- Instituto de Relaciones Internacionales - Anuario 2002 -
Centro de Reflexión en Política internacional
 

Presentación

Política mundial del siglo XXI: análisis de lo que dejó el 11-S

I. Introducción

Sobre lo sucedido en el año 2001 es posible analizar varios aspectos relacionados con algunas de las tendencias que se venían dando desde los noventa, como por ejemplo la consolidación de una agenda mundial de mayor horizontalidad entre los temas que se discutían y que se acordaban, o bien la creciente desideologización del Sur, en parte por el fenómeno de la dispersión periférica creada por los países emergentes, en parte por el alto costo que la Guerra Fría le había impuesto a muchos países periféricos sin que estos obtuvieran beneficios proporcionales, hasta el punto en el cual la desaparición del con-flicto Este-Oeste los dejó a estos países huérfanos de referencias contextuales ante la precipitación de los cambios internacionales.

De manera que a pesar de los muchos análisis posibles sobre los numerosos aconteci-mientos mundiales de 2001, uno que ha ocupado el centro de la atención y la reflexión de la política internacional fue la acción terrorista del día 11 de setiembre producida en territorio norteamericano. Sin duda alguna, un acto político inédito en la historia de los Estados Unidos y una sorpresa mayúscula para todo el mundo. Así como hacia fines de los ochenta no se había previsto un derrumbe precipitado de la Unión Soviética, en 2001 ni siquiera se especulaba con sesgo de ficción sobre lo que finalmente sucedió en el verano norteamericano. En torno a este acto político es importante considerar, por un lado, qué consecuencias inmediatas provocó el mismo que hizo que el eje principal de las relaciones internacionales abandonara los temas y problemas que hasta ese momento regían un mundo diferente a lo que había sido durante el orden bipolar. Por otro lado, es importante considerar qué cambios dejó el 11-S en el contexto externo de los ciento once días siguientes al mismo.

II. Las primeras cuestiones

Cuando el fin de la Guerra Fría y el movimiento globalizador comenzaba a configurar importantes cambios en el escenario mundial, el golpe terrorista a los Estados Unidos del 11-S, forzó un curso diferente en las relaciones internacionales hasta el punto de inaugurar una nueva etapa política. Una etapa en la que fue sobresaliendo como elemen-to central la recomposición de las relaciones de poder. Mientras los niveles de informa-ción sobre lo sucedido se incrementaban notablemente en todos los sentidos posibles, desde los análisis teóricos se trataban de procesar los reposicionamientos políticos de los principales actores internacionales, como así también los contenidos de las agendas y sus consecuencias objetivas. En esta dirección es posible tener en cuenta tres cuestio-nes fundamentales.

En primer lugar, el común de los comentarios: los atentados perpetrados en Nueva York y Washington estuvieron destinados a conmover lo que en ese momento representaba la política y la economía del poder mundial. La segunda lectura es que el golpe terrorista al hegemón fue por lo que el hegemón influye y decide sobre territorios ajenos a él, da-do que en ellos están en juego sus intereses vitales. Por esta razón, la hipótesis de Sa-muel Huntington no ha tenido suficiente sustento. No hubo conflicto intercultural. Los atentados formaron parte de un proceso de lucha política, de disputa de poder, donde uno de los aspectos en discusión era el control norteamericano sobre más de la mitad de los países del arco islámico. Si la desaparición de la Unión Soviética había planteado incertidumbres sobre qué tipo de orden mundial se iba a definir en torno a la posguerra fría, con el rol hegemónico de Washington también se habían planteado incertidumbres. En este caso, lo ocurrido en setiembre le repuso a los Estados Unidos un motivo para justificar la superación de la crisis de su rol hegemónico al encontrar a un nuevo enemi-go: el terrorismo internacional.

Por ello, una cosa fue el shock del golpe terrorista que encolumnó a la mayor parte de los líderes mundiales detrás de la condena por el atentado y la solidaridad para con los Estados Unidos, y otra cosa fue -casi simultáneamente- el inicio de una reestructuración internacional. La cuestión del poder estratégico y la dirección de la política mundial, nuevamente obsesionaron a los norteamericanos. La acción terrorista había logrado po-ner en duda la regulación hegemónica de los Estados Unidos y la respuesta de Washing-ton no se hizo esperar: a la agresión no convencional del 11-S le contestó con la agre-sión convencional, y Afganistán fue elegida como teatro de operaciones para reivindicar la primacía mundial. Las diferencias entre el Presidente George W. Bush y el Presidente Jacques Chirac fueron un ejemplo bastante ilustrativo de que para la Casa Blanca la interpretación debía pasar por el disciplinamiento de la dimensión estratégica y el orden político internacional. Chirac habló de conflicto con terroristas como un aspecto más de la agenda mundial, tal vez ascendiendo este tema de muy importante a relevante, en cambio Bush instaló el concepto de guerra prolongada y en nombre de Occidente plan-teó una falsa opción: "se está con los terroristas o se está con nosotros".

Relacionado con esto, y en segundo lugar, las acciones militares sobre Afganistán dispa-raron una competencia de poder de suma cero. La coalición antiterrorista fue una expre-sión ligada al apoyo moral para la legitimidad internacional de la respuesta bélica, más que una expresión vinculada al diseño estratégico-militar destinado a combatir las orga-nizaciones del terrorismo y a los países cómplices de estas organizaciones. Cuando los aliados europeos creyeron que iban a compartir el diseño estratégico-militar, Washing-ton se encargó de asignarles un papel secundario en el despliegue desproporcionado que implementó en la ofensiva contra Afganistán. Gran Bretaña fue una excepción a medias.

Sin embargo el Primer Ministro Tony Blair, supo aprovechar esta coyuntura e inició una acción diplomática en lugares sensibles, de algún modo buscando su fortalecimiento en la política doméstica británica e insinuando un proyecto de liderazgo europeo para pre-ocupación de sus socios continentales. En verdad, el protagonismo de Blair mucho tuvo que ver con un objetivo: obtener prestigio ante Europa siendo funcional a los Estados Unidos. Tanto la incompatibilidad de la OTAN ante la nueva amenaza del terrorismo internacional, como las contradicciones que despertó el 11-S en el contexto de la Unión Europea por los temas de seguridad y de control migratorio, le dieron espacio suficiente a Londres para aumentar su peso político y diplomático, muchas veces frenado por las posiciones comunes de Francia y Alemania, volcados estos a rechazar posturas com-plementarias a los objetivos de Washington, es decir, inclinados a preservar lo que en su momento el canciller francés, Hubert Védrine, definió como "aliados pero no alinea-dos".

Quién en la suma cero supo administrar la contingencia política fue el Presidente Vla-dimir Putin. Rusia no sólo pudo distraer la atención del mundo por las violaciones a los derechos humanos cometidas contra los chechenos, sino también pudo demostrar su decisión irreversible de estar junto a Occidente para producir tres hechos fundamenta-les: a) generar confianza para que Washington no percibiera a Rusia como riesgo mili-tar; b) preparar la integración a la OTAN; y c) procurar la incorporación plena de Mos-cú al Grupo de los Siete, que no es ni más ni menos que acceder al máximo nivel de coordinación política del mundo. Tal vez la nota más destacada de las iniciativas de Putin fue la de abandonar los disensos en los que se debatía la política rusa para privile-giar la perspectiva externa, principalmente para asegurar la inserción internacional, el régimen democrático y el capitalismo local. Este ha sido un ejemplo claro de cómo un factor externo indirecto, en este caso los efectos del 11-S y la elección norteamericana de que el tema bélico se dirimiese en territorio afgano, contribuye a mejorar la política doméstica e internacional de un país.

Más allá de los avances de unos y de las parálisis de otros, una vez que la sorpresa y el dolor fueron devorados por un tiempo escaso, las diferencias actitudinales y políticas entre los actores estatales más importantes -sobre todo en clave de coalición antiterroris-ta- comenzaron a revelar que estas diferencias, como por ejemplo entre los Estados Unidos y Francia, no eran discrepancias discursivas o de tratamiento de la información, eran representativas de un choque de intereses nacionales bastante pronunciado. Los disensos no sólo estuvieron relacionados con las formas militares a aplicar en lo que Bush llamó "Operación Justicia Infinita". Esto no era tan crucial como la respuesta que los europeos querían a la pregunta de si la invasión a Afganistán y la captura del líder Osama Ben Laden, significaba una solución final o un final abierto a otros temas vincu-lados al poder estratégico y a la política mundial. El vacío de respuestas desde Washing-ton rozó con la sospecha y la desconfianza de varios países europeos, por lo tanto avivó la racionalidad de los intereses nacionales de cada uno de estos países. En algunos ca-sos, hubo hasta un desapego transitorio de la pertenencia a la Unión Europea, la cual justamente estaba debatiéndose entre marchas y contramarchas tendientes a acordar una política exterior y de seguridad común, aspecto cuya resolución cada vez se fue vol-viendo más urgente para poder discutir las estrategias y las acciones que iba encarnando la potencia hegemónica, a medida que solitariamente lograba objetivos diplomáticos y militares.

Una tercera cuestión a tener en cuenta es que la nueva amenaza fue transformada por los países centrales en una razón cuasi incontrastable para reformular el sistema estatocén-trico, el cual había declinado a expensas de los distintos procesos de transnacionaliza-ción, fundamentalmente a partir de la posguerra fría y el afianzamiento de la globaliza-ción. El reflotamiento de la lógica interestatal, automáticamente, le agregó realismo internacional a la política mundial y a las políticas exteriores de los principales actores gubernamentales. Más aún, desde un punto de vista neorrealista, la reactualización del actor estatal por efecto directo del 11-S, era una condición necesaria para reforzar la estabilidad mundial a través de lo que es la estructura del sistema internacional determi-nada básicamente por los países centrales. Precisamente, para algunos, el golpe a los Estados Unidos había ocasionado un problema de estabilidad internacional, en cierto modo porque el terrorismo podía convertirse en un factor de aglutinación en proceso de maduración, al reunir situaciones como el conflicto de Medio Oriente, la rivalidad nu-clear entre la India y Pakistán y el papel de los "Estados armados" del Tercer Mundo, por citar determinados casos.

Por otra parte, el resurgimiento del sistema estatocéntrico trajo aparejado otra conse-cuencia: la valoración internacional de las tensiones y conflictos intraestatales. La com-binación de estas tensiones y conflictos con la variable seguridad, ha adquirido impor-tancia desde el análisis internacional por las múltiples conexiones que se dan entre acto-res nacionales, actores no estatales externos con influencia doméstica y actores intergu-bernamentales. De un modo u otro, esta nueva configuración mundial ha venido a darle sustento a la hipótesis de Eric Hobsbawn de que los Estados Unidos, Europa y Japón por la migración internacional, los nacionalismos y el racismo, deben entender que a la amenaza ahora la tienen adentro de sus fronteras.

III. El principio de los cambios

Por supuesto que lo del 11-S ha sido leído desde distintos puntos de vista. Para Francis Fukuyama, y coincidiendo con otros estudiosos, lo sucedido en aquella fecha tenía que ver con el odio que surge de un resentimiento hacia el éxito de Occidente y el fracaso musulmán, entre otras cosas, porque ningún país islámico hizo la transición democrática del Tercer Mundo al Primero de la misma forma como lo hicieron Corea del Sur o Sin-gapur. Justamente, desde la modernidad se habla de que este terrorismo internacional ha sido una evidente derivación del anquilosamiento islámico. Por su parte, el intelectual palestino, profesor en la Universidad de Columbia, Edward Said, rechazó ampliamente esta línea de pensamiento por ser una clara sobresimplificación de la realidad y de lo ocurrido en Nueva York y Washington. Algo similar, aunque con otro tipo de argumen-tos, fue lo que sostuvo el internacionalista estadounidense William Pfaff a partir de las críticas a Huntington por lo del "choque de civilizaciones".

Por otro lado, abundan las interpretaciones económicas de la acción terrorista y de la respuesta bélica norteamericana, en el sentido de que la importancia estratégica de Af-ganistán estaba intacta, y que por lo tanto se había convertido en un escenario al que tarde o temprano se debía controlar, situación bastante difícil mientras estuviese el ré-gimen talibán, curiosamente hostil a Washington después de que los Estados Unidos en un principio lo sostuviera sin miramiento alguno. La intervención de la empresa petrole-ra norteamericana, Unocal, para construir oleoductos y gasoductos desde Turkmenistán hacia el mar de Omán, atravesando territorio afgano, es un dato insoslayable para plan-tear hipótesis de variables económicas a propósito del 11-S. Fundamentalmente, cuando estas variables económicas están asociadas a los intereses vitales de la potencia hege-mónica en la región.

Pero más que la cuestión de las causas y de los mecanismos relacionados con el 11-S, lo que aquí importa preguntarse es acerca de la magnitud del cambio que provocó este hecho en territorio norteamericano. La magnitud del cambio entendida en términos in-mediatos al hecho y no más allá de 2001, año que motiva este análisis.

Siguiendo el enfoque waltzeano, del golpe terrorista a los Estados Unidos no se des-prendió un cambio significativo en el sistema internacional. La estructura de este siste-ma no fue trastocada, a pesar de que algunos estudiosos se ilusionaron con un cambio en los modos de vinculación entre los principales actores internacionales hacedores de la estructura sistémica. La estructura no fue alterada porque, entre otras cosas, el 11-S re-presentó una amenaza tan extraña y tan poco maleable para un actor estatal con atribu-tos de potencia, que los países cupulares, incluida China, convergieron en una posición común superando cualquier tipo de fisura que le restara consistencia al status quo inter-nacional conducido por estos países. Las maniobras políticas y diplomáticas de algunos actores centrales para obtener ventajas, como el caso comentado más arriba de Gran Bretaña y Rusia, nunca estuvieron orientadas a quebrar el status quo internacional y sólo respondieron a necesidades propias de sus respectivas políticas exteriores. El hasta en-tonces Grupo de los Siete más Rusia, encontró una nueva cuestión para ampliar su agenda de coordinación política, "verticalizar" la toma de decisiones mundiales y ahon-dar en los compromisos intergubernamentales.

Desde otro enfoque, el cambio que sí generó el golpe terrorista a los Estados Unidos ha sido el de acentuar el pesimismo sobre el conflicto Norte-Sur. A partir de la excusa de la paz y estabilidad internacional, comenzó a dibujarse una profundización de la desigual-dad mundial, en parte porque las sociedades desarrolladas a través de distintos medios empezaron -deliberadamente- a evitar instancias de integración con las sociedades de menor desarrollo, de acuerdo a lo que en ese momento estaba induciendo la globaliza-ción, en parte porque los países periféricos se fueron diferenciando entre sí establecien-do distancias muy importantes entre unos y otros.

La seguridad y la amenaza no militar fueron puestos en un primer plano por los líderes mundiales, como si fueran dos parámetros excluyentes para determinar las prioridades de la agenda internacional. Salvando varias consideraciones particulares, la temprana etapa del pos 11-S, fue la de un planteo similar a la de los albores del orden mundial bipolar, en tanto y en cuanto el conflicto Este-Oeste de signo estratégico-militar e ideo-lógico sumergía en la irrelevancia el conflicto Norte-Sur y fracturaba la relación Sur-Sur. Desde 2001, el concepto de seguridad volvió a restarle valor al conflicto Norte-Sur, sumando a partir de ese momento la amenaza no militar, y con el agravante de que ante la ausencia de alineamientos rígidos y de bloques fuertes como otrora, casi todo lo que se origina o se desplaza desde los países periféricos comenzó a ser sospechado por los países centrales de riesgoso para sus respectivas sociedades.

Precisamente, un aspecto que movilizó el golpe terrorista a Nueva York y Washington, fue la consideración del papel que cumple la cuestión doméstica en las relaciones inter-nacionales, después de que por mucho tiempo se la condenara a un segundo plano. En este caso, el retorno del realismo internacional debió ceder un espacio fundamental a las variables domésticas, contrariando su concepción y sus prejuicios. Esta concesión, des-de los hacedores de la política exterior y desde los analistas internacionales, fue un cambio para lo que hasta ese momento era la vida interna en perspectiva internacional de un país como los Estados Unidos. También fue un cambio para los países de la Unión Europea que, súbitamente, debieron reconocer que sus territorios nacionales eran eventuales escenarios de acciones militares no convencionales. De algún modo, las so-ciedades desarrolladas comenzaron a saber que las cuestiones internacionales críticas y conflictivas se habían trasladado a sus hábitat. Esta metamorfosis es todo un símbolo de una nueva etapa que se abrió con el 11-S, hasta el punto en el cual mientras Washington preparaba la ofensiva sobre Afganistán a través de medios militares clásicos, el miedo, la contradicción y las dudas en torno a lo que nuevamente podía realizar el enemigo acosaba la cotidianeidad de las relaciones civiles, económicas y políticas de la mayor parte de los países centrales.

Tal vez por ello no fue casual que los Estados Unidos con el ataque a Afganistán inicia-ra el unilateralismo internacional, que en todo momento estaba implícito desde que Bush se hiciera cargo del gobierno norteamericano. Desde ya que la justificación de este unilateralismo tuvo mucho que ver con la crisis del rol hegemónico. Pero puntualmente, en los meses siguientes al atentado, el comienzo explícito de las políticas unilateralistas tuvo que ver con lo que fue una irreverencia para Washington: la capacidad de iniciativa del conflicto no la habían tenido los Estados Unidos como le correspondía a un país que era hegemónico desde 1945, sino el enemigo, el enemigo que se atrevió a desestabilizar-lo en su propio territorio con armas impensables para los registros de inteligencia, y sin existir de por medio una guerra o invasión. Es más, la irreverencia para Washington descolocó a Bush y a los "halcones" del Departamento de Estato y del Pentágono por-que en ese momento, mientras estos imaginaban el escudo antimisiles, el control de las tecnologías sensitivas y el absoluto dominio espacial, el enemigo le asestaba un duro golpe a los sentimientos de ciudadanía y de nacionalidad en sus propios límites físicos demostrando que la vulnerabilidad no sólo estaba fuera de sus fronteras.

IV. A modo de cierre

Las consecuencias del golpe terrorista a los Estados Unidos de algún modo siguieron una lógica política. La irritación y reacción bélica del hegemón, la recomposición de las relaciones de poder entre los países centrales y el reverdecer del sistema estatocéntrico, fueron manifestaciones más que contundentes de una lógica obviamente vinculada a las premisas y a las herramientas del realismo internacional. En este sentido, el 11-S contra-rrestó estudios como el de Jeffrey Legro y Andrew Moravcsik, quienes creían en la huí-da de los realistas de las formulaciones de política exterior y de los análisis internacio-nales, ante un mundo que parecía moverse por andariveles sobre los que poco o muy poco podía decir la teoría al respecto. Por otra parte Bush, gracias a los atentados, pare-ció encontrar el mejor fundamento para avalar la presencia en su gobierno de muchos dirigentes y funcionarios nostálgicos de las percepciones y prácticas de la Guerra Fría, cuando este esquema ya no estaba vigente y sus designaciones acusaban una gran cuota de extemporaneidad política.

Sin embargo, más que las consecuencias inmediatas que dejó el 11-S, es importante subrayar el principio de los cambios que activó este acto político. Además de todo lo que comenzó a traer aparejado la reformulación de la seguridad global, como por ejem-plo una nueva y difícil relación entre el Norte y el Sur, o bien el valor internacional que empezaron a cobrar las variables de política doméstica, lo ocurrido en Nueva York y Washington le planteó a los Estados Unidos una disyuntiva, y a los otros países cupula-res las dificultades que implica para ellos el afrontar esta disyuntiva del aliado, socio o incluso adversario, que a pesar de esta condición, la conservación del status quo los po-ne en una misma situación ante un factor amenazador.

Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos decidieron desempeñar un rol hegemónico y la competencia de poder con el bloque soviético durante más de cuarenta años le fue bastante funcional a esta opción de política exterior. El golpe terro-rista que conmovió a los norteamericanos le modificó la perspectiva, hasta el punto en el cual la Guerra del Golfo Pérsico que supuestamente iba a inaugurar un nuevo orden mundial bajo la unipolaridad de Washington quedó sepultada en el olvido. Desde el 11-S los Estados Unidos instaló un concepto de guerra global para ir en busca de la amena-za terrorista y para ello comenzó a enhebrar la política de querer estar en todas partes sin importarle las soberanías nacionales, los sistemas de cooperación regional e interna-cional vigentes y los eventuales conflictos localizados que se pudieran originar a propó-sito de sus intervenciones diplomáticas y militares, como por ejemplo el que surgiría de la rivalidad nuclear entre la India y Pakistán con todo lo que ello significa. Esta política de querer controlar a todos y desestimar a aquellos que quieren compartir decisiones y acciones por tener necesidades comunes, ya no es la política de un hegemón, es clara-mente la política de un imperio.

Este es un cambio de actitud que se insinuó una vez que se cayeron las Torres Gemelas y se derrumbó un ala del Pentágono. Es un cambio que inició la disyuntiva: entre seguir cómodamente como potencia hegemónica, o bien asumir la condición imperial que los Estados Unidos siempre retaceó por los costos que le podría ocasionar y que la historia puede demostrar a través de casos emblemáticos cuyos resultados fueron el fracaso. Como hegemón sólo cuentan los costos en donde están en juego los intereses vitales; como imperio -en cambio- cuenta la necesidad del dominio universal, que implica una regulación directa de la dimensión político-ideológica en todas partes, la represión sis-temática hacia cualquier signo detractor y el despejar toda sospecha de conspiración hasta de lo más insospechado e irrelevante.

Por su parte, para los otros países centrales esta disyuntiva apareció como un problema. En todo caso fue el principio de una disyuntiva particular: entre continuar cómodamente alineados en la coalición antiterrorista bajo las políticas unilaterales de los Estados Uni-dos y legitimar las acciones en consecuencia, o bien asumir una actitud diferenciadora que en esencia signifique no acompañar a Washington en sus conductas bifrontes, que por momentos han sido propias de un hegemónico "protector" de todos los países cen-trales (incluidos eventuales adversarios) para sostener la estabilidad internacional, y que por momentos han sido propias de una ideología imperial sobre la cual Bush pretende apoyar esta estabilidad, más allá de lo que quiera hacer cada uno de estos actores en clave de política mundial. Algo de esto dijo Zbigniew Brzezinski, en una entrevista que le hiciera Der Spiegel en noviembre de 2001: "La mayor parte de los gobiernos enfren-tados a esta nueva situación (la amenaza terrorista y la ofensiva norteamericana sobre Afganistán), tienen en claro que el mundo se sumergiría en la anarquía si los Estados Unidos verdaderamente pudieran ser desestabilizados. Y a esto le temen (sobre todo los europeos y Japón). Esto habla a favor de un mundo con un solo polo de poder, los Esta-dos Unidos".

Por lo realizado hasta concluir el año 2001, los Estados Unidos pareció inclinar su polí-tica exterior hacia un reforzamiento del unilateralismo, lo cual no era una novedad en lo que fueron las relaciones internacionales norteamericanas, aunque en esta ocasión la posibilidad de refugiarse en el "aislamiento positivo" como en otros tiempos de estrategia cualitativa o de crisis mundial ya dejaba de ser posible, sencillamente porque su territorio pasó a ser escenario militar. Esto ha formado parte del cambio. Lo mismo la actitud que tuvieron los países principales de la Unión Europea, Rusia y China, los cuales cerraron el año 2001 sin saber qué posición tomar ante la vulnerabilidad incontrasta-ble del hegemón y ante las conductas bifrontes del hegemón para superar esta vulnerabilidad.

Dr. Roberto Alfredo Miranda
Coordinador del CERPI