y de virtud. Con estos dones, con la ayuda de la gracia de Dios,
podemos construir en el siglo que está por llegar y para el próximo milenio una
civilización digna de la persona humana, una verdadera cultura de la libertad.
¡Podemos y debemos hacerlo! Y, haciéndolo, podremos danlos cuenta de que las
lágrimas de este siglo han preparado el terreno para una nueva primavera del
espíritu humano.
Quisiera
dar un pequeño saludo en árabe y chino.
Que las
Naciones Unidas contribuyan a la construcción la paz y la prosperidad genuinas
de la familia humana.
Deseo que
todos los pueblos del mundo vivan en libertad, paz y coexistencia.
Que todos
vivan con dignidad, libertad y una paz genuina.