Recordando
el Plan Marshall
«Hoy podemos percibir el éxito del Plan Marshall, tanto en las naciones
que él ayudó a reconstruir, como en las relaciones que él ayudó a redefinir.
Porque el Plan Marshall transformó el modo de relacionarse de América con
Europa y, haciendo esto, transformó también el modo en que las naciones europeas
habrían de relacionarse entre sí».
Presidente William J.
Clinton, 28-5-97.
A
grandes problemas, grandes soluciones
Acaban
de cumplirse cincuenta años de la puesta en marcha de un exitoso emprendimiento
económico, probablemente el de mayor envergadura que haya acometido una nación
en tiempos de paz, y de enormes consecuencias en el ámbito de las relaciones
internacionales: el Programa de Recuperación Europea, popularmente conocido
como «Plan Marshall», por el nombre del general que lo concibió.
Corría
junio de 1947 cuando George Marshall, secretario de Estado del presidente
norteamericano Harry S. Truman, concurrió a la Universidad de Harvard para
recibir un título honorario y aprovechó esa ocasión para anunciar el lanzamiento
de un vasto programa de ayuda destinado a salvar a Europa de la desesperante
crisis económica que la estaba asfixiando.
La
Europa de posguerra estaba en ruinas. Escaseaban el combustible y los alimentos.
La producción alemana apenas sobrepasaba la tercera parte de sus niveles de
1938, los países ocupados tenían reducida en un tercio su producción y varios
de ellos estaban al borde de la quiebra.
Una
Europa empobrecida era un problema para el comercio y las finanzas norteamericanas,
especialmente a fines de los años cuarenta, cuando tan reciente estaba el
recuerdo de la Depresión, sólo vencida por el esfuerzo económico de la Segunda
Guerra Mundial. La maquinaria productiva americana, lanzada a todo gas durante
la guerra, necesitaba un socio y cliente competitivo.
Además,
Truman temía que esa inestabilidad económica arrojara al viejo continente
a los brazos de los partidos comunistas, riesgo especialmente cierto en Francia
e Italia, donde sus partidarios eran numerosos, estaban bien entrenados y
tenían gran peso político y cultural.
El
movimiento comunista mundial, por su unidad, disciplina y obediencia a Moscú,
causaba más temores entre los líderes norteamericanos que la posibilidad de
un ataque soviético a Europa. Y el riesgo de que cualquier país occidental
o Japón pudiera caer, por medio de penetración ideológico-política, en manos
del comunismo internacional, era considerado un peligro tan grave como el
que hubiera constituido una victoria alemana en la Segunda Guerra.
El
camino para evitarlo pasaba por conjurar la miseria del continente, ampliando
su clase media y apuntalando el desarrollo de la empresa privada. Una Europa
próspera e integrada serviría, además, para equilibrar el poder soviético.
Fortalecer las «formas democráticas» también figuraba en los planes, siempre
y cuando estas se adaptaran al gusto norteamericano: sin partidos comunistas
fuertes.
El
Plan fue deliberadamente presentado como un ofrecimiento a todas las naciones
europeas, fuesen o no comunistas. Pero, por muy atractiva que pudiese resultar
para los soviéticos, aquella ayuda llevaba implícito un germen de intervencionismo
capitalista que Moscú no podía aceptar. De allí provino su negativa, y la
presión para que Checoslovaquia, Polonia y otros satélites se mantuvieran
al margen. Los vínculos fascistas del franquismo también dejaron a España
fuera del proyecto.
Ayúdate,
que yo te ayudaré
Finalmente,
los beneficiarios fueron dieciséis países de Europa occidental, comenzando
por el Reino Unido, Francia e Italia. La operación se inauguró en abril de
1948 (comezaría a funcionar en julio), y se extendió hasta 1952. Consistió
en un entramado de préstamos a bajo interés, ayudas a fondo perdido y ventajosos
acuerdos comerciales que alcanzaron un total de unos trece millones de dólares
que, calculados al poder de compra de 1997, equivaldrían a unos 200.000 millones
de la misma moneda.
La
Europa occidental, alimentada por los dólares del Plan, e integrada a una
red comercial del Atlántico Norte, experimentó un crecimiento económico deslumbrante:
en cuatro años su producción industrial aumentó en un 40% y el producto nacional
bruto de los países participantes se incrementó en un 32%. En la Europa oriental,
en cambio, se reforzaron los controles comunistas que causarían, al cabo,
su propia asfixia.
Es
allí donde debe buscarse la explicación del «milagro europeo» y, consecuentemente,
de la «correlación de fuerzas» sistemáticamente desigual, que terminaría por
postrar al bloque socialista a los pies de los Estados Unidos cuarenta años
más tarde.
Ya
en el discurso ante el Congreso (marzo de 1947), Truman había formulado su
conocida doctrina, trazando la imagen de un mundo bipolar en el que carecía
de sentido la idea de una Europa autónoma no sometida al liderazgo norteamericano.
El Plan Marshall resultó ser el instrumento apropiado de intervención que
dicha doctrina requería, y más fácil de imponer, por su atractivo ropaje altruista.
La
«ayuda» llegó acompañada de múltiples exigencias que hicieron recordar a los
europeos que los tiempos de la autonomía se habían acabado. La primera de
ellas fue la eliminación de ministros comunistas en los gobiernos de coalición
italiano y francés, una operación que se puso en marcha en la primavera de
1947 y que a comienzos de 1948 estaba prácticamente concluida.
El
Plan también abrió la puerta a acuerdos bilaterales que permitieron a los
norteamericanos intervenir directamente en la economía de cada uno de los
países participantes por medio de concesiones, trato preferencial, imposiciones
al comercio exterior y ajustes financieros. A través de la ECA (Economic Cooperation
Administration), organismo americano encargado de administrar el Plan, se
especificaba incluso de cuales países podían los europeos importar mercaderías
con los dólares recibidos.
Pero
sobre las demás exigencias había una, fundada tanto en razones técnicas como
políticas, que parecía especialmente ambiciosa a mediados de 1947: la unidad
europea. Sería posible superar los antiguos y recientes enfrentamientos que
habían ensangrentado a estados y pueblos vecinos?
Los
americanos estaban interesados en el restablecimiento de la economía alemana,
pero sabían que el mismo entrañaba riesgos. Por eso concibieron un programa
de reconstrucción que incluyera a Europa, con Alemania integrada en un sistema
occidental. De ese modo la unidad europea sería un medio de controlar hábilmente
a Alemania.
Por
otro lado, los norteamericanos querían que la parte occidental del continente
estuviera libre de trabas económicas. Con este espíritu se creó en abril de
1948 la OECE, Organización Europea de Cooperación Económica, destinada a canalizar
la ayuda del Plan Marshall. Pero, contrariamente a lo esperado, los europeos
hicieron de ella una organización de cooperación, no de integración.
La
búsqueda de la unidad orgánica se concentraría más tarde a través de otras
organizaciones, como la CECA, la CED, APE, Euratom y el Mercado Común. Sin
embargo la OECE, organización europea del Plan Marshall, hizo un trabajo notable
para fundar «en el bronce» las bases del crecimiento capitalista de Europa
y para multilateralizar los intercambios y los pagos.
El
Plan allanó el camino de la reconciliación allí donde aún había llagas abiertas
por antiguas y dolorosas disputas.
Cómo
satisfacer a todos?
Por
otro lado, en el marco de las tensiones surgidas entre los aliados sobre el
final de la Gran Contienda, el Plan obró como el detonante de la Guerra Fría:
la crisis de Berlín, la hostilidad creciente y, al cabo, la implantación de
la Cortina de Hierro con sus múltiples y conocidas consecuencias, se dispararon
a partir de la implementación del Plan.
Todo
empezó con la inclusión de Alemania entre los estados beneficiarios. Mientras
las autoridades soviéticas lo vetaron en su zona de ocupación, los angloamericanos
y franceses lo incorporaron a la suya, lo que implicaba la refundación del
Deutschmark como nueva moneda alemana. A partir de ese momento, Alemania quedó
dividida de hecho en dos mitades, cada una con una dinámica económica diferente.
Cuando
los soviéticos pidieron información sobre la reforma monetaria que los occidentales
pensaban aplicar en su zona, estos se negaron a brindarla, lo que hizo colapsar
la Comisión de Control interaliada (encargada del gobierno conjunto de los
territorios alemanes) dando origen a la crisis de Berlín y posterior división
alemana por medio del emblemático muro.
Estos
hechos, sumados al inicio de la Guerra de Corea en 1950, condujeron a la militarización
de la ayuda, que a partir de 1951 se orientó en forma preponderante a rearmar
a Occidente ante eventuales enfrentamientos con el bloque soviético, restando
fuerza al proceso de desarrollo europeo.
Aunque
menos consideradas por los analistas, las decisiones estratégicas de los EE.UU.
durante aquel período generaron otros resquemores, que a los habitantes de
esta parte del mundo no se nos escapan. Y es que si bien América Latina conservó
un lugar en la lista de prioridades norteamericanas, ese lugar siempre fue
el último.
Y
si bien colaboró de modo concreto para que la reconstrucción europea se produzca
(mediante extensiones de créditos o aceptación de divisas blandas bloqueadas,
por ejemplo), no obtuvo favores a cambio. Por el contrario, en ocasiones fue
tratada por los EE.UU. peor que sus enemigos de antaño, como lo revelan aquellos
documentos de la ECA que decretan la prohibición a los países europeos de
efectuar compras con dólares del Plan Marshall en Argentina.
Independientemente
de sus impostergables necesidades, de su inestabilidad y de los riesgos (pronto
materializados) de que el expansionismo soviético la considere una presa apetecible,
América Latina no tendrá su Plan Marshall.
En
vano reclamarán los presidentes de la región durante décadas un tratamiento
aunque sea parecido al que recibiera Europa. Empezando por el mismo Fidel
Castro, quien en julio de 1959, mucho antes de declararse marxista y mientras
asistía en Buenos Aires a una reunión interamericana, solicitó de los EE.UU.
un aporte 30 mil millones de dólares para ayudar a las naciones del continente.
El
continente, a su pesar, no fue evaluado como relevante y, en consecuencia,
no pudo participar del festival solidario que condujera Mr. Marshall, debiendo
conformarse con observar desde lejos el renacimiento de Europa.
Conclusiones
El
Plan Marshall significó que, por primera vez, un país vinculara la ayuda económica
internacional al progreso de sus propios intereses estratégicos (al menos,
fuera del hemisferio).
Puede
decirse que alcanzó exitosamente cada uno de los objetivos que se propuso:
reconstruir la economía de Europa; justificar el intervencionismo americano;
fomentar la integración regional con miras a neutralizar el peligro alemán;
equilibrar el poderío soviético y contener el avance de los partidos de izquierda.
Y
todo esto ataviado con el popular e incuestionable ropaje de la amistad, la
solidaridad y la defensa de las más respetables instituciones.
Si
bien, por su incidencia en la profundización de las tensiones Este-Oeste,
constituyó el primer paso hacia la Guerra Fría, en él ya estaban las simientes
del triunfo que habría de fructificar cuatro décadas más tarde.
¨Sin
la ayuda de este programa Europa se hubiera hundido en la pobreza? ¨No hubiera
habido Mercado Común ni Unión Europea? ¨América Latina sería hoy tan próspera
como Europa Occidental de haber contado con su propio Plan? Son preguntas
que no admiten una respuesta cierta.
Pero
es justo señalar que en Europa ya había mecanismos de mercado bien desarrollados
y que el trabajo duro y la innovación ingeniosa de su pueblo contribuyeron
a recuperar los niveles de productividad de la preguerra y sobrepasarlos.
Lo que hizo el Plan fue acelerar drásticamente esa recuperación y estimular
la integración que los mismos europeos supieron construir.
La
sombra de EE.UU. fue protectora y Europa tenía necesidad de ella. ¨No hizo
un uso abusivo de esa protección al punto de olvidar que podía vivir según
sus propias aspiraciones? Europa aún se debe una respuesta a este planteo.
Lo
cierto es que el mundo entero puede extraer muchas lecciones de este emprendimiento
y que, al cabo, como era de prever, Harvard estuvo acertado al condecorar
a Mr. Marshall.
Fabián
Ygounet
Coordinador