Anuario de Relaciones Internacionales, Año 1999
Conferencia de las Naciones Unidas
sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD)
Informe sobre el Comercio y el Desarrollo, 1998
Panorama general
"El dominio del mundo financiero sobre el mundo industrial y la universalización del primero se han convertido en fuentes de inestabilidad e imprevisibilidad en la economía mundial. Durante algún tiempo los mercados financieros han tenido capacidad propia para desestabilizar a los países en desarrollo, pero ahora hay indicios cada vez mayores de que todos los países son vulnerables a una crisis financiera. Los datos empíricos indican que los costos de la liberalización y desregulación del sistema financiero han sido muy elevados... En conjunto se puede afirmar que resulta indispensable que haya una mayor orientación y control colectivos del sistema financiero internacional.
Hasta el momento se ha conseguido contener las perturbaciones y el desorden en esos mercados, en el sentido de que no han provocado crisis que hubieran ocasionados daños graves y extendidos a la economía real. Sin embargo, ha resultado caro controlar la crisis... Más importante todavía es que, mientras el sistema financiero y monetario internacional siga siendo vulnerable estructuralmente, seguirá existiendo el peligro de que se produzca una crisis extremadamente costosa."
Esas frases pertenecen a la edición de 1990 del Informe sobre el Comercio y el Desarrollo. Las advertencias que contienen no fueron escuchadas. Desde entonces, la economía mundial ha sufrido otras crisis de inestabilidad financiera a intervalos de aproximadamente dos años. En primer lugar se produjo una deflación en los Estados Unidos a causa de la deuda, que fue seguida por la crisis del Sistema Monetario Europeo en 1992-1993; a esas crisis siguieron la crisis mexicana de 1994-1995 y, más recientemente, la crisis del Asia oriental de 1997-1998. En cada ocasión, los criterios predominantes han seguido basándose en la teoría de la infalibilidad de los mercados y en una explicación de las crisis que apuntaba a políticas nacionales desacertadas. Pero, cerrar los ojos ante el carácter sistémico de la inestabilidad financiera no es ni responsable ni aceptable.
Al ampliarse los mercados financieros y hacerse más profunda la integración, cada episodio de crisis se presenta con una fuerza mayor, infligiendo daños cada vez más grandes a la economía real. El costo de la crisis en el Asia oriental es aproximadamente el 1% de la producción mundial sólo en lo que se refiere al año en curso, es decir, unos 260.000 millones de dólares, lo que equivale a los ingresos anuales del África subsahariana. Las perspectivas para los próximos años son extremadamente inciertas, pero los riesgos son cada vez mayores. Cometer otros errores en las políticas podría empujar a la economía mundial a una recesión profunda.
La inestabilidad financiera internacional y la economía mundial
Desde hace tiempo, la secretaría de la UNCTAD viene afirmando que la economía mundial necesita crecer al menos el 3% como promedio anual si se desea reducir el desempleo en los países industrializados y la pobreza en los países en desarrollo. La mayoría de los países del Sur necesitan crecer al doble de esa tasa si quieren superar sus insuficiencias sociales y tecnológicas y eliminar las diferencias de renta por habitante con respecto al pequeño club de países industrializados ricos. Durante el decenio de 1990 esa meta del 3% se ha alcanzado únicamente en 1996-1997, gracias a la recuperación en América Latina y África y al firme crecimiento ininterrumpido en el Asia oriental y los Estados Unidos.
En la edición de 1997 del Informe sobre el Comercio y el Desarrollo se afirmaba que la inestabilidad financiera internacional constituía el impedimento más importante al logro de un crecimiento sostenido y rápido. Los mercados financieros modernos están organizados menos para crear riqueza y empleo que para obtener rentas mediante la compra y venta de valores en circulación en el mercado secundario, y la "disciplina" que esos mercados ejercen sobre quienes adoptan las políticas económicas refuerza las ventajas de los que ya detentan la riqueza. En el Informe mencionado se criticaba una vez más la liberalización financiera realizada de un solo golpe en los países en desarrollo, señalando que los ejemplos modernos de industrialización y desarrollo que han tenido éxito se han distinguido por los métodos con que han gestionado la integración en la economía mundial.
La espectacular inversión de las fortunas económicas de los países del Asia oriental no hace sino confirmar esa conclusión. Contrariamente a los principios de la ortodoxia financiera, los problemas de esos países no proceden de la resistencia a un universo en proceso de mundialización y a la disciplina de las fuerzas del mercado mundial. Más bien, la crisis se produjo porque los gobiernos no lograron gestionar la integración en los mercados mundiales de capitales con la misma prudencia y habilidad que habían mostrado anteriormente en gestionar la liberalización del comercio. Dejando a un lado todo tipo de precauciones, las voces de la ortodoxia decretaron dosis aún mayores de liberalización financiera.
La rapidez con que algunos de los países en desarrollo de mayor éxito del Asia oriental han quedado gravemente dañados por la volatilidad de las corrientes de financiación ha sido una sorpresa para la comunidad internacional. Durante las reuniones anuales de las instituciones de Bretton Woods celebradas en Hong Kong (China) en septiembre de 1997, se sostuvo de modo generalizado que los problemas que habían surgido no eran más que trastornos pasajeros que únicamente podían provocar una reducción temporal del crecimiento en la región. El FMI indicó que preveía que el crecimiento se acelerara en 1998 en Tailandia y permaneciera por lo general sin cambios en los demás países de la región. Incluso en su Interim Assessment realizada en diciembre de 1997, se preveía que la República de Corea y los países de la ASEAN, con la excepción de Tailandia, registraran un crecimiento positivo en 1998. Desde entonces, las previsiones han ido recortándose cada vez más, tanto respecto a esa región como respecto a la economía mundial en general, al no irse cumpliendo las promesas implícitas en las políticas económicas adoptadas en respuesta a la crisis.
Países que, año tras año han disfrutado de tasas de crecimiento anuales del 8 al 10%, han mantenido el pleno empleo y han avanzado firmemente en la erradicación de la pobreza, están sufriendo ahora una grave contracción económica. Se tiene previsto que en la totalidad de 1998 la producción disminuya al menos el 12% en Indonesia y del 6 al 8% en la República de Corea y Tailandia. Con la excepción de China y su Provincia de Taiwán, ningún país de la región puede abrigar la esperanza de lograr un crecimiento satisfactorio en el presente año. Las expectativas de una recuperación rápida han ido relegándose a años futuros.
Es evidente que, aunque no existen remedios simples, la comunidad internacional todavía no ha aprendido a enfrentarse a esos trastornos, y menos a prevenirlos. De hecho, la respuesta en el plano de las políticas económicas internacionales ha contribuido a empeorar la crisis al no haber apreciado toda la gravedad de la situación y al haber puesto una fe excesiva en la adopción de políticas convencionales. Mientras la serie de cierres de bancos socavaba la confianza en todo el Asia oriental, los fuertes aumentos de las tasas de interés no fueron suficientes para restablecerla. Antes bien, aunque no lograron detener la espiral descendente de los tipos de cambio, los altos tipos de interés aumentaron los problemas de los deudores forzándolos a reducir su actividad y a liquidar activos, mientras la economía se veía empujada hacia una recesión profunda. Tampoco ayudaron a restablecer la confianza las declaraciones oficiales sobre las supuestas debilidades estructurales de las economías en crisis. La financiación externa no se utilizó para apoyar la moneda nacional y detener las pérdidas de los deudores sin cobertura provocadas por los movimientos de los tipos de cambio, sino que se utilizó para mantener la convertibilidad y el libre flujo de las corrientes de capitales. La carestía de crédito ha ejercido una influencia negativa tal que, a pesar de los favorables tipos de cambio, las exportaciones se han estancado o han disminuido al limitarse drásticamente el acceso al crédito comercial.
La estrategia de establecer moratorias y concertar reuniones de deudores y acreedores con objeto de reescalonar la deuda antes de iniciar operaciones de financiación externa no encontró defensores, aparentemente por temor de que la crisis se generalizara. Pero el camino elegido no impidió el contagio. Más bien precipitó la transformación de lo que inicialmente era una crisis de liquidez en una crisis de solvencia, provocando una acumulación enorme de deuda, una parte de la cual parece que nunca podrá ser pagada.
Algunas lecciones son ahora evidentes. En primer lugar, el peor momento de "reformar" un sistema financiero es en medio de una crisis. En segundo lugar, cuando la inestabilidad monetaria va acompañada de dificultades financieras, subir los tipos de interés a lo largo de un amplio período puede empeorar simplemente la situación al provocar insolvencias empresariales y bancarias generalizadas. Por último, no se debe permitir que las monedas se hundan mientras se están empleando recursos financieros para salvar a los acreedores internacionales.
Los acontecimientos del pasado año deben servir para dar aún mayor relieve a las advertencias hechas en la edición de 1997 del Informe sobre el Comercio y el Desarrollo de una posible reacción negativa provocada por las contradicciones de un universo en proceso de mundialización. Cuando el fracaso colosal de los mercados mundiales y las medidas adoptadas para salvar a los acreedores se pagan a expensas del nivel de vida de las personas modestas y de la estabilidad y el crecimiento de los países en desarrollo deudores afectados, ¿quién puede decir que se haya hecho justicia?
En el Asia oriental se ha invertido la tendencia existente desde hace decenios de aumento de la renta y el desempleo, el subempleo y la pobreza están alcanzando niveles alarmantes. Muchos de los puestos de trabajo perdidos lo han sido en sectores que habían ayudado a reducir la pobreza utilizando trabajadores poco cualificados procedentes del campo. El aumento de los precios de los productos alimenticios y la reducción de los gastos sociales han agravado aún más las condiciones sociales y han contribuido al aumento de la pobreza. Incluso con arreglo a estimaciones conservadoras, se prevé que la proporción de indonesios que viven con ingresos inferiores al mínimo vital en 1998 sea al menos el 50% superior a la registrada en 1996. De modo análogo, se prevé que la pobreza en Tailandia aumentará un tercio como mínimo.
Mientras subsista la crisis, será cada vez más difícil que los nuevos pobres salgan de su situación de privaciones y recuperen sus anteriores puestos de trabajo y niveles de vida. Además, los daños sociales podrían continuar mucho después de que se haya logrado la recuperación económica. A juzgar por los indicios cada vez más numerosos de aumento de la desnutrición infantil y de reducción de la matriculación en las escuelas primarias, el efecto de la crisis sobre los recursos humanos alcanzará a las generaciones futuras.
Las medidas de protección social pueden actuar como paliativo, limitando los efectos de la crisis en los grupos pobres y vulnerables, pero de ningún modo son una solución duradera. Únicamente la reanudación de un crecimiento rápido y sostenido puede hacer que los niveles de desempleo y de pobreza vuelvan a ser los de antes de la crisis. La política económica debe pasar de la deflación a la reflación, ayudando a los desempleados mediante la reducción de los tipos de interés, la expansión de la liquidez y el fomento del gasto público, rompiendo de ese modo un círculo vicioso que podría provocar daños incalculables.
Ramificaciones mundiales
Las consecuencias para el crecimiento y el desarrollo mundiales de la crisis del Asia oriental dependerán de la evolución de las corrientes internacionales de comercio y de capital. Es difícil hacer una evaluación exacta, no sólo por la complejidad de la interdependencia mundial, sino también por el carácter volátil de las actitudes en los mercados financieros y las incertidumbres respecto a las políticas económicas que se adoptarán en otros países. Sin embargo, el efecto deflacionario de la crisis se está demostrando mayor de lo que en principio se esperaba. Las proyecciones actuales respecto de 1998 prevén una reducción de la tasa de crecimiento del producto mundial de al menos un punto respecto de la alcanzada en 1997, según cálculos basados en los tipos de cambio actuales.
Las revisiones del crecimiento estimado del PIB han sido mayores respecto a los países en desarrollo que respecto a los desarrollados. Se prevé que el crecimiento de los países en desarrollo en 1998 sea la mitad que el logrado en 1997, es decir que se reduzca a menos del 2,5%. Habida cuenta de las desfavorables perspectivas de recuperación en el Asia oriental, es previsible que se mantenga la tendencia indicada en la edición de 1997 del Informe en relación con la disparidad de renta por habitante entre el Norte y el Sur. Por primera vez en muchos años, el crecimiento en el mundo en desarrollo, excluida China, será menor que el alcanzado en el mundo desarrollado. Incluso en China es improbable que supere el 6%, lo que representaría sólo la mitad aproximadamente de la tasa media alcanzada desde principios del decenio.
Los países en desarrollo se encuentran atrapados. Como precaución para reducir el riesgo de contagio, muchos mercados emergentes han adoptado políticas monetarias y fiscales restrictivas en un intento de mantener la confianza de los mercados y reducir la propia vulnerabilidad a una inversión de las corrientes de capital. Al adoptar esas medidas han ahogado la demanda interna y han reducido aún más las perspectivas de crecimiento.
Según las proyecciones actuales de algunas instituciones financieras, no se prevén grandes reducciones en las corrientes de capital hacia los mercados emergentes de América Latina y Europa oriental. Sin embargo, conviene observar que los diferenciales de rendimiento de los bonos de esos mercados emergentes, que registraron un fuerte aumento el otoño pasado, no han disminuido de modo importante. Muchas monedas de mercados emergentes se están cotizando ahora a niveles históricos mínimos frente al dólar, a pesar de los aumentos de los tipos de interés internos. El fruto de la dura labor de los países en desarrollo, tanto los activos como las mercancías, puede adquirirse ahora por bien poco, y su valor puede disminuir aún más antes de que los inversores internacionales recuperen su apetito por el riesgo. La huida hacia la seguridad parece ser el origen de buena parte de los grandes aumentos recientes de los precios de los bonos y de la ininterrumpida rápida subida de las cotizaciones en las bolsas de los Estados Unidos.
Como al Asia oriental le corresponde un cuarto del comercio mundial, buena parte de las repercusiones mundiales de la crisis se harán sentir a través de cambios en las corrientes comerciales. Esas repercusiones dependerán fundamentalmente de lo que suceda con las exportaciones a la región, de los cambios en las posiciones competitivas relativas en terceros mercados y, aún más importante, del efecto de la crisis en los precios de los productos básicos.
Para la primavera de 1998 los países del Asia oriental más directamente afectados por la crisis habían sufrido ya una reducción de sus importaciones del 30 al 40%, mientras que sus exportaciones se habían estancado o habían disminuido. Otros países en desarrollo de Asia han mostrado tendencias análogas, aunque en menor medida. En consecuencia, el comercio mundial, que creció en volumen el 9,5% en 1997, la segunda mayor tasa de aumento en dos decenios, es probable que crezca mucho más lentamente en el año en curso.
Hay diferencias considerables entre los países en desarrollo con respecto a su dependencia de los mercados asiáticos para sus exportaciones. Como promedio, esos mercados absorben el 10% aproximadamente de las exportaciones totales de mercancías de América Latina; la proporción alcanza incluso el 25% en el caso del Perú y más del 38% en el caso de Chile. Además, casi el 60% de las exportaciones totales de América Latina a los países de la OCDE son potencialmente vulnerables a la competencia asiática. Aunque la competencia en terceros mercados es menos importante para los países africanos, algunos de ellos obtienen directamente de sus ventas al Asia oriental entre el 25 y el 35% de sus ingresos totales de exportación.
Los países del Asia oriental proporcionan mercados importantes para los metales, las materias primas agropecuarias y los productos energéticos, a la vez que para el consumo interno y como factores de producción para sus industrias de exportación. Por consiguiente, se prevé que la reducción o el bajo crecimiento de las exportaciones y la disminución del consumo interior ejerzan una influencia importante sobre los precios de esos productos básicos. Por otra parte, los aumentos de las exportaciones del Asia oriental de un pequeño número de productos básicos quizá tengan sólo repercusiones muy limitadas en los mercados mundiales de esos productos.
Aunque es indudable que otros factores han ejercido su influencia, la crisis del Asia oriental es el factor que más ha influido en la reducción reciente de los precios de los productos básicos. Los precios de los productos distintos del petróleo, que habían comenzado a disminuir en 1996 después de dos años de aumentos constantes, comenzaron a estabilizarse en 1997. Sin embargo, con el estallido de la crisis, se hicieron evidentes nuevas presiones a la baja. Entre junio de 1997 y abril de 1998, los precios de los productos básicos distintos del petróleo disminuyeron el 10% aproximadamente. En un determinado momento, a finales de la primavera de 1998, el precio del petróleo había disminuido más del 40% en relación con el precio máximo alcanzado en 1997.
Desde Chile, Jamaica, el Paraguay y el Perú en América Latina al Gabón, la República Unida de Tanzanía, el Sudán y Zambia en África y a Kazajstán, Mongolia y Myanmar en Asia, los países en desarrollo de todas las regiones dependen, en grado diverso, de los metales y las materias primas agropecuarias para la obtención de buena parte de sus ingresos de exportación. La pérdida de ingresos de exportación puede ser de hasta un 25% para algunos de esos países, lo que en ciertos casos corresponde incluso al 12% de su PIB. Para los países exportadores de petróleo, las reducciones previstas son tan graves o más que las indicadas.
Las reducciones de los ingresos de exportación ya están obligando a recortar el gasto público en países en que esos ingresos son una fuente importante de ingresos fiscales, como en Chile y México. También están perjudicando a importantes países desarrollados exportadores de productos básicos como Australia, el Canadá y Nueva Zelandia, ejerciendo presiones sobre sus monedas. Por el contrario, en los principales países industriales, en particular los Estados Unidos y Europa occidental, los beneficios de la reducción de los precios de los productos básicos y de la mejora de la relación de intercambio parecen haber superado, hasta ahora, a la pérdida de ingresos debida a la disminución de las exportaciones al Asia oriental. Sin embargo, se prevé que la repercusión a más largo plazo del ajuste de los saldos exteriores de las economías asiáticas será muy diferente.
América Latina es quizá la región más expuesta a las influencias negativas procedentes del Asia oriental. Se prevé que el crecimiento se reduzca a un promedio aproximado del 3% en comparación con la tasa de 1997, que fue la más alta que se alcanzó en un cuarto de siglo. Aun así, se cree que los déficit por cuenta corriente seguirán aumentando. Por consiguiente, América Latina sigue siendo particularmente vulnerable a una interrupción de las corrientes de capital.
En África el crecimiento ya se hizo más lento en 1997 debido a la disminución de los precios de los productos básicos y a las condiciones meteorológicas desfavorables. Se puede prever que el efecto de la crisis varíe considerablemente de un país a otro: los importadores de petróleo y alimentos se beneficiarán de la baja de los precios, mientras que los exportadores de metales y petróleo y otros combustibles están particularmente expuestos. En el África subsahariana el crecimiento en 1998 no se espera que sea mucho mayor que en 1997, e incluso esa previsión puede ser muy optimista.
El efecto de la crisis en las economías en transición se hará notar en gran parte a través de reducciones de los precios de los productos energéticos. Sin embargo, habida cuenta de las debilidades estructurales de su sistema financiero y de sus desequilibrios fiscales, la Federación de Rusia es particularmente vulnerable a los cambios en las actitudes de los mercados, y su mercado de dinero y su bolsa de valores ya han sufrido caídas considerables. Muchos países de Europa central y oriental no se han visto directamente afectados por la crisis debido a sus débiles vínculos comerciales, y se prevé que la región en su conjunto logre una tasa de crecimiento positiva, aunque moderada, por segundo año consecutivo desde el comienzo de la transición, aunque existe gran incertidumbre en lo que atañe a las perspectivas en la Federación.
Al producirse simultáneamente con un posible enfriamiento cíclico de la economía, la repercusión de la crisis del Asia oriental sobre la economía de los Estados Unidos puede ser bastante importante. La economía siguió creciendo vigorosamente en 1997, empujada por unos gastos privados superiores a los ingresos. La inflación siguió reduciéndose aun cuando el crecimiento superó por un amplio margen la tasa oficialmente considerada como compatible con una inflación estable. El proceso de ajuste en el Asia oriental, la revalorización del dólar y la disminución de los precios de los productos básicos son factores que están contribuyendo a reducir la inflación, pero con el efecto paralelo de reducir los ingresos y el poder adquisitivo de las personas en los mercados de las exportaciones estadounidenses, lo que es probable que produzca un aumento considerable del déficit comercial de los Estados Unidos. No es previsible que el gasto privado se mantenga a las tasas alcanzadas recientemente, y el superávit fiscal será un lastre para la actividad económica. Teniendo en cuenta todos esos elementos, es probable que el crecimiento de la economía disminuya considerablemente en el segundo semestre del año.
Esta prognosis de una desaceleración leve de la economía estadounidense podría verse modificada por factores de índole financiera. Comoquiera que el extenso período de recuperación de esa economía ha ido acompañado de un aumento de los préstamos bancarios, la desaceleración del crecimiento puede crear dificultades de reembolso de la deuda para muchos prestatarios. Además, la disminución de los beneficios y los márgenes de las empresas puede provocar un realineamiento de los precios de las acciones. Las dificultades para reembolsar los préstamos bancarios o una fuerte corrección de los precios de las acciones reforzarían los actuales impulsos deflacionarios y desembocarían en una situación más crítica que la prevista actualmente.
En caso de que la demanda interna registrara una reducción fuerte, la contribución de los Estados Unidos al crecimiento de la demanda mundial disminuiría aun cuando al mismo tiempo se registrara un aumento del déficit comercial. La consecuencia sería que se haría aún mayor la reducción de la demanda mundial provocada por la crisis del Asia oriental y la fuerte fluctuación de las balanzas comerciales de los países de la región. Es difícil que esa reducción de la demanda pueda compensarse con una demanda fuerte en Europa o el Japón. En la Unión Europea, con excepción
del Reino Unido, el crecimiento ha dependido hasta ahora de las exportaciones, y se prevé que la crisis asiática reduzca el crecimiento de la producción y las exportaciones en más de medio punto. La situación en el Reino Unido es análoga a la de los Estados Unidos, aunque la inflación es mayor. En los demás países importantes de la Unión Europea las exportaciones a Asia han comenzado a disminuir rápidamente. Por consiguiente, cualquier recuperación de la demanda interna no haría sino compensar la disminución de las exportaciones netas sin crear ningún estímulo adicional. Además, no puede esperarse que la política monetaria uniforme del recién creado Banco Central
Europeo estimule la demanda en las primeras etapas de la unión monetaria, sino que más bien se inclinará en favor de la deflación más que de la inflación.
La recuperación de la economía japonesa será fundamental para la recuperación en el resto de Asia. La recesión que atraviesa actualmente el Japón ha impedido que ese país desempeñe el mismo papel que los Estados Unidos jugaron durante la recuperación de México. A pesar de las medidas adoptadas recientemente en materia de gasto público y reducción de impuestos, se prevé que el crecimiento seguirá siendo negativo en el año en curso. Una política de devaluación del yen encaminada a promover la demanda externa entrañaría el riesgo de fomentar la inestabilidad monetaria en la región y, de modo más general, en los mercados financieros internacionales. Sin una fuerte recuperación de la demanda interna, el Japón no podrá proporcionar un mercado en expansión a las exportaciones de otros países asiáticos.
Sin embargo, no hay motivo para que el Japón no pueda proporcionar considerables recursos financieros externos a esos países en la forma de préstamos a largo plazo. Es muy probable que esos préstamos tuvieran mayores repercusiones en el crecimiento del Japón mismo, así como de las nuevas economías industrializadas (NEI), que la adopción de un programa de medidas fiscales internas de una magnitud análoga, ya que el dinero se reciclaría sobre todo en dirección al Japón en forma de mayores importaciones. De hecho, una solución regional podría ser más eficaz para enfrentarse a la crisis de lo que lo han sido hasta ahora las iniciativas multilaterales estándar que se han adoptado.
Debido a la naturaleza de la crisis, es probable que la recuperación en el Asia oriental sea mucho más lenta de lo que lo fue en México después de 1995. Una crisis de exceso de inversiones y de fragilidad financiera es más difícil de resolver que una de consumo excesivo. La reestructuración de los balances de empresas y el ajuste de los montos acumulados de deuda y activos requieren mucho más tiempo que el realineamiento del gasto de los consumidores.
Quizás el peor resultado posible de la crisis sean otros estallidos de inestabilidad financiera en mercados emergentes, una fuerte corrección de los precios de las acciones en los principales países industriales, junto con una desaceleración profunda de la economía estadounidense, una recesión prolongada en las NEI del Asia oriental y en el Japón y un aumento de los desequilibrios de las balanzas comerciales de los principales países industriales. Cualquiera de esos resultados ejercería presiones aun mayores sobre los sectores bancarios del mundo desarrollado. El resultado podría ser no sólo una economía mundial en profunda recesión, sino el resurgimiento de conflictos comerciales que podrían demostrarse desastrosos. Si se desea evitar esto, los países con superávit, es decir el Japón y los miembros de la Unión Europea, deben aumentar su contribución a la demanda mundial, y se debe dar marcha atrás en las políticas deflacionarias en el Asia oriental.
La gestión y prevención de las crisis financieras
La anatomía de las crisis financieras
La crisis que ha estallado en el Asia oriental no es más que la última de una cadena de crisis financieras que han perturbado la economía mundial desde que dejó de funcionar el sistema instituido en Bretton Woods. Estas crisis se han venido produciendo con una frecuencia cada vez mayor tanto en países industriales como en países en desarrollo. En los países industriales los episodios de inestabilidad financiera se han manifestado en forma de crisis bancarias o monetarias, mientras que en los países en desarrollo han consistido por lo general en una combinación de ambos tipos de crisis y han ido acompañadas de dificultades para pagar el servicio de la deuda exterior. Estas diferencias obedecen a diferencias a su vez en el endeudamiento exterior neto, así como a la creciente dolarización de las economías de los países en desarrollo.
Conocer más a fondo las causas y la naturaleza de las crisis financieras es esencial para poder hacerles frente mejor y también para idear políticas que reduzcan las posibilidades de que se produzcan. Aunque cada episodio de inestabilidad financiera ha tenido sus propias características especiales, todos presentan los siguientes rasgos comunes:
Las crisis monetarias registradas presentan otros rasgos que han variado de un país a otro. Se han producido en condiciones bastante diversas en lo que se refiere a los tipos de corrientes financieras, de prestatarios y de prestamistas. Por ejemplo, han ido precedidas del endeudamiento tanto del sector privado como del público en proporciones diferentes. Asimismo, la modalidad más importante de corrientes de capital en muchas crisis recientes (incluida la que ha estallado en el Asia oriental) han sido los préstamos concedidos por la banca internacional, aunque en la crisis mexicana dichas corrientes consistieron en gran parte en inversiones de cartera en acciones y en valores del Estado mexicano.
La gestión de las crisis financieras
Lo ocurrido en el Asia oriental ha puesto al desnudo ciertas deficiencias en el enfoque internacional dado a la gestión de aquellas crisis que entrañan la retirada repentina del capital extranjero y ataques masivos y sostenidos a la moneda del país que sufre la crisis. Como consecuencia de ese enfoque, lo que parecía ser una crisis de liquidez se ha transformado en una crisis de solvencia, concretada en el hundimiento de los precios de las monedas y de los activos. Este proceso perjudica no sólo a los que tienen deudas con el extranjero sino también al conjunto de la economía, a causa de sus efectos sobre la producción y el empleo.
Son cuatro las posibles líneas de defensa contra un ataque a la moneda:
En condiciones normales, los diferenciales de tipos de interés influyen de manera importante en los movimientos internacionales de capitales, y la política monetaria puede modificar los incentivos a los flujos de capital. Ahora bien, como han mostrado los acontecimientos ocurridos en el Asia oriental, en condiciones de pánico, los efectos de un endurecimiento de la política monetaria pueden ser totalmente diferentes, pues las subidas de los tipos de interés pueden simplemente poner de manifiesto una disminución de la solvencia y un aumento del riesgo de suspensión de pagos de la deuda. Las mayores dificultades a que se ven expuestos los deudores pueden dar lugar a una estabilización de los tipos de cambio como resultado de la consiguiente contracción de las ventas de moneda nacional, pero a costa de deprimir la economía en vez de incitar a regresar al capital extranjero.
El mantenimiento, como medida de precaución, de reservas de divisas y líneas de crédito en cantidades suficientes para hacer frente a las salidas de capital durante un ataque a la moneda plantea problemas de costo y viabilidad. Una forma de acumular reservas con ese fin sería esterilizar una parte de las entradas de capital adquiriéndola con el producto de emisiones de deuda en el mercado interior. Ahora bien, esta estrategia puede acarrear dos clases de costos: en primer lugar, supone un costo para el conjunto de la economía, ya que el tipo de interés que devengan los préstamos contratados en el extranjero suele exceder el rendimiento que se obtiene de las reservas de divisas; y, en segundo lugar, entraña un costo para el sector público, ya que el tipo de interés real de la deuda pública suele exceder también el rendimiento que se obtiene de las reservas. Otras soluciones serían cubrir las deudas exteriores a corto plazo del sector privado con préstamos a largo plazo tomados por el sector público acompañados de inversiones a corto plazo en el extranjero o, si no, acudir a un prestamista de última instancia privado. Pero el volumen de los préstamos o de las líneas de crédito que habría que tomar podría ser muy elevado, sobre todo si además hay que tener en cuenta las ventas de acciones y obligaciones que efectuarán los no residentes. Además, puede acontecer que el país no tenga acceso a tales préstamos o líneas de crédito, y tampoco hay ninguna garantía de que se vaya a disponer de líneas de crédito en la cantidad necesaria. A todo esto hay que añadir que los costos netos en ambos casos podrían ser muy cuantiosos.
La asistencia financiera coordinada por el FMI en los últimos años ha llegado por lo general sólo después de haberse desplomado la moneda y ha revestido la forma de operaciones de rescate financiero con el doble objetivo de atender las demandas de los acreedores e impedir las suspensiones de pagos. Estas operaciones tienen varios inconvenientes: evitan a los acreedores tener que cargar con los costos de sus decisiones, con lo cual desvían toda la carga hacia los deudores y crean un riesgo moral para los acreedores, y como además proporcionan garantías públicas ex post de la deuda privada, impiden que se perciban correctamente los riesgos de impago. Pero, lo que es más importante, las sumas que requieren esas operaciones son cada vez mayores y están alcanzando los límites de la aceptabilidad política en los países que las proporcionan. Este es también uno de los principales obstáculos al establecimiento de un verdadero servicio de prestamista de última instancia que estabilizara los mercados monetarios y evitara así que los ataques a una moneda se transformasen en una crisis de solvencia.
Si no se entregan a tiempo fondos líquidos suficientes para contrarrestar los ataques a una moneda, la crisis de liquidez puede desembocar en una cadena de suspensiones de pagos y bancarrotas. La forma más eficaz de impedir que esto ocurra sería que se extendiera la aplicación de ciertos principios para los casos de insolvencia tales como los contenidos en el capítulo 11 del Código
de Quiebras estadounidense. Basados en la premisa de que el valor de una empresa en funcionamiento excede el de sus activos en caso de liquidación, el objetivo de esos principios es buscar la reestructuración financiera de la empresa en vez de su liquidación. El procedimiento establecido en ese código prevé una moratoria del pago de las deudas de la empresa a fin de proporcionar al deudor (que sigue siendo el dueño de la empresa) un respiro frente a sus acreedores e impedir así una arrebatiña por los activos de la empresa, arrebatiña que podría ser perjudicial no sólo para el deudor sino también para los acreedores desprotegidos. Tal procedimiento ofrece al deudor la oportunidad de elaborar un plan de reestructuración de sus deudas, además de garantizar el mismo trato a todos los acreedores. Durante la reestructuración se proporciona al deudor el capital de explotación necesario para sus actividades empresariales, otorgándose a las nuevas deudas contraídas preferencia sobre las antiguas. La reorganización de las deudas de la empresa es seguida de la resolución de la crisis que la afecta, y el procedimiento de insolvencia puede acelerar el proceso porque desalentará toda posible resistencia por parte de determinadas categorías de acreedores.
La aplicación de principios de ese tipo a los deudores internacionales ya se sugirió en la edición de 1986 del Informe sobre el Comercio y el Desarrollo durante la crisis de ciertas deudas soberanas. En esa edición se señalaba que, en tales condiciones, los deudores "pueden padecer... el estigma económico y financiero de que se les considere de facto en quiebra, con todas las consecuencias que esto supone para su solvencia y la obtención de financiación en el futuro, y al mismo tiempo no reciben en gran parte los beneficios de la ayuda y la reorganización financieras que acompañarían una quiebra de jure tramitada de manera similar a la prevista en el capítulo 11 del Código de Quiebras de los Estados Unidos".
El hecho de que una proporción cada vez mayor de la deuda exterior de los países en desarrollo sea privada no sólo ha aumentado las posibilidades de que se produzcan perniciosas crisis de deuda y arrebatiñas entre acreedores e inversores por llevarse los activos, sino que además ha hecho ver que esos principios en materia de quiebra puedan resultar más útiles a los efectos de gestionar y solucionar crisis internacionales de deuda. Ahora bien, no es práctico ni indispensable contar con un procedimiento internacional en toda regla similar al capítulo 11 del Código de Quiebras estadounidense. El artículo VIII del Convenio Constitutivo del FMI puede proporcionar la base legal para la aplicación de moratorias de la deuda mediante la imposición de controles de cambios si una moneda es atacada, solución que se puede combinar con las prácticas utilizadas actualmente para reestructurar deudas mediante negociaciones.
Aunque es cierto que el FMI podría dar su visto bueno a las moratorias, quizá surgiera un conflicto de intereses puesto que los países a los que afectasen las decisiones del Fondo son también sus accionistas y el propio Fondo suele ser uno de los acreedores. Tal vez conviniera encomendar las facultades de aprobar las moratorias a un comité independiente cuyas decisiones tendrían fuerza legal en los tribunales nacionales. El país deudor que afrontara un ataque a su moneda podría tomar unilateralmente la decisión de aplicar una moratoria a su deuda exterior en el momento en que el monto de sus reservas o el valor de su moneda disminuyera por debajo de un cierto umbral, y a continuación someter la moratoria a la aprobación del citado comité en un plazo determinado. Tal procedimiento ayudaría a evitar el pánico y sería similar a las disposiciones sobre medidas de salvaguardias contenidas en el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio, que autorizan a los países a adoptar medidas de emergencia. Durante la moratoria y la subsiguiente negociación de una reorganización de la deuda el FMI otorgaría préstamos al país con atrasos, lo que exigiría desembolsar sumas mucho menores que si fuera para operaciones de rescate financiero.
Un procedimiento de este tipo permitiría proteger a los países deudores contra una reacción excesiva de los mercados financieros, una protección necesaria, como lo ha vuelto a poner de manifiesto, la crisis del Asia oriental. En palabras del Tribunal de Apelación de Nueva York, que en un asunto falló a favor de un país deudor que había decretado una moratoria unilateral, tal procedimiento sería "plenamente compatible con el espíritu de las leyes sobre la quiebra, cuya obligatoriedad... es reconocida por todas las naciones civilizadas".
La prevención de las crisis financieras
La crisis ocurrida en el Asia oriental ha vuelto a centrar la atención de la comunidad internacional en las formas de impedir estas crisis. Se han hecho diversas propuestas encaminadas a la adopción de medidas en los ámbitos mundial, nacional y regional. Sin embargo, las iniciativas sugeridas a nivel mundial con respecto al sistema financiero internacional no han ido a la raíz del problema. Por el contrario, algunas de esas iniciativas pueden recortar la autonomía y flexibilidad de las autoridades nacionales para adoptar las medidas necesarias a fin de proteger sus economías contra las corrientes de capital inestables y especulativas.
Ante el fenómeno de la mayor integración de los mercados financieros y las mayores posibilidades de contagio, la vigilancia internacional de las políticas económicas nacionales ha cobrado más importancia como medio de garantizar la estabilidad del sistema financiero y monetario internacional. No obstante, hasta el momento esa vigilancia no ha conseguido impedir las crisis financieras ni las perturbaciones monetarias internacionales, y tampoco está claro que las mejoras propuestas recientemente hagan posible una aplicación más eficaz de esa vigilancia:
Asimismo, el papel que han jugado en la crisis del Asia oriental las fallas del sistema interno de regulación y supervisión del sector financiero ha llevado a interesarse más por la reforma de ese sistema. Sin embargo, aunque esa reforma ayudase a reducir las posibilidades de que estallen crisis financieras, la experiencia indica que, a causa de la vulnerabilidad del sector financiero a los cambios que se producen en las condiciones macroeconómicas y de las inevitables imperfecciones de los propios mecanismos reguladores, incluso el más avanzado de los sistemas de regulación financiera no proporciona un mecanismo de prevención de las crisis a prueba de todo fallo.
Existen graves lagunas en el marco que regula las inversiones y préstamos transfronterizos en el país de origen de estas corrientes. Esas inversiones y préstamos han sido una de las principales causas de que haya recaído sobre los deudores una parte desproporcionada del costo de las crisis resultantes. Se han hecho diversas propuestas para establecer nuevas reglas y nuevas instituciones con el fin de ejercer un control más severo sobre los prestamistas e inversores internacionales. Aunque algunas de esas propuestas se podrían adoptar sin tener que introducir grandes cambios en las instituciones y los regímenes reguladores existentes, en cambio otras exigirían, en mayor o menor grado, nuevos acuerdos internacionales de hondo alcance que serían difíciles de alcanzar a causa de las dudas que hay acerca de su eficacia o de la concentración de poder que entrañarían.
La colaboración y las consultas en el ámbito regional pueden contribuir a impedir que surjan crisis financieras. Pueden desempeñar un papel particularmente importante como medio de prevenir las perturbaciones monetarias y los efectos de contagio. La larga y vasta experiencia de la Unión Europea ayudaría a tomar iniciativas en esta esfera, que podrían consistir en establecer mecanismos de vigilancia u otros mecanismos más ambiciosos que comprenderían la prestación de apoyo financiero exterior mutuo.
Sin embargo, ninguna de estas propuestas para impedir el estallido de crisis financieras eliminará la necesidad de una política nacional activa en el doble terreno de la balanza de pagos y la deuda exterior. En relación con estos dos aspectos merecen particular atención las políticas cambiarias y los controles a los movimientos de capitales.
No existe ningún motivo para condenar los regímenes de reglamentación de los tipos de cambio y sacrificar la estabilidad de la moneda en aras de la libre circulación de capitales. La alternativa de la libre flotación de los tipos de cambio, combinada con la libre circulación de capitales, socavaría la estabilidad de la moneda, con las consiguientes repercusiones para el comercio, la inversión y el crecimiento. El sistema de las juntas monetarias puede obviar los problemas que crean para la gestión de la deuda exterior los desajustes de las paridades monetarias, y en algunos países ha resultado útil para contener la hiperinflación. Ahora bien, el sistema de las juntas monetarias no protege a las economías contra la inestabilidad de origen externo, pues los efectos de las entradas y salidas de capital repercuten en los niveles de actividad económica y en los precios de los bienes y activos y pueden constituir una amenaza para la estabilidad de la banca.
No obstante, los regímenes de reglamentación de los tipos de cambio son vulnerables a la acumulación de cifras cuantiosas de deuda exterior a corto plazo y a otras entradas de capital potencialmente inestables. Aunque se utilicen con flexibilidad, esos regímenes probablemente sólo se sostendrán si van acompañados de una gestión activa de la deuda exterior, lo que por lo general obliga a imponer controles a los movimientos de capitales.
Estos controles son una técnica para combatir la inestabilidad de los movimientos de capitales que ha dado sus frutos. Tradicionalmente las medidas de control se han aplicado sobre todo a las transacciones transfronterizas entre residentes y no residentes. Sin embargo, a causa de la desregulación y de las últimas innovaciones en el campo de las técnicas bancarias, ahora por lo general los residentes pueden abrir cuentas y efectuar transacciones expresadas en monedas extranjeras. Como esas transacciones pueden influir en variables económicas tales como el tipo de cambio lo mismo que hacen las transacciones transfronterizas, también está justificado aplicarles controles. La experiencia de la posguerra se ha caracterizado por la frecuente imposición de esa clase de controles en los países industriales, controles que además han sido uno de los elementos importantes de las políticas adoptadas por varios países en desarrollo en los últimos años ante las cuantiosas entradas de capital.
Los resultados positivos que se han obtenido con la aplicación de controles a los movimientos de capitales llevan a pensar que las iniciativas actuales que pretenden restringir la libertad de acción de las autoridades nacionales en esta esfera son inadecuadas. Las posibilidades de que se produzcan crisis financieras se pueden reducir mediante un mejor comportamiento de las variables macroeconómicas fundamentales, una regulación prudencial y supervisión eficaces del sistema financiero y una mejor gestión empresarial. Pero todo esto exige reformas estructurales cuya realización toma inevitablemente mucho tiempo: en efecto, en los países industriales hicieron falta por lo general varias décadas para llevar a cabo esas reformas y poner en pie las instituciones necesarias. Además, esas actuaciones en el plano nacional no proporcionan una protección a toda prueba contra los ataques a la moneda, ataques que también obedecen a las condiciones existentes en los mercados financieros internacionales y en los países de procedencia de los prestamistas e inversores internacionales. El daño que ocasionan los ataques a la moneda puede contenerse instituyendo nuevos mecanismos de gestión de las crisis tales como un servicio internacional adecuado de prestamista de última instancia o un marco apropiado para decidir moratorias de la deuda y operaciones de saneamiento financiero, pero también todos estos mecanismos resultan impotentes para impedir que tales ataques comiencen y ocasionen daños. En consecuencia, al no existir ningún mecanismo en el ámbito mundial para estabilizar las corrientes de capital, los controles a la circulación de capitales seguirán siendo un elemento indispensable de la panoplia de medidas que pueden emplear los países en desarrollo para protegerse contra la inestabilidad financiera internacional, de modo que en un futuro previsible lo que hará falta será que las autoridades nacionales tengan suficiente libertad de acción para decidir qué medidas deben aplicar, más que imponer nuevas cortapisas.
El desarrollo de África en una perspectiva comparada
Tras dos décadas de declive económico casi constante, África está disfrutando ahora de una recuperación económica. En 1995, por primera vez en muchos años, la región en su conjunto conoció un incremento de su renta por habitante, un resultado que se repitió en 1996 y también, aunque en menor medida, en 1997. La recuperación estuvo impulsada por el vigoroso crecimiento de los ingresos de exportación y se debió en buena parte a las mejores condiciones meteorológicas, así como a la disminución de las guerras civiles en una serie de países.
No obstante, aunque en la década próxima el África subsahariana consiguiera mantener el crecimiento de los tres años últimos, esto no bastaría para hacer retroceder la marginación de la región o hacer disminuir considerablemente la pobreza generalizada, y apenas si bastaría para recuperar el terreno perdido durante las dos décadas pasadas. El reto que tienen ante sí las autoridades nacionales de estos países es convertir esta recuperación en un despegue económico sostenido y más vigoroso, con el fin de alcanzar el objetivo de crecimiento del 6% fijado por las Naciones Unidas para África. En los tres años últimos sólo un puñado de países lograron mantener tasas de crecimiento que alcanzaran o superaran ese objetivo.
Sin embargo, no hay que hacerse ninguna ilusión acerca de las dificultades que entraña dicho reto. Tampoco hay que poner fe en las soluciones rápidas o las rectas extranjeras. Por supuesto, pueden extraerse lecciones de la experiencia de otros países en desarrollo que han salido de la inestabilidad económica y social y alcanzado fases de crecimiento rápido y sostenible, pero África debe también recuperar el impulso de desarrollo que fue la base del progreso económico y social que conocieron muchos países africanos en la década que siguió a su independencia.
Desde principios de la década de 1980 muchos gobiernos han aplicado reformas en el ámbito de programas de ajuste estructural que han dado preferencia a la estabilidad macroeconómica, a la reducción del papel del Estado, a una mayor libertad de las fuerzas del mercado y a una rápida apertura a la competencia internacional como clave para desbloquear el potencial de crecimiento. La mayor estabilidad macroeconómica y la supresión de importantes distorsiones de los precios en sectores fundamentales han contribuido sin duda alguna de forma importante a la recuperación económica registrada en algunos países. No obstante, a pesar de muchos años de reforma de las políticas económicas, apenas si hay un país en toda la región que haya conseguido llevar a feliz término su programa de ajuste y recuperado la senda de un crecimiento sostenido. En efecto, el camino recorrido para llegar del ajuste a un crecimiento más alto ha sido, en el mejor de los casos, un camino bien difícil, y en el peor de los casos, un desalentador callejón sin salida. De los 15 países que el Banco Mundial clasificó en 1993 como "países en estado crónico de ajuste", sólo tres están clasificados ahora por el FMI como "países con crecimiento vigoroso". Los juicios de la mayoría de los analistas sobre las perspectivas de crecimiento del continente africano han resultado ser casi todos excesivamente optimistas en gran parte porque se han basado en un acto de fe en la capacidad de las fuerzas del mercado para estimular el crecimiento y no en una valoración minuciosa de los obstáculos y las oportunidades.
Esos juicios, así como los consejos dados, no siempre han tenido debidamente en cuenta los obstáculos externos. En efecto, la caída de los precios de las exportaciones y el fuerte empeoramiento de las condiciones financieras exteriores a principios de la década de 1980 estuvieron a punto de hacer desplomarse los cimientos de por sí frágiles de muchas economías africanas. Los aumentos de la ayuda oficial al desarrollo (AOD) o de los préstamos oficiales no compensaron esas pérdidas; la AOD compensó menos del 15% de las pérdidas de ingresos por comercio. Como era de prever, el ajuste consiguiente revistió la forma de severos recortes de las importaciones y de pronunciadas disminuciones de las inversiones; la parte que representan las inversiones respecto del PIB, que había alcanzado un promedio de más del 25% en la década de 1970, disminuyó al 16% a comienzos de la década de 1990. La región se vio encerrada en un círculo vicioso: las estructuras económicas existentes eran incapaces de generar el crecimiento necesario de los ingresos de exportación para mantener las importaciones y las inversiones, lo que a su vez obstaculizaba los cambios estructurales y el crecimiento económico.
La mejoría de las condiciones externas ha ayudado enormemente a la recuperación reciente. El incremento de los ingresos de exportación se debió en buena parte al aumento en un 25% de los precios de los productos básicos no energéticos. No obstante, las perspectivas a medio plazo por lo que hace a los precios de los productos básicos llevan a pensar que esas ganancias no serán duraderas, en tanto que la caída de la demanda mundial como consecuencia de la crisis registrada en el Asia oriental ha acentuado la reciente baja de esos precios. Además, sigue sin detenerse la tendencia a la disminución de la AOD en términos reales que empezó a manifestarse a comienzos de la década.
La comunidad internacional no debería adoptar, ni tiene por qué hacerlo, una actitud pasiva ante el desarrollo económico del continente africano. En efecto, por lo menos en relación con una cuestión clave, la de la deuda exterior, podría dar muestras ante la nueva generación de dirigentes africanos de su voluntad de ayudar en ese terreno.
Hay ya pruebas abundantes de que la carga de la deuda exterior de los países africanos está teniendo un fuerte impacto negativo sobre la inversión y la reactivación del crecimiento. No sólo dificulta la inversión pública en infraestructura física y recursos humanos, sino que además desanima la inversión privada, en particular la inversión extranjera. Expresado en porcentaje de las exportaciones y del PIB, la deuda exterior de África es la mayor de todas las regiones en desarrollo. La mayor parte es deuda pública y la debe a acreedores oficiales, y una buena proporción simplemente no puede pagarla. La magnitud del sobre endeudamiento la ponen de manifiesto los atrasos acumulados, que para 1996 habían rebasado los 64.000 millones de dólares, lo que equivale a más de una cuarta parte de la deuda total. Más inquietante aún es que el incremento de la deuda exterior africana desde 1988 se debió en sus dos terceras partes a los atrasos.
El lanzamiento de la Iniciativa para la reducción de la deuda de los países pobres muy endeudados (Iniciativa para los PPME) ha permitido dar un enfoque más completo, coordinado y equitativo al problema. Sin embargo, esa iniciativa necesita una profunda revisión si se quiere que contribuya verdaderamente a crear las condiciones para un crecimiento sostenido; los aspectos que más convendría revisar son los criterios de admisibilidad para tener derecho a la reducción de la deuda, la cuantía de esta reducción y el ritmo al que debe proporcionarse la ayuda. Es preciso ya efectuar una completa evaluación de la sostenibilidad de la deuda exterior africana, evaluación que debería encomendarse a un órgano independiente que no estuviera influenciado excesivamente por los intereses de los acreedores. Ese órgano podría componerse de personalidades con experiencia en cuestiones de financiación y desarrollo, que podrían designarse por acuerdo entre los acreedores y los deudores, comprometiéndose los acreedores a aplicar plena y rápidamente cualquier recomendación que pudiera formularse. La creación de este órgano sería enteramente compatible con los principios establecidos para solucionar problemas de deuda.
Sin embargo, el alivio de la deuda no conseguirá incrementar las transferencias netas de recursos si no va acompañado de unas políticas económicas internas adecuadas para superar la baja productividad y la fuerte dependencia de un pequeño número de productos básicos. Aumentar las inversiones en industrias primarias y secundarias y en el sector público como el privado es requisito esencial, aunque no una garantía, para que haya cambios estructurales rápidos y crezca la productividad. Aunque cada vez se está más de acuerdo en este punto, del análisis que se hace en el presente Informe se llega a la conclusión de que el planteamiento actual del ajuste estructural no ayudará probablemente a alcanzar ese doble resultado.
El rasgo más inquietante de las reformas de las políticas económicas llevadas a cabo en el África subsahariana es que hasta el momento no han conseguido que se produjera una recuperación de las inversiones; la relación media entre las inversiones y el PIB en 1995-1997 fue del 17%, sólo ligeramente superior a la tasa de los primeros años de la década de 1990 y muy inferior a la de otras regiones en desarrollo. La inversión pública ha soportado la mayor parte de impacto del ajuste, pero la inversión privada no ha acudido, como lo aconsejaría la sensatez habitual, a llenar el hueco dejado por la inversión pública. En efecto, expresada en porcentaje del PIB, la inversión privada es menor que en la década de 1970.
Una razón importante del pobre comportamiento de las economías africanas son los errores cometidos en la ejecución de los programas de ajuste. Otra es que no se ha afrontado verdaderamente el problema de su deuda exterior ni se ha proporcionado financiación exterior suficiente para la elaboración de los programas de ajuste. Más importante aún es que, aunque se está de acuerdo en que los obstáculos estructurales y las deficiencias institucionales impiden que los mercados funcionen con eficacia y que se pueda dar una respuesta positiva a los incentivos privados, con frecuencia esos obstáculos se pasan por alto. Esto alienta la adopción de políticas encaminadas a conseguir que los precios sean los adecuados cuando es así que algunos de los agentes e instituciones más importantes de una economía de mercado moderna están insuficientemente desarrollados o no existen en absoluto. Tampoco la liberalización de los mercados de productos y de factores de producción se hace siguiendo el orden adecuado ni se realizan previamente las reformas institucionales necesarias para que la liberalización tenga éxito. El resultado de todo ello ha sido tristemente el que era de prever: la mayor inestabilidad de los precios clave y el fracaso en crear los incentivos adecuados. Y aunque se creen estos incentivos, los obstáculos estructurales y las deficiencias institucionales impiden que contribuyan a generar una respuesta vigorosa por el lado de la oferta:
Lo que hace falta ahora es un replanteamiento de las políticas económicas que reconozca y afronte directamente los obstáculos estructurales y las deficiencias institucionales que afectan a todas las economías africanas. Ese replanteamiento debe basarse en las experiencias positivas de desarrollo que ha habido en África y en otros continentes y buscar ante todo la acumulación de capital y la creación y fomento de las instituciones que son necesarias para que haya una economía de mercado eficiente.
Las políticas que se apliquen deben basarse también en el reconocimiento por los poderes públicos de que en una economía de mercado la acumulación de capital está unida estrechamente a la consolidación de los derechos de propiedad y a la formación de una clase empresarial autóctona fuerte y dinámica que esté dispuesta a emplear sus recursos en invertir. Los temores que suscita la formación de esa clase empresarial como un poder económico rival para las elites dirigentes tendrán que superarse para que tenga éxito un desarrollo basado en la acción de las fuerzas del mercado.
No existe ninguna receta que sea válida para todos los países, pero sí pueden enunciarse algunos principios generales que convienen a África en vista de las imperfecciones de los mercados y la inestabilidad del entorno económico de los países de este continente:
La experiencia de los países que han logrado poner en marcha un proceso sostenido de crecimiento económico basado en una relación dinámica entre las inversiones y las exportaciones creada en torno a actividades del sector primario induce a sentirse optimista acerca de la posibilidad de iniciar un proceso similar en el África subsahariana. Para la mayoría de los países de la región las oportunidades son abundantes, y aprovecharlas debe ser el objetivo inicial de la política económica. Como han demostrado las experiencias exitosas de países ricos en recursos naturales de América Latina y el Asia oriental, las políticas que es preciso aplicar en esas fases tempranas de promoción de las exportaciones y acumulación son menos exigentes y pueden dar resultados rápidos. En efecto, aquellos países lograron iniciar un crecimiento vigoroso y sostenido de la producción y las exportaciones tras muchos años de inestabilidad y estancamiento económico, y no siempre partieron de condiciones más favorables que las que ahora se dan en África.
Al cabo de diez o más años de reformas económicas en el África subsahariana basadas en la premisa de que los fallos de los poderes públicos son mucho peores que los fallos del mercado, ahora se admite cada vez más la necesidad de velar por que haya una cierta complementariedad entre el Estado y el mercado. No obstante, reconocer las imperfecciones del mercado no debería dar paso a una falsa teoría de la infalibilidad del Estado. Las reformas son desesperadamente necesarias si el Estado africano quiere volver a recuperar su papel de motor del desarrollo. Esta es una tarea ingente, pero todo vasto programa de reformas institucionales solamente se puede concebir en el ámbito nacional, ya que esto permite garantizar la titularidad de las reformas y aumentar así las posibilidades de éxito. En general, los gobiernos deben inculcar en la población un sentimiento de voluntad nacional. Más concretamente, en estos países urge contar con una administración pública compuesta de funcionarios más eficientes, entregados y mejor retribuidos. Al mismo tiempo, es indispensable crear una mayor confianza y colaboración entre el Estado y el sector privado.
La inestabilidad política a que da origen la fragmentación social, sobre todo la étnica, no es en sí un problema africano. Aunque el continente africano está muy diversificado en lo que se refiere a minorías sociales y étnicas, en él hay menos discriminación que en la mayoría de las demás regiones. Pero los esfuerzos hechos desde la independencia por construir coaliciones políticas multiétnicas han entrañado costos económicos colosales. La experiencia de algunos países del Asia sudoriental pone de manifiesto que es posible conseguir la armonía social y política y, al mismo tiempo, acelerar el crecimiento.
Los países africanos deben estrechar sus lazos económicos regionales, como han empezado hacerlo con sus lazos políticos. Deben preocuparse especialmente por establecer una división del trabajo gracias a la cual los flujos de comercio e inversión unan a países con niveles de desarrollo diferentes. El comercio intrarregional no ha dejado de aumentar en el África subsahariana, pero sigue siendo muy pequeño. No obstante, incluso los pequeños incrementos de ese comercio pueden ayudar a desarrollar la capacidad de exportación, lo que a su vez puede generar una dinámica regional de crecimiento porque esos incrementos suavizan las limitaciones impuestas por la balanza de pagos y crean efectos de aprendizaje que permitirán un día a los exportadores africanos ser competitivos en los mercados mundiales.
Rubens Ricupero
Secretario General de la UNCTAD